domingo, 30 de marzo de 2008

Cercanía

Ya estábamos en el suelo cuando me percaté de la situación completa por la que había atravesado la Cessna, un modelo de cuatro plazas. Tres pasajeros y el piloto-capitán volamos en ella sobre varias plantas de tratamiento de agua en el estado de México y en el de Querétaro; faltaba avanzar hasta Guanajuato para completar la primera parte del recorrido. Después, de acuerdo con lo planeado, deberíamos sobrevolar en Jalisco las plantas construidas en la ribera del lago de Chapala. Pero no, no ocurrió así. Suspendimos el itinerario antes de ir a Guanajuato porque el motor de la avioneta detuvo su marcha en el aire, en un vuelo de media altura, sin que hubiera alguna pista de aterrizaje en los derredores. En verdad el motor no tenía averías, su estado era perfecto; fue el miedo ocasionado por la posibilidad de haber muerto lo que convenció a dos tripulantes de suspender el programa de vuelo y volver enseguida a Toluca.

Algunos tienen miedo a la muerte; otros, a la vida; otros más temen perder el control de sus vidas o llegar a la muerte sin haber vivido lo suficiente. Pero la vida y la muerte nunca son suficientes, y controlarlas es una presunción irrealizable. Temer es natural, sin embargo el temor es inútil para evitar la muerte o para entregarnos a ella de forma cabal; tampoco es útil para alejarse de la vida y, aunque es necesario, siempre resulta ineficaz para asegurar su trepidante o más intensa cercanía.

Atareado en conseguir buenas imágenes, dando la espalda al capitán y sentado en la plaza del copiloto, pero no en la butaca sino en el suelo (porque el asiento y la puerta respectivos habían sido desprendidos antes del despegue), no podía pensar en otra cosa con más insistencia que mantener estable la cámara de video sobre mi hombro y asegurar una composición correcta de los elementos enfocados. Raudales imparables de vientos arrasan con todo lo que sobresale del marco de la puerta cuando se vuela a poco más de 150 kilómetros por hora, entre los cien y los 150 metros de altura. Por el fuselaje corre una mezcla hecha con los vientos propios de las alturas, los que resultan del avance del aeroplano y el que origina la hélice, así que asomar el torso más allá de la cabina durante el vuelo convierte a cualquier cuerpo en un monigote deshilachándose entre ventoleras. Con todo, el impulso automático de componer de manera correcta cada toma me hacía sacar casi medio cuerpo de la avioneta; cuando lo hacía, el túnel de viento me obligaba a actuar de manera refleja; replegaba entonces el tronco de nuevo hacia la cabina, empuñaba con renovada fuerza la cámara y me reafirmaba en el piso. No tenía cinturón de seguridad.

Tanto más se complicaba la tarea porque, conforme al diseño del vuelo convenido con el piloto, la avioneta volaba en espirales descendentes sobre mis objetivos, inclinándose mucho sobre su derecha para que el ala y el tren de aterrizaje no obstruyeran el campo visual. De modo que aunque estaba sentado y aparentemente estático, debía usar toda mi fuerza y todo mi cuerpo para compensar las inclinaciones de la nave y la estampida continua de los vientos, para lograr tomas correctas y no caer al vacío. Reflejos musculares intempestivos e instintos de oficio y de supervivencia llegaban a contradecirse entre sí y también con una conciencia parcial, desfasada, de lo que estaba haciendo. Todo ello entabló un enfrentamiento de acciones y decisiones: moverse, no moverse; agacharse, erguirse; grabar, no grabar; ladearme, enderezarme; mirar a través del visor, ver sin intermedio de la cámara; apretar más el pañuelo con que me ceñía la cabeza y reforzaba los anteojos en las orejas, asentar la mano izquierda sobre el piso para darme sostén; proteger la cámara de un resbalón, protegerme yo para no caer de la Cessna cuando se inclinaba a la derecha. Claro está, en ciertos momentos podía hacer una y otra cosa de manera consecutiva, con operaciones alternadas, pero en otros, la comisión de un acto suponía la omisión del otro. Ese duelo que oscilaba entre lo consciente y lo semiconsciente me sustrajo de la percepción del peligro. La fuerza de la acción imperó.

Era una aventura vivida con lances de riesgo, pericia, incomodidad, audacia, inexperiencia en esa clase de vuelos y dificultad. No había asombro ni miedo; mi conciencia no daba paso a éstos, estaba atomizada, no podía ejercerse en su integridad ni entregar a mi razón el registro lato de lo que estaba sucediendo y de lo que podría suceder. La muerte y la vida no tenían escenario en mi raciocinio. Mi tarea tenía valor propio y extensivo. Y si era un monigote vibrante cuando rebasaba la puerta, para mis acompañantes era un espantajo, un muñeco heroico y ridículo que causaba temor y burla, asombro y respeto, debido al ejercicio de una gran temeridad o de una imbecilidad absoluta. ¿Valía la pena arriesgarse como lo estaba haciendo para grabar unas plantas de tratamiento de agua? Luego supe que mis demonios estaban llevándome en esos momentos hacia una variante de las tinieblas de la subconsciencia, a las que me había entregado y me seguiría entregando a través del alcohol, con una pretensión de encontrar luz o una claridad opalina en los sucesos extremos. Pero cuando estaba en la avioneta no tenía la menor idea de ello.

