domingo, 27 de septiembre de 2015

A una pared de distancia

Nos separa una pared. Material de concreto de unos treinta centímetros de espesor separa una habitación de hotel con agua caliente y una cama mullida de la intemperie y de un colchón viejo, oloroso y habitado por tres o cuatro personas. Una pared hace la diferencia entre un cuarto cómodo y el frío de la calle, la inclemencia del veleidoso clima que puede llegar a derramar todas sus lágrimas sobre los andrajosos que duermen en ese colchón callejero. Es un grupo nutrido, no son sólo tres o cuatro. Es un grupo heterogéneo, no solamente son hombres, sino mujeres, ancianos y jóvenes. Andrajosos, van por el día envueltos en su existencia. Andrajosos van por la noche envueltos en cobijas de olvido. Son los invisibles, los que nadie quiere ver, en los que al posar la mirada hay un dolor en la retina que obliga, de inmediato, a querer separar la mirada de su existencia. Y están a una pared de distancia.

Oigo a uno de ellos, una noche. Aúlla. No es un grito, no es una queja amarga de dolor. Es un verdadero aullido prolongado que penetra por la minúscula ventana del baño de mi habitación. El aullido tatúa la noche y la deja sangrando con la existencia de estos seres andrajosos, que seguramente buscan acomodo en el colchón viejo, mientras tratan de no pasar frío con unas cobijas gruesas que sirven de abrazo ante el frío de la noche.


Al día siguiente los veo, en plena luz del día, reunidos en torno a ese viejo colchón, detrás del hotel y casi frente a una estación de bomberos. Son los invisibles, los que tienen voz de aullido por la noche. Ahí están, en una calle de la capital de Guatemala. Como si pertenecieran a esa calle que los acoge, como si fueran parte de la decoración de una calle. Como si fueran trozos de ropas ennegrecidas que se mueven sin ser. Nos separaba una simple pared.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Incendio de la manzana

Hay un eco en la noche, como si un mensaje intentara propalarse por el viento enrarecido de una noche que todavía huele a quemado. Noches antes se incendia una manzana entera en Xela, con bares y negocios y el fantasmal olor a quemado aún no se diluye ni aunque el día acendre sus rayos solares a ratos sobre la calle o que la lluvia intente llevarse ese olor a chamusquina entre los ríos que van al desagüe. No. El olor a quemado persiste como memoria necia de un acontecimiento que no debería haber sucedido y que se dio en una sorpresa de estallido de fuego. Ahí están las ruinas, con el espectro del humo sobre su lomo, con el ruido crepitante de los fogonazos que se escucha, pese a que ya no hay ni fuego ni humo ni manzana. A pleno día aún, con atención debida, se logra escuchar ese crepitar de la lumbre. Aún en pleno día. Aún a plena lluvia. Los policías y militares resguardan el lugar, como si alguien pudiera sacar de ese lugar algo: polvo de reliquias y de muebles, de techos y de mobiliario de bar. Eso sólo se podría sacar. ¿Qué resguardan estos milicos? ¿Acaso el aire tornado en ceniza o ese necio crepitar de la llama invisible que aún se puede escuchar bajo el ruido de los autos que pasan a un lado, bajan la velocidad para que los pilotos puedan observar el esqueleto de la manzana completa que permanece, sin dignidad y sin vergüenza,  tirada así tan desnuda en plena calle? ¿Qué queda de los bares calcinados sino el recuerdo voraz de tantas noches de alcohol y de música? Yo he conocido esta manzana calcinada. No ha quedado ni una semilla. El olor sí que llena la calle, aún. El fantasma de los bares y negocios rondan Xela, de ahora en adelante. Eso, sí, y también el crepitar del fuego que sigo escuchando mientras enciendo una pipa.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.