jueves, 19 de junio de 2008

Miscelánea

Terminé. Las tomas y secuencias eran correctas. La edición estaba lista. El montaje era simple, austero, así pensé en Morelos, en la mesa de edición, tras revisar al hilo los spots; en una primera tanda produje unos diez o doce, uno por cada persona. Los pintores estaban atareados en sus cuadros, el escultor y las grabadoras hacían lo que correspondía, Jis trazaba caricaturas sobre una mesa de dibujo, Jorge Esquinca tomaba un libro de su biblioteca e iniciaba un manuscrito, Emilio García Riera revisaba una película mexicana en un reproductor de video y parecía dispuesto a escribir unos apuntes. Todos interrumpían su actividad y miraban a la cámara, hablaban. Al suspender el ensayo de una obra de teatro, Yosi Lugo y Moisés Orozco invitaban a usar el agua de manera apropiada. Ricardo Monroy leía en su casa un libro de Yukio Mishima, luego revisaba algunas fotografías y después asumía de frente la cámara. En Guadalajara había producido las tomas con mucha rapidez y cansancio pero ya empalmadas manifestaban una realización sobria y serena.

Sin embargo los spots no estaban sonorizados. Tenía dos pistas musicales que fueron producidas a manera de demo; debía elegir una de ellas; una fue compuesta por Alexis Blaess, la otra por Julieta Marón. En la música de Alexis dominaban los timbres brillantes, un ritmo variable pero sencillo, los ambientes festivos y una perseverancia impulsiva que progresaba en líneas quebradas. La composición de Julieta era pausada, de tonos medios, de acentuación rítmica urdida con sigilo, con un arreglo electrónico concentrado en movimientos ondulatorios. Elegí la música de Julieta; luego utilicé otras propuestas de Alexis para musicalizar una obrita de teatro guiñol creada e interpretada por Mercedes, Ana y Andrea.

En algún momento pensé que había escogido la música de Julieta porque ella me impresionó vívidamente cuando la conocí. Mercedes me llevó a casa de Julieta para convenir el posible uso de su música en los spots que serían televisados. Era una mañana nublada, fría. Guadalajara estaba extendida como el manto agreste de un erial rociado de llovizna. En aquella época mi vida empezaba a desordenarse y, sin percibirlo, estaba enfilándose hacia los extremos de casi todo. Más tarde mi vida fue desquiciada y excesiva, con tanta pasión desbordada que caía al suelo y no obstante avanzaba de prisa, como una cobra repentina que relampaguea en las arenas buscando remedio a la sed en sus propias toxinas. Pero antes de que así sucediera Julieta nos ofreció jugo, agua, té y café; yo le pregunté si tenía whisky; trajo un par; uno fue para Mercedes y otro para mí. Quizá Julieta bebió jugo o café, o nada, no recuerdo. Yo bebía hipnotizado, estaba en el filo de un sofá mirando de reojo pero con fuerza a Julieta, quien charlaba con Mercedes. La presencia de Julieta me inquietaba. Yo no era nada para ella.

En otro momento llegué a pensar que había seleccionado la música de Julieta porque sus atmósferas hacían resonar mis manías emocionales: nostalgia, sensualidad proteica, evocación, ensimismamiento, concentración en el asombro del otro, desenlace de la angustia, melancolía indulgente, cierta tristeza apechugada con cautela. Había en la música de Julieta una escalera de caracol desde la que se divisaba y quedaba inconclusa la arquitectura de construcciones anímicas, había evanescencias de horizontes nublados, disimulos de troneras en cerros tajados, ejercicios de niebla, tesón de aguas trémulas. Quien escuchase esa pieza debería completarla en el silencio de su sensibilidad encubierta.

Es obvio que mi atracción por la música de Julieta tenía la misma ligadura que me atraía hacia ella. Y también era evidente que yo no había causado ningún interés en Julieta. Con esa doble evidencia musicalicé los spots. Me parece que las imágenes y la música crearon una mixtura afortunada, quizá porque en los fundamentos del ejercicio expresivo, cuando ocurre un acto de creación, aun separadas, las tensiones espirituales de quienes concurren en esas tareas se incorporan e infunden vida a la urdimbre de la pieza forjada. En ese tipo de actos sobreviene una amalgama sorpresiva de intuiciones a veces afines y a veces disímbolas, pero la hechura definitiva compagina las diferencias y las similitudes en una miscelánea unitaria y vívida. Mercedes logró la difusión de los spots en un canal de Guadalajara, después hizo lo mismo en Sonora; su trabajo fue un auténtico triunfo. No sé qué habrá sucedido después con ese material; han pasado más de diez años desde que lo hice, en realidad transcurrieron ya casi cuatro lustros.