Después de grabar la cuarta o quinta planta de tratamiento en Querétaro sobrevino lo que siempre recuerdo en movimientos retardados y en una pedacería de imágenes inconexas. Un golpe en la espalda. La mano del piloto mueve unas perillas del tablero. Mi cabeza gira a la derecha. Los ingenieros desencajan el rostro. Mi cabeza gira a uno y otro flanco. El combustible no tiene olor definido en el quicio de la puerta. Los ingenieros pierden color. Mis manos están tensas. Los ingenieros me miran. Otro golpe en la espalda. Un tapete del piso de la Cessna está chueco. Agacho la cabeza. El viento truena con menos fuerza. Mis uñas están sucias. En tierra hay potreros. El rugido del motor disminuye. La cámara sigue en mi hombro. Nadie habla. La cámara está sobre mis piernas. Disminuye la intensidad del viento. Un ingeniero me toca el hombro. Mis brazos abrigan la cámara. El piloto aferra el timón. El suelo está más cerca. Los ingenieros se miran. El motor no se oye. Estoy enconchado. Las copas de los árboles están demasiado cerca de mis pies, casi los tocan. El reloj de un ingeniero tiene correa de hule. Sujeto el marco de la puerta con una mano. Las gafas polarizadas del piloto tienen una armazón dorada. Un fuerte impacto pasa de las llantas a toda la avioneta. Mi pantalón está roto a la altura de las rodillas. Todo es sacudimiento. Hay traqueteos. Todo trepida.

Advierto. Por primera vez advierto: el piso es pedregoso y vamos rodando con rapidez y fragilidad insoportables sobre un camino parcelario de terracería. Siento. Por vez primera me doy cuenta de que siento: la nave y nosotros somos una misma cosa enclenque e impotente, velocísima como las flechas, pero no preparada para correr, como ellas; e impedida para volar, como las focas, pero salta, como ellas. Imagino. Por primera vez imagino: somos un charal torciéndose con todos sus bríos en una ola gigante mientras revienta, somos una astilla ninguneada por las bofetadas de un tifón inclemente. Observo. Por primera vez observo: el extremo del ala derecha roza y troncha hojas de algunos árboles. La llanta toca intermitentemente el suelo; salta y pega contra la terracería, saca tierra y dispara piedras. Pienso. Por vez primera pienso: en cualquier instante la Cessna puede volcarse, o pueden rompérsele las alas si golpean contra las ramas de los árboles. En un momento cualquiera puede salirse la nave del camino, dar volteretas y partírsele el fuselaje al golpear contra los árboles o enredarse con las cercas de alambre. Vibro con una energía anormal y espero cualquier resultado. Por primera vez calculo y me prevengo. Decido actuar en función de lo que suceda. Si así se requiriese, me haría ovillo para no perder una pierna o un brazo, o lucharía durante fracciones de instante, como un gato acorralado, con movimientos extraordinarios, para no partirme la cabeza en gajos al golpearme contra el tren de aterrizaje, o me llevaría las manos a la cara para no perder un ojo al recibir un impacto de metal o de piedra. Acepto cualquier desenlace, si es que saltara de la nave y me hiriese, o si es que permaneciera en la cabina y me fracturase, o si es que tan sólo llegara la muerte. Me tambaleo y tiemblo con una energía intensísima, como en un azote febril de paludismo, dengue o tifoidea.

La Cessna ganó estabilidad poco a poco en el suelo; cuando se detuvo, miré hacia arriba y hacia dentro de la cabina: los ingenieros y el piloto desabrochaban sus cinturones de seguridad. Seguíamos sin hablar. Dejé la cámara en el asiento vacío de un ingeniero. Bajamos de la nave, callados. Unos veinte metros delante de la avioneta había una pick up estacionada y vacía sobre el angosto camino de terracería en el que rodamos. Aunque el piloto consiguió equilibrar la nave en el aire y hacer del camino una pista de aterrizaje apropiada, pudimos haber chocado contra la camioneta. Si el piloto no hubiese improvisado un control emergente de la situación, si hubiesen fallado sus esfuerzos, sus cálculos, en cualquier momento la Cessna se habría despedazado.

La Cessna tenía dos tanques de combustible; uno de ellos estuvo por vaciarse mientras la avioneta volaba en las espirales acordadas. Para hacer frente a ello, el capitán activó el paso de combustible del segundo tanque; al hacerlo, dada la presión con que inició el bombeo, se ahogó el motor y no pudo encender de nuevo. De manera que el capitán debió localizar algún punto que aceptara un aterrizaje forzoso, planear hasta él, llegar a tierra y gobernar el aparato en condiciones muy complicadas. El capitán nos reveló lo anterior con una naturalidad mal simulada mientras tocaba la hélice y revisaba el tren de aterrizaje; luego trepó a la nave. Nos apartamos del camino. El motor encendió después de toser y las aspas formaron un círculo borroso. Con habilidad sorprendente, el piloto dio vuelta a la avioneta sobre el camino. Subimos al aeroplano, despegamos remontando los potreros, volamos con una velocidad y a una altura cercanas a las de crucero, y nos dirigimos al aeropuerto de Toluca.

Con ese destino, a más de 200 kilómetros por hora, a gran altura, estaba sentado otra vez en el piso de la Cessna, ya con el cuerpo entero dentro de la cabina y sin la cámara. Después de todo lo ocurrido, mi conciencia al fin era clara y ancha, límpida y honda. No había temor ni valor, y carecía de mérito y de aflicción no tenerlos. Los campos eran lienzos entreverados. Los poblados eran motas dispersas. Retiré mis anteojos de la cara; la miopía avanzada me ofrecía una imagen indistinta de lo que antes miré a través de ellos. No había distancia entre la vida y la muerte. Vivir y morir podía ser lo mismo. Dejé que el aire me manoteara los brazos. La claridad del día era lo más cercano a esa cosa unificada que éramos el avión y los tripulantes. Todo tenía en esos momentos una contigüidad inigualable. Todo estaba conjuntado por una muy estrecha, rotunda e implacable cercanía, aun Chapala, aun Toluca, aun las flechas, aun las focas, aun mi casa.

viernes, 28 de marzo de 2008

Encuentros improbables

Me sucede siempre: cuando viajo me encuentro a algunos amigos. Tal vez es la telepatía, o la coincidencia, tal vez es la energía que nos imanta y nos convoca a un encuentro. O tal vez es porque, como dice Andrés González Pagés (y lo repitió alguna vez Juan Caballero, impresor) “el mundo es un pañuelo y somos trece”. ¿Cómo explicarse, si no, tales encuentros? A veces sueño con personas conocidas que hace tiempo no veo y sé que mi incosciente me avisa que debo llamarlas al otro día, por alguna razón. Pero en el caso de este tipo de encuentros, ¿será también obra del incosciente?

