martes, 27 de julio de 2010

José Luis (Ría)

Durarán varios años sus palabras escritas en los cuadernos de trabajo, después se irán a la basura junto con otras carpetas. Lo mismo ocurrirá con las imágenes que grabó o con las fotografías que hizo. En mis recuerdos inconstantes durarán sus risas hechas con el sonido de un formón desbastando las caras de los muebles que ensambló cuando era joven. Durará en mis afectos su mirada de hermano compasivo que perdona las estupideces del amigo tonto e inexperto. Un muy largo tiempo durará esa mirada, la memoria de su generosidad.

No tomamos en cuenta, ah imprudentes, que el revés de la magnífica buena suerte de habernos conocido nos llevó a cada cual a naufragar en las páginas ya no escritas de nuestras bitácoras.
¿A alguien le es dado dormir bajo un techo rentado o prestado y despertar en la desembocadura de su destino, en el camarote o en la cubierta de una nave que está a punto de zarpar hacia el final de una extraña vida perpleja, y mirar a ésta indivisa? Me parece que algunos podrán, pero no muchos lo harán en los puertos de una amistad sostenida por un irrepetible trasiego fraternal.

Si de desembocaduras se tratara el curso hacia un destino, para confortarme diré que tuve una vez la fortuna de estar con José Luis en río Lagartos, de platicar ahí, con unas cubetas de cervezas, acerca de nuestros hijos, de sus destinos, de nuestros fantasmas que se extasiaban durante unos momentos con las agrupaciones de flamencos, rosados, casi rojizos, como el sol que más tarde se habría de poner, mientras la Tierra daba media vuelta más y cada uno se tuteaba, vitalmente, con los brazos de mar. José Luis murió no tan lejos, como vivo yo aquí, de esa ría evocada. Él me ideó en su amistad. Lo voy a inventar embarcándose en los esteros hasta decirle adiós en las puertas del mar. No lo veré nunca más.

viernes, 23 de julio de 2010

José Luis (Vio)

Durante una semana demasiado atroz por la ingesta inopinada de Caña Viejo, José Luis recapituló su vida; fue un jueves. Él salió muy temprano de la oficina; había ido aunque estaba de vacaciones porque quería terminar un trabajo urgente. En la tarde me llamaron por teléfono para avisarme que mi amigo estaba mal, hablaba con rara ilación junto a la ventana de la casa rentada. Arturo estaba junto a él cuando llegué. José Luis había quedado deslumbrado –él mismo me dijo– con el atisbo repentino de sus más de cincuenta años de vida. Una luz lo cegó entonces. Yo no cumplía aún los cincuenta, no podía entender un extrañamiento así. Salió de la casa. Encandilado, caminó a solas por el estacionamiento del vecindario, me dejó hablándole a la botella de alcohol. Él hablaba a solas, a voz en cuello, por detrás de los autos aparcados. Merodeaba zonas desconocidas, gallardo, bizarro, sumamente seguro de sí. Se fue silenciando con la aparición de la noche. Volvió a la casa. La noche de ese jueves durmió como si fuera a vivir para siempre, satisfecho, exultante, confiado. Lo acomodé en su sofá. Me derrumbé en la esterilla del piso de arriba. La mañana siguiente fuimos a trabajar como si acabáramos de salir ilesos del derrumbe de las minas en que nacimos. Pero en verdad nunca salimos de esas excavaciones, algo de él, algo de mí, quedó atrapado para siempre bajo las lumbreras que derramaban columnas de luz en la oscuridad. Ciegos, vimos lo que se podía inventar. Tengo cincuenta y dos años, y todavía no he visto lo que vio José Luis.

jueves, 15 de julio de 2010

José Luis (Días)