La semana antepasada digité el nombre de Julieta Marón en un buscador de Internet. Ahí estaba ella, en su madurez y en su sensualidad vagamente incorporal, en fotografías de tinte azul sobre un fondo blanco, como acuarelas pintadas con brochas gruesas de finísimas cerdas; en sus ámbitos cerrados y en las sinécdoques de su talento, en fotografías a color, como íconos de tinturas electrónicas. Ahí está ella, con sus poses fotográficas, con sus gestos leves, con su distancia de sonido interior. Allá está ella, en su contingencia inalcanzable. Allá está ella, viva en sus heterónimos, que llevan los nombres de las notas musicales moduladas con belleza. Yo estoy acá, extraviado en su música persuasiva, desdoblado en el carrusel de las invocaciones. Estoy aquí, en el preámbulo de la ceguera nocturna, días antes de que junio anochezca.

Y escucho Noche clara en la página electrónica de Julieta. Abrogo entonces de facto la ley del silencio, con los dedos que percuten en el teclado estas letras. Y también en aquel espacio escucho y veo el videoclip Qué rayos pasa, y me pregunto qué rayos pasa. ¿Por qué un punto luminoso empleado de manera insistentemente molesta como efecto de postproducción no clausura la verdad del rostro y de los ojos de Julieta cuando canta y prologa una danza? ¿Por qué los desenfoques constantes de la imagen de Julieta, también ingratos con ella y conmigo, no velan su sensualidad hechicera y mística, no la privan de ésta?

Es así porque Julieta sigue siendo para mí una realidad acústica cuyo contenido sustantivo es el hecho escueto de sólo poder escuchar su música, la imposibilidad de mirarla en vivo y de cerca, la improbabilidad de encontrarla en la calle e invitarle un jugo, un café o un whisky, o de hacer una llamada telefónica y escuchar el timbre de su voz hilvanando frases coloquiales; continúa siendo una realidad sonora cuyo contenido esencial es la palpitación de mis propensiones emocionales, de esas manías anímicas borrosas, confusas, ambiguas, definitivamente abstractas y reiterativas. Es así porque Julieta forma parte de recuerdos misceláneos, sustanciados en otras memorias que se asocian a veces sin pauta y a veces bajo pautas predecibles. Éstas y aquéllas se acomodan al capricho fantástico de los deseos, de las sospechas, de los sueños. Julieta es una orquesta que afina las cuerdas tras bambalinas, el revuelo de un rehilete en la balaustrada de un puerto soñado, una voz comedida conmigo cuando recuerdo que la conocí y que me valí de su música para dar horma definitiva a un conjunto de spots.

Después de haber hecho cerca de veinticinco spots para Mercedes realicé más de un centenar de videos, de distintos géneros, en muchos lugares. Después de veintisiete años de trabajo he creado y he participado en la realización de más o menos de 380 videos; rondando los primeros cien o ciento cuarenta fue cuando conocí a Julieta. Estuve atrapado en las imágenes y en los sonidos de lo que antecedió a ella, luego empecé a escapar hacia el centro de lo que vino después de ello. Hoy dejé atrás todo eso y recuerdo imágenes inmarcesibles, representaciones anárquicas, formas vicarias de las formas auténticas, formas que de varias maneras me atrapan progresivamente en sus significados inciertos, variables. Tras esas formas, hoy me inclino sobre las palabras, las agito con las manos y las bebo. Hoy está a mi lado una amapola sedienta, una orquídea epifita, una caracola de los médanos, una magnolia desenvuelta, una medusa plena de desencuentros. Son representaciones fraguadas con palabras, no con imágenes, del recuerdo de Julieta, y de la memoria de aquellos spots que hice.

La semana pasada volví a Jalisco y tomé un tequila clerical en casa de Mercedes, por invitación de ella; bebimos a gusto con Pesho y Roberto. A Mercedes le dije que escribiría sobre Julieta, y que le enviaría un mensaje a través de la Red. Nunca escribiré a Julieta, sólo conseguí merodear su nombre con estas palabras. Sin remedio, estoy atrapado en la fanfarronería y en la timidez del hombre nostálgico que en mí podría estar renaciendo, con controversias, con tropiezos.