O, díganme ustedes, porque tal vez los aeropuertos atraen e imantan a los cuates, ¿cómo explicar la coincidencia de mi encuentro en el aeropuerto de la ciudad de México con Guillermo Briseño? ¿O con Manuel Perló dos veces dos, mientras ambos esperábamos vuelos provenientes de España, una vez yo esperando a Caro y otra a Ori? ¿O con Teresa Rojas en una sala de espera internacional del mismo aeropuerto?

Otro lugar imantado, entonces, es la avenida Miguel Ángel de Quevedo, en la ciudad de México, donde me encontré con Braulio Robles, viejo compañero de la universidad y al que le perdí la pista hacía unos diecinueve años, comiendo en un restaurante; con la cantante Hebe Rosell, en plena calle; con el músico Federico Luna; o con el antropólogo Jorge Martínez en la librería Gandhi, siendo que ambos vivimos en Cuernavaca. O la vez que ligué aventón a mi casa por el feliz encuentro con Javier Sicilia, en la misma librería.

Pero hay, entonces, otros lugares de la misma índole, en donde me he encontrado con conocidos que viven en el Distrito Federal: La Parroquia, en el puerto de Veracruz, donde me encontré con Lourdes Roca; Pátzcuaro, donde me topé con Nathalie Seguin; el segundo piso de La casa del libro en Madrid, donde platiqué con Conchita Martínez Omaña y su esposo; Guanajuato, aquella vez que coincidí con Betsy Pecanins; un restaurante en Guadalajara donde desayunábamos paralelamente el cineasta Pavel Aguilar y yo; el zócalo del D.F., donde, en una manifestación, me reencontré codo a codo con el músico rupestre Rafael Catana.

Y también Lagos de Moreno, donde coincidimos José Luis Rangel (que vivía en Zamora y luego en Guadalajara) y yo; la mera esquina de mi casa, donde vi a Jacinta Palerm; un restaurante en pleno centro de Tlalpan, donde desayunaba Héctor Tejera; o la librería en Puebla, donde me encontré con Socorro Venegas, que también vive en Cuernavaca. O el tropezón con Manuel Calvelo y Luis Masías, ambos con residencia en Sudamérica, en el exconvento de Tepoztlán, el día de la inauguración en ese mismo lugar de la exposición de Ori titulada Acto compartido.

Pero el encuentro más extraordinario se dio en el aeropuerto de Madrid. Acababa de llegar para trasladarme de ahí a Huesca, a un congreso, cuando vi a un bigotón que se me hizo conocido. Luego supe que él me miró también y se preguntaba “¿Dónde he visto a este cuate?”. Resultó que el bigotón era Rafael Ramírez Heredia y cuando nos reconocimos quedamos sorprendidos, entre el gusto y el apapacho de vernos de nuevo. Tan lejos, del otro lado del mar.

Insisto: a ver si alguien puede ofrecerme una explicación.

domingo, 23 de marzo de 2008

Zacapoaxtla y un prólogo

Ciertamente no era lo mejor tratar de pasar por la tierra blanda para continuar con el camino hacia Cuetzalan, pero era la única vía posible desde Zacapoaxtla, debido a que todas las carreteras estaban tapadas por derrumbes. El auto de catrín, como una vez me dijeron, no contaba con la potencia necesaria para pasar, pero decidí arriesgarme. Un cúmulo de escombro, tierra y ramas tapaban la carretera de salida, la otra se había derrumbado y la tercera también estaba interrumpida por un alud.

Tiempo de lluvias en la sierra norte de Puebla y yo en Zacapoaxtla, haciendo un alto para enfilarme hacia los demás municipios donde ya tenía citas de trabajo. Así que decidí pasar sobre la tierra blanda. Por un momento el auto pareció resistir, avanzar, pero a los seis o siete metros se detuvo. Hundidas las llantas en el lodo. Puse piedras y ramas, con la intención de echarme en reversa, acusándome de emprender tan estúpida acción, pero no sirvió de nada, o más bien, sirvió para hundirme más en el lodo.

Un campesino se acercó y ofreció una pala, pero era imposible utilizar una sola pala para sacar el auto atrapado en el deslave. Alejándose, me dijo que iba al centro del pueblo y que avisaría en la oficina de policía sobre el incidente. Así que ni visita a los demás municipios ni nada. Me fumé una pipa y esperé. Como a la media hora una patrulla vino. Uno de los patrulleros, con aires de sabelotodo, tomó una gruesa cuerda y la ató a la defensa trasera del auto. Quince minutos pasaron en lo que la patrulla trató de sacarme del atolladero, pero sólo sirvió para hundirme mucho más. Ahora tenía que salir por la ventanilla porque el auto se había hundido exageradamente: era imposible abrir las puertas. El cofre estaba cubierto, también, hasta la mitad. La radio de la patrulla comenzó a dar un aviso: hubo un derrumbe más sobre unas casas a las afueras de Zacapoaxtla y solicitaban ayuda porque había personas atrapadas. Así que, utilizando la doble tracción, la patrulla pasó como si nada por la tierra blanda y yo me quedaba con el auto a pique. Triste caricatura de pirata chafa, porque ni la nave se me fue a pique por completo.