Una vez terminado mi turno, los domingos, como a las nueve de la noche, lo veía en la casa que él rentaba y donde me daba asilo; casi siempre estaba metido en una playera de algodón y pantalones cortos; sudaba, había terminado de barrer y trapear el suelo con afán inusitado; sintonizaba boleros cubanos, cumbias o huarachas en un radiecito y bebía Caña Viejo, un aguardiente tosco para la lengua e intimidante para el cerebro. Después de pláticas banales y exquisitas, tras bebernos un litro y medio de aguardiente, él quedaba tumbado en un sofá maltrecho de la planta baja; yo, en el suelo, sobre una esterilla, en uno de los dos cuartos del primer piso. Antes de subir, catatónico debido a los martillazos del Caña Viejo, me detenía unos segundos para ver a José Luis descogotado, indefenso, roncando con la mandíbula desencajada, abatido por un cansancio que buscaba conseguir a cualquier precio. Necesitaba trabajar y beber frenéticamente, hacer todo con perfección única, con acuciosidad infatigable. También necesitaba no estar solo, no sentir la soledad haciendo mella en su trepidante biografía. Cada cual dormía a la vera de sus historias, tantas veces contadas entre nosotros, en segmentos de días sobrios y ebrios tan cercanos entre sí que desaparecía a simple vista la separación entre las partes. La vida era dichosamente imperfecta y monolítica. En aquella clase de tareas y de entretenimientos iba dejando José Luis sus últimos días saludables. Con esa clase de sueños corría el cerrojo de sus últimas ventanas; yo también cerraba mis postigos. Nos íbamos quedando solos, cada uno en su soledad. Así se nos iba la vida por esos días.

viernes, 9 de julio de 2010

José Luis (Ya)

Los domingos llegaba antes de las ocho de la noche. Se detenía en la banqueta de la portería. Era parco. Usaba frases cortas. Unas veces me regañaba porque le parecía ominoso que yo fuese portero. Me reprendía sin que tuviera oportunidad de rezongar ni de reexponer las causas que me llevaron a tomar ese empleo. Y era claro que él mismo me había ayudado a buscar ocupaciones simples y de pago ínfimo pero inmediato. De hecho, celebramos el día en que me aceptaron como vigilante de la unidad habitacional. José Luis me provocaba como si fuese el hermano mayor que no tengo. Junto a la caseta de vigilancia, me señalaba con el dedo, amenazante, echándome en cara que estuviera en la banqueta todo el fin de semana pudiendo ganarme algunos pesos atareado en otra clase de faenas, aunque en verdad no las conseguía. Me recriminaba por dejar irse la vida a través de mi absoluta incapacidad para ganar dinero y de mi estólida, empecinada, responsabilidad. Pero sobre todo me atosigaba por el hecho de ser portero, de barrer las banquetas y tomar pedidos de gas. —Eres un imbécil, me decía a gritos. Y se iba caminando muy orondo por el estacionamiento. (Sordo a mis excusas, me dejaba indefenso). Era una manera de incluirme en los círculos concéntricos de sus afectos, a los que había entrado desde hacía muchos años. Sin embargo nunca fue tan claro el conocimiento de saberme en esos terrenos como cuando me vituperaba con sus regaños de hermano mayor. Me gritaba, manoteaba en el aire, refunfuñaba, se apartaba de la portería, iba a la casa donde me esperaba para beber, fumar y platicar, para dejar que el tiempo nos consumiera, y ya.

sábado, 3 de julio de 2010

José Luis (Y…)

Inseparable de la oscuridad, mi amigo se deshace entre los forros de su cámara. No requiere luz. Va tornándose cada vez un poco más indistinto de su espacio, aunque en lo que reste de él se conservará durante muchos años la firma biológica de su identidad, en aquello que resulte de irse sustrayendo dentro de su caja: desbaratamiento secular. No irá a ninguna otra parte, porque para los muertos no la hay. Decir que su alma dejó su cuerpo y que sale del humus o se reintegra a la Tierra o que se lanza al cielo o se abalanza al inframundo es una idea. El alma existe en el lenguaje como sugerencia de significación a menudo fortuita, no tiene otro lugar probable que la hospede ni la geste: un cuerpo vivo es sólo eso, un cuerpo muerto también es lo propio. En fin, hablar del alma de los montes o de los animales y del espíritu de los encinos o de las selvas es un tropo demasiado grande, un recurso útil para llegar gradual y no abruptamente al despojamiento de un principio proteico de verdad.

La vida es majestuosa y frágil. La muerte es imperial y fuerte. Lo muerto reclama lo vivo. Los muertos tienen los nombres que los vivos les dan. Los José Luis no son José Luis. Son los. Fue él. Yo en la vida. Él en la muerte. Me pesa extremadamente no verlo más, no encontrarlo a la vuelta de una carta, al otro lado del teléfono, aunque fuere en el cuarto de convalecencia de un hospital, con la tibia esperanza de que será dado de alta otra vez. Me duele no verlo frente a la taza de café en que bebo mezcal. No conseguiré mirarlo por encima de esa ausencia suya que, de tan densa, me impide hablar de los últimos años de una vida extremosa y llorar –simplemente llorar.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.