Creo saber qué habrá mañana detrás de esta ventana desde donde veo la lluvia rociar el suelo, con rayas líquidas de escasa fuerza que estallan con puntos chispeantes y trajineros. Sé que la próxima semana regresaré a Guadalajara y a Los Altos de Jalisco; quizá veré otra vez a Mercedes y estaré en Yahualica. No sé si más adelante algunas pasiones me harán caer de nuevo y zigzaguear por el suelo como una serpiente presurosa que ansía beber su propio veneno. Es bueno saber que estamos en junio y que avanzamos entre las lluvias hacia el invierno. Mantendré abierta la miscelánea donde algunos sucesos se agrupan y van desmenuzándose en recuerdos que por su alteridad creativa no admiten gobierno.

sábado, 14 de junio de 2008

Unas rondas de mezcal

Simplemente habíamos pasado al mercado a buscar una guayabera y se nos ocurrió entrar en la casa del mezcal, en el centro de Oaxaca. De ahí a la serie de rondas que siguieron nos acompañó la música de la rocola hasta más no poder. Ida al baño y de regreso a la siguiente ronda de mezcales. Habría que imaginarse a tres que entraron muy orondos y que salieron medio alegres y con un andar sospechoso. Y habría que dejarlo en el andar, pero me ha dado, cuando me tomo unas copas demás, por soltar la lengua y, los que me conocen en mi mudez, quedan sorprendidos porque no paro de hablar.

De la ciudad de Oaxaca a Yanhuitlán me la pasé diciendo una sarta de pendejadas que no puedo reconstruir a conciencia. Es más, cuando llegamos a casa de la hermana de Eduardo y nos invita a cenar, yo ya estaba fuera de mí porque poco recuerdo: al día siguiente, al vaciar mis bolsillos, encontré algunas servilletas con teléfonos y correos electrónicos desconocidos. Parece que me solté a hablar acerca de zonas arqueológicas y uno de los comensales se interesó tanto que me dio sus datos. Uno de los correos electrónicos era de la sobrina de Eduardo —según me lo confirmó él después—, pero, con la pena del mundo, no he podido recordar qué le iba yo a enviar.
Así que el mezcal me alebresta la lengua. Los tragos me sueltan un discurso inacabable y tal vez lo que diga sean puras invenciones en el momento o las más acérrimas verdades, no lo sé. Lo que sí sé es que podría ser el suero de la verdad para mí porque no me pongo pesado con la frase de “yo te quiero un chingo”, sino que me sale a flor de piel decir las cosas sin tapujos. Eso creo, intuyo y acomodo, según lo que me contaron los compañeros que también tomaron las mismas rondas de mezcal. Ya luego, el sueño me invadió hasta que llegamos a Tehuacán, donde nos quedamos en un hotelito. Vuelta y vuelta de cabeza, con la borrachera encima no podía dormir, hasta que, al fin, lo logré.

Al día siguiente lo más curioso, ni trazas de cruda alguna, ni de memoria completa ni de hilar los temas de los que hablé bajo el efecto del mezcal. No sé si los cuates me cuentean con todo lo que dije, pero estoy seguro de que todo es pura invención literaria; hasta esto.

jueves, 12 de junio de 2008

Llegada a una de tantas Luvinas

La entrada al poblado estaba franqueada por dos viejas casas en ruinas, que provocaban que el camino de piedra se angostara de pronto y una sensación de opresión me invadiera, al dejar atrás los campos abiertos por donde habíamos pasado. Era así que llegábamos a uno de los pueblos que sería inundado por la nueva presa, en los Altos de Jalisco. Estas dos construcciones que marcaban sin un solo letrero la entrada única al pueblo estaban desmoronándose por el tiempo: paredes de tierra erosionadas, secas a fuerza de cuchilladas constantes por los vientos y por el sol. Detenidas solamente por un esfuerzo de la memoria.

Lo he dicho y lo repito: esperaba que Pedro Páramo nos saliera al paso. La calle continuaba con las casas apretadas, con miedo a desaparecer, a abrirse al espacio y apelotonándose por si una ráfaga de viento rugía su furia, su tempestad sobre ellas y pudiera arrancarlas de la tierra. Casa tras casa, puertas cerradas. Ventanas olvidadas. Casas cayéndose.