El tercer intento fue de un lugareño con una camioneta de doble tracción. Se detuvo cuando me vio ahí atrapado, meneó la cabeza y me dijo que me sacaría con una cuerda. Para mala suerte, delgadísima, y que al tercer jalón se rompió, dando un chicotazo sobre el pavimento. La lucha se hizo, decía, y meneaba la cabeza. Para esto ya habían pasado casi dos horas, cuando varios autos empezaron a hacer fila en la carretera, por ambos lados. De pronto, alguien anunció que venía un trascabo. Lo vimos acercarse y, con algunas maniobras, quitar el escombro de la carretera. Vaya facilidad y yo ahí, esperando horas enteras. Se detuvo un momento y le pedí que me remolcara, pero no traía cuerda alguna. El chofer de la camioneta, antes de irse por el camino libre ahora, le dijo que había que conseguir una cadena. Y el trascabo se fue, como si nada. Yo estaba desesperado. De pronto, vimos a la patrulla regresar y seguir de largo, pese a las señas que hice y, luego dos camionetas que venían más lentamente. En una de ellas, por la ventanilla, saludaba el gober precioso, que venía a hacer un reconocimiento de las desgracias en la zona.

Tras las camionetas venía un camión de redilas que se detuvo al ver mis señas desesperadas, y las de algunos otros choferes que, a estas alturas, se habían hermanado a mi causa. Por suerte, el camionero traía una cadena que amarramos, de nuevo, a la defensa. Trepé por la ventanilla hacia el interior del automóvil, llenando de lodo los asientos y el tablero. Con grandes trabajos y derrapones (que, por momentos me alarmaron porque el auto se hundía cada vez más en el lodo, y conmigo dentro), al fin el auto quedó libre. Cubierto de una capa de lodo, de pies a cabeza, como monstruo de fango en la sierra, agradecí al chofer, solté la cadena y volví a encendí el motor que hizo un escándalo terrible. Con la cola entre las piernas regresé a mi hotel, a vuelta de rueda, y me la pasé quitando tierra y piedras del motor lo que quedaba del día.

Luego supe que, esa misma noche, las lluvias habían provocado un nuevo alud y que Zacapoaxtla quedaba incomunicada. Tres días sin poder entrar o salir. Gracias a ello pude concentrarme en terminar el prólogo de un libro de mi entrañable amigo Andrés González Pagés, sobre leyendas del agua en México. Curiosamente, me decía, mientras tecleaba y tecleaba, algún dios del agua está obligándome a terminar este trabajo y cuando ponga punto final las lluvias cesarán. Ocurrió así tres días después, cuando una de las salidas de Zacapoaxtla quedaba, al fin, libre. Y el prólogo, por cierto, terminado.

jueves, 20 de marzo de 2008

Pregúntenle a la señora de los tamales

Ese día de mayo, como cada año, enfilábamos hacia Toluca, para participar en el Maratón de poesía que organizaban Roberto Fernández Iglesias y Margarita Monroy. Como cada año, yo me perdía en el trayecto y teníamos que preguntar siempre el camino a seguir desde Cuernavaca hasta Toluca. Todo iba bien hasta llegar a Santa Martha, pero de ahí en adelante las carreteras se bifurcaban, salían nuevos brazos de asfalto y el trayecto se me convertía en un laberinto.

Esa vez íbamos Axel Maiglyn, Andrés, Olivia y yo. Ori, por algún motivo que no recuerdo, se había quedado en Cuernavaca. Pero ahí íbamos, buscando Toluca. Fue Olivia quien, pasando Santa Martha, dijo que deseaba hacer una parada para comprar unas quesadillas y Maiglyn la secundó. A Andrés y a mí no nos quedó otra mas que seguir las instrucciones, así que buscamos algún puesto más o menos decente para echarnos unas quesadillas y luego, con el estómago tranquilo, seguir hacia Toluca. Pero no vimos ningún lugar más o menos decoroso que dejara que las fritangas nos entraran, primero, por los ojos. Así que seguimos adelante.

Cruzando un puente, Olivia vio a una señora que vendía tamales y pidió nos detuviéramos. Así que degustamos unos tamalitos a pie de carretera con una señora amable a la que Oli le preguntó sobre la ruta a seguir para llegar a Toluca. La señora señaló una callecita junto a la carretera y nos dijo que agarráramos por ahí hasta una avenida y luego derecho, hasta encontrar el letrero que dijera “Toluca” y una flecha. La verdad yo no tenía mucha fe de ese camino porque se me hacía que daríamos más vuelta y, con desconfianza, aunque con Oli cargada de confianza en lo dicho por la señora, tomé por esa calle. La sorpresa fue mayúscula cuando, en menos de una hora, estábamos arribando a Toluca. Hablamos entonces de la maravilla de haber encontrado un camino corto, y Andrés mencionó que habría que buscar a la señora de los tamales de regreso, para que llegáramos más rápido. También comentamos sobre la necesidad de que hubiera señoras vendiendo tamales en todas las carreteras de México para que bastara una pregunta y llegar, en un santiamén, al destino preferido, señalado o escogido. A lo mejor saldría más barato para Caminos y Puentes pagar un sueldito a una señora que poner señalizaciones en todas las carreteras del país.

Andrés, cuando los TunAstralopitecus (Margarita y Roberto) le preguntaron que cómo nos había ido de camino, dijo que había que llegar al puesto de tamales y de ahí preguntar a la señora para arribar en quince minutos al Maratón. Aunque, pensándolo bien, no sé si fue la magia de la señora de los tamales o la fuerza de voluntad de Oli.

Ahora, cuando salgo a “hacer trabajo de campo”, y me pierdo como siempre, busco a la señora de los tamales para que me ayude a recomponer mi rumbo. Pero, por desgracia, nunca más la he encontrado, ni yendo a Toluca ni a ninguna otra parte.

domingo, 16 de marzo de 2008

Cardenches

Como muchas otras veces, estaba solo en terrenos rurales y despoblados, y me placía estar ahí, así. Había caminado sin rumbo durante una o dos horas, o tal vez tres. La pareja longitud de mis pasos y su cadencia automática me estaban llevando a las latitudes en que los paisajes se ensanchan al extender hasta los dobleces más pequeños de sus relojes laminares, que se estiran sin desgarrarse, como los de aquellas dimensiones de las plazas o de los patios que recorrimos en la infancia, de amplitud interminable, siendo que al volver a aquellos sitios, ya adultos, nos resultan tan pequeños y fugaces que allí arde, en su verdadera extensión e intensidad, la chispa original del lenguaje, como en los pupitres donde aprendimos a escribir nuestros primeros idilios con las palabras, también nuestras primeras imprecaciones: tonto y baboso, pinche y cabrón, casa y mamá, oso y miel, pan y papá, Rosa y yo.

Pues sí, sobre esa tierra llana, dominio del semidesierto que se afirma en los Altos de Jalisco, el tiempo relojero fue trastocado por la gustosa inquietud de saberme perdido en páramos consecutivos, apenas diferenciados unos de otros por colonias limítrofes de matojos y hormigas, o delimitados por ondulaciones suaves del suelo y por el ámbito territorial de alguna palma alta o de matorrales que no sabía distinguir. El tiempo relojero cedió el paso a un tiempo natural, cuyos cronómetros son el hambre, la fatiga, la sed, las ganas de orinar o la fascinación. Llegué hasta un grupo de cactos gigantes. Penetré en un templo profano hecho de columnas orgánicas, deambulé entre pilotes acanalados y dispuestos de tal manera que componían un observatorio apropiado para registrar el lento desenvolvimiento de Andrómeda, moviéndose como un gusano cósmico que avanza hacia el jardín botánico que nadie plantó, donde me hallaba. Al pie de los cactos, los hormigueros hacían manar sus arroyos de corpúsculos rojos. De veneros similares fluían otros cuerpecillos oscuros o pardos. En silencio, reconocí las mandíbulas de varias hormigas entrando en la piel de mi tobillo derecho; después de aplastarlas contra la pierna, adolorido, caminé un trecho. Luego levanté la vista y aprecié un par de aguilillas circunvolando un cacto colosal; bajo el redondel de sus lazadas aéreas, cada vez más amplias, recorrí pasadizos asoleados y magnos. Admiré pilares de jade y de esmeralda en toda su talla.

Nada más alto en torno a mí. Nada hasta entonces en las inmediaciones había sido más corpulentamente enhiesto que los cactos, como incluso hoy sigue sin haber en mis recuerdos una estatura más portentosa y ceremonial que la de esos estípites verdes y vivos, de cutis viejo y yemas lozanas. No sabía, ni sé todavía, si eran auténticos sahuaros, pero, como la de ellos, su altura rondaba los siete u ocho metros, o tal vez rasaba los diez. Podía ventearse el agua custodiada en las cisternas verticales de los cactos inmensos, podía mascarse por adelantado su carne suculenta, tejida con fibras exclusivas y mantenida con ingeniosos mecanismos hidrantes. Podían escucharse las voces del subsuelo pasando hacia el aire a través de las gargantas filiformes de los cactos. Los sahuaros vivían su concierto; con la cofia florida de sus cúspides embebían la atención de las aguilillas, con sus tamaños orientaban los viajes de los enterradores y buscadores de tesoros. En la región hubo bandoleros prófugos que escondían uno que otro botín, y aún había rastreadores de oro y de plata. Eso me habían dicho en Ojuelos.

Unos metros fuera de esa isla de atlantes no había nada más pequeño ni simultáneamente más vigoroso que unas figuras de silueta humanoide, formas guerreras de las alturas medias y bajas, glorificadas en el suelo con numerosas espinas, tan numerosas en los especimenes enanos que invadían la totalidad de sus cuerpos; congeniaban con la personalidad de los sahuaros, pero se distinguían de ellos por un humor atrabiliario que les era característico, por un aura amenazante. Si los sahuaros atraían la atención debido a su estatura de humo libre y a su ánima mística y voluptuosa, con sus agujas, las siluetas casi antropomorfas disuadían a las liebres de siquiera acercárseles. El armero de esas figuras humanoides era el sol de la tarde, afilaba sus puntas, acentuaba sus estiletes agudos. Estar frente a esas formas era presenciar el orden de un buen ejército, o era como mirar los alfileteros de una costurera maniaca. El parecido de esas formas con el aspecto del cuerpo humano incluía la postura desafiante del guerrero invicto y cierta disposición a la muerte que hay en el combatiente caído, propia del prisionero atormentado, quien sucumbe antes que traicionar, desistir, delatar, abdicar a su causa o retractarse. El efecto de las mordeduras de hormiga me entumecía el tobillo. Como si hubiese sido afectado por esa ponzoña, o a causa del hambre, la sed y la caminata, quedé largamente extasiado ante las figuras espinosas. No supe, mientras estuve ante ellas, si sus dardos entraban o salían de sus cuerpos, si me llamaban o me repelían, si existían animales inmunes a tan dolorosas lancetas, que llevaban el juramento de un alarido y la promesa de una llaga enconosa.

Ya pintaba la noche cuando terminé el recorrido. Volví casi a tientas a la casa vacía donde me hospedaba, en una loma solitaria, guiado por un perro con el que me encontré azarosamente en algún páramo. Días después, en la primera oportunidad, pregunté a don Fernando el nombre de las formas espinosas y humanoides que cautivaron mi atención. Se llaman cardenches. He buscado y visto fotografías de cardenches en varias partes, pero ninguna imagen muestra una forma semejante a las que miré en las inmediaciones de los cactos gigantes. Debo sofisticar y hacer más acuciosa mi búsqueda. Acaso visite el taller de alguna costurera o de alguna modista maniaca.

Desde que la oí por vez primera, la palabra cardenche lucha por asomarse en mis papeles y rasga mis dedos cuando la confundo o la olvido; una vez que la he escrito, a partir de hoy, empezando aquí, volveré a esa latitud donde aprendí a deletrear mis primeros idilios con las palabras, donde también escribí mis imprecaciones primeras. En nombre de aquellas plantas humanoides, escribiré términos auxiliares, escaramuzas vividas, fuerzas pudientes, acciones sustitutas, vocablos que en su aislamiento sinteticen las riadas de los temperamentos reflexivos y pujantes. Escribiré dardo y puta, coño y aguja, púa y honor, espada y amor, matar y morir, filo y bisel, sahuaros y cardenches.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Carlos

Lo conocí en Acapulco, a la edad en que Huidobro estuvo en condiciones de reescribir Altazor con las yemas de los dedos. Hizo de la continuidad de la materia en el espacio una conclusión que no requería explicaciones artificiosas. Con él zarpé del mar Caribe y llegué al Mediterráneo usando el nado sonámbulo de los delfines. Tardamos treinta y tres años en llegar a Creta. Soñábamos mientras avanzábamos. Dormíamos mientras hablábamos. Hablábamos para generar más fuerza. Jamás desfallecimos durante nuestra ininterrumpida natación en el Atlántico. Nuestros pensamientos magnéticos mantuvieron alineada con el norte la aguja que bascula en la Rosa de los Vientos, inscrita como un tatuaje de laureles en las sienes de los pilotos temerarios e intuitivos. Avanzar, soñar, parlar e inquirir al mismo tiempo fue el ingrediente más energético de nuestras palabras desbocadas, el mismo elemento cuaternario que mueve a los bancos de ballenas jorobadas durante sus migraciones estacionales y a los cachalotes solitarios en sus inmersiones profundas, el mismo factor que hace cantar bajo el agua a los cetáceos con sus clarinetes y fagots afinados con los diapasones del eoceno, el mismo acto que circunscribe a las parvadas de golondrinas en sus traslaciones alimenticias y reproductivas formando escuadrones metódicos, jocundos y dispuestos a los jolgorios del apareamiento. En nuestra marcha, de la intensidad nos cantó Álvaro Carrillo. De la amplitud nos habló Newton.

Al llegar al estrecho de Gibraltar estudiamos los astros, en las aguas mixtas del Mediterráneo y el océano; mientras lo hacíamos dibujamos un mapa del universo en una popelina de tamaño suficiente para cubrir con poco más de media vuelta y en diagonal la cadera y los senos de una mujer que se arroba en el sexo; desde ultramar fijamos la popelina en las Columnas de Hércules, que, por supuesto, resistió las embestidas contrapuestas de los vientos en una noche de controversias helenísticas. Al llegar a Creta fuimos los comisarios del toro que devora muchachas extraviadas en sus pánicos y enredos. Después bebimos en Atenas con Epicuro y Lucrecio; leímos juntos y en silencio De rerum natura. Con Zenón platicamos de Estoa y usamos a fondo el cinismo como palanca del pensamiento y la ética. Vivimos un día en Grecia y emprendimos el regreso. Al trasponer de nuevo el antiguo fin de la Tierra, descolgamos el mapa del universo e hicimos con retazos de aquella popelina todos los emblemas posibles del espacio de los signos; hablamos, así, en lenguajes alternos, silbamos las formas, coloreamos los contenidos.

Treinta y tres años duró nuestro regreso a México. Recorríamos el agua salada enfrascados en conversaciones y en un nado sosegado, feliz y casi continuo. Algunas veces nos deteníamos en bajamar para examinar los oleajes y sus crestas instantáneas. En pleamar, calculábamos la influencia de los vientos y el valor del azar al conjuntarse en las prerrogativas náuticas que conceden o no a los barcos de vela. Algunos plenilunios transcribimos las meditaciones de los calamares y los mensajes químicos que circulan en las aguas durante la reproducción nocturna de las esponjas y los corales. En lunas nuevas examinamos los afloramientos de los monstruos del inconsciente, las direcciones de las pesadillas y las trayectorias de los recuerdos recurrentes. Dedujimos por el comportamiento de los poetas el futuro inconsistente de las sirenas y el incierto porvenir de ellos mismos. La Atlántida de Heródoto yacía bajo las aguas de nuestra memoria biológica y política; ciframos sus ecos a través del mar y del tiempo. Hubo en ese sitio, también, desde luego, gobernantes déspotas y traiciones, lo mismo que mujeres más hermosas y preciadas que las madreperlas brillando con luz propia en las tinieblas del nadir; de tal magnitud era la luminiscencia de su nácar, tal radiación emitía la inteligencia de sus ojos. Tuvo gran eficacia destructiva la perversión de aquellos gobiernos. El uso de la apnea sostenida y de la espeleología submarina nos permitieron bucear en la Atlántida y datar su ruina, propiciada por la corrupción de los pretores y los césares embrionarios. Cavafis tenía razón acerca de los Bárbaros (debió permitírseles renovar los imperios), acerca de la Ciudad (es ubicua en el interior de los ciudadanos) y a propósito de las Murallas (encierran fuera del mundo a las civilizaciones). Constantino también tenía razón acerca de Ítaca: se halla siempre, y siempre estará, más allá de los hemisferios. Después de ella está el país de los tarahumaras, que no alcanzó a comprender Artaud.

Cerca de las Antillas, a nado más lento, medimos las dimensiones geométricas abstractas de Mesoamérica con procedimientos afincados en las disertaciones de Arquímedes y Leibnitz. Muchos meses después tocamos México. Vimos el rastro dejado por Kukulcán en las playas y concurrimos con sus huellas en el valor aritmético inferior al uno, ideado por los mayas. Avanzamos hacia el centro del país por una ruta distinta a la de Cortés. Con las notaciones de Netzahualcóyotl establecimos el tiempo que le llevó a Quetzalcóatl unir a México con occidente escalando y bajando por una red cosmológica de cantos y presagios. Embalsamos nuestra sangre donde la sangre reposa, luego de discurrir por acequias periféricas. Nos desollamos frente a Xipe Tótec: Carlos me invistió de amistad con su piel y yo lo investí con la mía. Cantamos las guerras floridas. Zumbó el colibrí.

Llegamos, al fin, a Morelos. Entre Yautepec y Cuautla bebimos agua de coco a placer. Entonces Carlos me habló por primera vez de la ocasión en que murió cuando era niño (desde su primer nacimiento conservaba el mismo nombre). Después de orinar bajo el arco nítido de la noche, junto a la palapilla donde estaban los cocos, Carlos conjugó en un pensamiento unificado los principios de la relatividad general y los fundamentos de la mecánica cuántica. Sondamos a partir de ese hallazgo los entes fantasmales que rondan con su ínfima materia al átomo, constatamos la materia oscura tras los telones de la radiación de fondo, ese murmullo que sobrevive a la Gran Explosión y que nos recuerda que la separación de las proporciones tanto muy contiguas como enormemente lejanas es el infinito. Mediante aquella unificación también dedujimos que a la deriva de los colosos cósmicos corresponde la singular agregación de partículas elementales que dan forma y conciencia a nuestros cuerpos: somos una configuración del universo, hecha con sus elementos arcaicos, los mismos que estallaron hace catorce mil millones de años. Varias noches hablamos y bebimos rodeados de mujeres jóvenes, trabajadoras, apetitosas y desnudas; frecuentamos uno o dos lupanares de Jiutepec con fachada de motel, y una cantina diminuta cerca de Tejalpa. Carlos decía tener quinimil años; así se presentaba ante sus muchachas. Para entonces yo ya era viejo.

Desde nuestro regreso a México, Carlos me habló con esmero y cariño de Pinotepa, su tierra, y únicamente después de haber viajado juntos durante más de sesenta y seis años entre Grecia y México pude aproximarme a la naturaleza de su terruño. Entonces, y sólo entonces, comencé a escribir algunos relatos que reúnen a las ánimas amorosas de Carlos; dentro de su alma, esas presencias juegan, mueren, aman y matan en las arquitecturas y en los parajes matemáticos de Escher. En los relatos escritos por mí, esas presencias no son sombras platónicas, pero tienen la insinuación de las penumbras y apenas el fulgor de Marte visto desde la Tierra cuando el espíritu sale de las cuevas al languidecer la tarde.

La infamia y una ignominia alejaron a Carlos de Morelos; hoy trabaja en Querétaro; imparte clases de mecánica clásica, razona con jóvenes, seduce y encanta con renovados bríos; explica las leyes del movimiento de Newton, basado en las reflexiones de Hamilton y Lagrange, concepciones relativas al principio de mínima acción. Carlos está interesado en conocer el sitio al que llevará a sus alumnos: ¿La duda? ¿El éxtasis? ¿La angustia? ¿El clinamen? ¿Los poros? ¿El limbo?

Quien sabe si los efectos postreros del calentamiento global, el despotismo político, la corrupción administrativa o el adueñamiento del país por parte del narcotráfico hundan a México. Quién sabe si quede separado en una masa meridional y en otra septentrional lo que dejaría de ser América, y se mezcle el Pacífico con el Atlántico encima de lo que es todavía la especulación de una república. De ser así, Carlos y yo podríamos reunirnos como buzos amigos en las ruinas de la futura Atlántida.

Hoy oprimo unas teclas y de ellas brota Carlos con sus surtidores de fuente gigante. Qué gusto, su nombre encabeza estas columnas y filas de letras, organizadas en memoria de la singular presencia que ha desencadenado su ausencia.

jueves, 6 de marzo de 2008

Nocturno femenino

O será como aquella ocasión en que mis pasos en la ciudad desconocida, haciéndola mía en la corta estancia en ese suelo extranjero, me revelan una calle con farolas en donde penetro, para beberme un pedazo de noche antes de dormir. Porque dormir es lo último en que pienso cuando conozco una nueva ciudad. Penetrar en esa calle y andarla, desparpajadamente, sin el aviso de algún conocido que me indique por dónde andar y por dónde no conviene, o según las necesidades de cada quien, hallar lo que nunca podría hallarse en los tours guiados para turistas.

Sucede que camino y me adentro, con la noche subiendo a cuestas, para descubrir a unas mujeres recargadas en las paredes de las viejas construcciones. Cabellos ensortijados, cabellos lacios, de colores increíbles, de faldas y botas. Sigo caminando y observo a mujeres de todo tipo: bellezas negras que salen al paso, cada vez con faldas más cortas; mujeres de cabellera rubia que agitan su andar en el calor de la obscuridad. Gabardinas que se abren para mostrar encantos de mujer, ropas de colores, pieles, manos que atraen. Y más allá hombres, fumando, adolescentes esperando que alguien les remueva la existencia por momentos fugaces. Una mujer de cabello de colores y guantes negros pasa a un lado, algo dice con el acento tan difícil de centrar, seseando y casi en un murmullo. Me detengo cuando una chica delgada, con chamarra negra y una maleta se dirige hacia mí y me encara. Abre la maleta y sin más, ofrece el contenido. Tal vez ni siquiera digo un no, apagado.

Me detengo y el revoloteo de mujeres me marea. Doy la media vuelta, tranquilo, como cediendo espacio a mis pasos carcomidos por la sorpresa, un tanto la adrenalina que se instala y me provoca el tembladero de manos que conozco. Paso a paso, me dirijo de nuevo a la calle principal. Hay mujeres que son, marcadamente, latinoamericanas. Un gordo se acerca a un jovencito que tira su cigarro. Resuenan botas, tacones. Una chiquilla, que no tendrá más de 18 años, se mesa el cabello corto y retoma el paso. He llegado a la calle principal. Camino en sentido contrario. Se me enredan, en mi andar, los cabellos multicolores, las ropas, los pasos, las bocas pintadas de matices extravagantes. Camino hacia la soledad de las luces y hacia la horda de gente que se dirige, pese a la hora, a ningún lugar…

martes, 4 de marzo de 2008

Dylan

Hay en abundancia engranes, tuercas, remaches, tornillos, rondanas, vigas, sinfines y soldadura autógena y eléctrica. Son elementos que al combinarse ponen en marcha la construcción de una vanguardia inesperada. Está el trabajo de músicos y obreros que lo fueron tras emigrar a las ciudades desde ranchos agrícolas y ganaderos. Atrás están los esfuerzos de los esclavos negros que dejaron los cultivos de algodón en medio de la música incomparable de sus cantos onomatopéyicos y de su insurgencia acústica. Junto a ello está la labor de los jóvenes pioneros del grito y la nostalgia en el meridiano psicotrópico del siglo veinte, quienes llevaron adelante el vagabundeo, quienes dieron cabida a la belleza explosiva en sus palabras comunes y cortantes, con el cauterio de sus ritmos metonímicos.

Se instituyen agregaciones de metales acoplados con suavidad o por la fuerza, suceden acomodos inusuales ahí donde un desvío decide el cambio de rumbo de las geometrías dominantes para establecer un retorno o un cruce inesperado, o aparece un remate bífido donde hubiese cabido esperar un final unívoco, o se resuelve un escape de la figura naciente para ella misma realizarse en una forma sorprendida de su aspecto y sorprendente por su uso. Es la fundación de un nuevo orbe, de un mundo gutural y sibilante, marcado con la espiritualidad de quien se abre de una vez y para siempre en las grietas de un sonido decidido al constituirse, que se hiende en los huracanes del subconsciente, que se raja y multiplica en los maremotos de las ruinas civilizadas, en los tropos de una voz rasposa, prófuga y acariciante.

No hay duda, la forma sonora tiene conciencia de su estructura, se recrea a sí misma al fluir simultáneamente en su envés y su revés. Es maciza en su constancia arquetípica, está cinglada por su aspiración a sostenerse firme pero dúctil. La forma diserta con sus partes: imbuye, itera, yuxtapone, sobrepone y se traspone. En su caso, los fuegos azules sueldan lo que no tiene más remedio que poseer una fijeza unitaria y durable, y las chispas ornamentan la función blanquísima del calor cuando éste alea durezas en un punto situado por encima de los puntos de fusión de los metales. En su caso, ocurren conexiones de precisión absoluta y ensamblajes exactos sin intermedio de temperaturas altas, sólo suceden con el concurso de las manos aplicadas a los menesteres del tornillo, de los giros helicoidales y de las roscas. Las guitarras eléctricas, el piano, el teclado, el contrabajo, el violín, la armónica y las percusiones son la horma y el arreglo de la estructura, poseyendo y siendo poseídos por pautas que sobrepasan al autómata espiritual y a la Máquina de Turing. En sucesiones hiperrealistas de imágenes, sensaciones y recuerdos, se funda otra vez la gran ciudad mental y emocional de la segunda mitad del siglo XX.

Los cimientos se afirman con mezclas de grava y cemento. Las armazones de metal se yerguen. El concreto atrapa las sustancias fugaces del deseo y las enarbola, constantes, mutables, extasiadas y gozosas. Las ciudades arrasadas se levantan sin promesas, sólo se reaniman a través de sus barrios, de sus plazas, de sus avenidas, de sus calles y de sus parques con destinos polimorfos. Las tentativas militares se desarman. Son desactivadas en el aire las bombas que amenazan a las urbes renovadas. Las balas se licúan en la atmósfera. Las palomas dejan en el vuelo sus plumas rojas. Todo está en el extremo al mirar hacia adentro. Dylan construye con su banda la arquitectura de un nuevo renacimiento, nutridos con luces blancas, ocres o ambarinas, o sepias, y azules. Con una mesura educada en el desenfreno, la banda y la voz de Dylan levantan ciudades donde hubo masacres y donde hay rescoldos de tiranos que se incuban en la oscuridad de sus escombros. Sobre todo, la voz de Dylan restaña con heridas nuestras las heridas de los otros; restituye la magnitud de la palabra hecha canto, festival, belleza y liturgia.

Durante menos de dos horas de un concierto irrefrenable, giran, en fin, tornillos, tuercas y sinfines; levitan grúas retráctiles, que levantan trabes, afirman columnas, enmarcan paredes, montan puertas, encajan celosías, plasman ventanas. Corren retroexcavadoras de orugas presurosas, que habilitan el auge del cemento y de las luces artificiales creando mosaicos donde cavilan los prados de tabaco, amapola y hierba verde. El mundo no tiene más fin que la finalidad de los colores libres.

El color de mi muerte no tiene otro color que el de la vida afirmándose. El músico fue el vidente. El vidente es el que escribe. El que escribe es el que calla. El que calla es el que canta. El que canta es el que toca. El que toca es el que viaja.

Una vez concluida, la gran ciudad permanece inhabitada. Vivimos de paso en las calles, acampando unos instantes en las esquinas hasta llegar a las afueras. Y seguimos. Los caminos es lo más cierto que tenemos.

Desde allá, desde lejos, desde afuera –tan cerca y tan dentro–, oímos a Dylan respirando en un sombrero de apariencia caliza, de ala grande, plana, rotunda. El mundo vibra absorto. Mi hija está a mi lado; se aniña, se achica, aumenta, se agiganta, sigue los ritmos con los dedos; mueve así las marionetas que escenifican sus pasados posibles y sus años ideales. A mi lado están Boris y Diego; decrecen, crecen, saltan, son notables, eminentes, infranqueables. Y desaparecemos. Reaparecemos luego con otros nombres en otras caras. Hemos nombrado los caminos con los únicos alias que tenemos.

Bob Dylan estuvo en el Auditorio Nacional, el 26 y el 27 de febrero, en 2008, en la Ciudad de México.

Dylan deshizo lo que hizo, rehaciéndose en las encrucijadas de lo que fuimos y de lo que algunos seguiremos siendo.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.