Una tiendita abierta, a la derecha y, a contraesquina, un espacio amplio, una pequeña plaza con la iglesia, un kiosco y un árbol que daba la única sombra en ese lugar. Sol casi a plomo sobre las casas, sobre los terregales de estancias de pobladores escondidos tras sus puertas. Tal vez muertos, tal vez fantasmas.

Bajo el árbol nos recibe un señor con sombrero y bastón. Amable, nos hace la plática y me da la impresión de que en cualquier momento se puede esfumar, haciendo remolinos en el polvo. Mientras Roberto y Eduardo se quedan platicando con él y Gemma va a la tiendita, yo me doy la vuelta para ver la iglesia. Sin estilo, sin nada atractivo, con una reja que impide el paso. Me dirijo al kiosco, subo, para ver si hay otra vista del poblado. Apenas alcanzo a ver el patio interior de algunas casas, también en ruinas. Las paredes carcomidas, como si feroces coyotes gigantes hubieran mascado a dentelladas los adobes y los ladrillos. Veo más ventanas olvidadas, con cortinas que alguna vez se levantaron y que ahora permanecen mudas e inmóviles. Me parece que detrás de cada cortina espera un difunto. Tal vez habrá algunos esqueletos sentados en las viejas mecedoras. Tal vez no haya nada dentro de las casas. O sombras que atraviesan esos espacios cerrados.

Me reúno con el grupo. El señor, campesino de toda la vida, ya no puede trabajar porque está mal de la cintura y lo demuestra, porque se levanta y se sienta, se apoya en una pierna y en la otra, como no encontrando tranquilidad al dolor molesto de la cadera. Hablando, reclama que quienes han venido a platicar acerca de la presa lo hacen entre risas, como si fuera un chiste el hecho de que los pobladores tendrán que cambiarse de lugar de residencia, este pueblo que ha visto pasar por lo menos ocho generaciones, según nos cuenta el campesino. También dice que los asuntos serios se hablan sin risas y que nadie ha venido a hablarles seriamente sobre su futuro reacomodo. Que las tierras que les ofrecen unos metros más arriba, donde será el nuevo poblado, son pedregosas y no aptas para el cultivo. En las tierras que hoy pertenecen a los pobladores se siembra maíz y chile, hay un afluente del río Verde en el fondo de la cañada y pueden regar sus parcelas. Arriba no tendrán ni tierra apta, ni cultivos, ni riego.

Un rato más y nos despedimos del campesino. Era hora de visitar el río, ver algunas parcelas rebozantes de cultivo de chile y aspirar un poco de polvo. De regreso, al pasar por el poblado, veo el árbol y a unas cuatro o cinco personas que se han juntado para platicar, seguramente, de los extraños que acaban de llegar: nosotros. Los fantasmas que se juntan para conferenciar antes de volver a sus casas tapiadas de soledad.

No quiero voltear hacia atrás cuando salimos del poblado porque temo ver que, con un remolino de viento y tierra, deje de existir ese lugar espejismo, donde estuvimos, con sus casas derruidas. Con su lento estar lleno de hastío, con sus paredes desgajadas y sus espectros saliendo a mediodía, montando un escenario para aquellos que todavía visitan este lugar que no aparece ni en el mapa.

sábado, 7 de junio de 2008

Camino de terracería, por favor

Y sí, de pronto, en ese andar en camioneta durante gran parte del día, uno ve pasar las manchas verdes de los árboles, hasta que se llega a un camino de terracería y los pensamientos se vuelven lentos, uno toma el ritmo del andar de las ruedas sobre las piedras y sobre la tierra y el asfalto ha quedado atrás como promesa de vuelta al mundo acelerado de la urbanidad. Porque aquí el tiempo se ha detenido, aquí en estos caminos de los Altos de Jalisco, los pensamientos no vienen tan rápidos: es un viaje en el tiempo, el tiempo histórico y literario, quiero decir, porque uno se enfila hacia el pasado y hacia, invariablemente, los libros de Rulfo.

Los lugares que conocimos, dos poblados olvidados, casi fantasmas, con casuchas a medio derrumbar y terrenos áridos, con las ventanas rotas y algunas alambradas descuidadas, están, efectivamente, en los rincones del mundo donde nadie va. Así que hablamos con algunos fantasmas que todavía se mantienen en su tierra con recuerdos y con el sabor de la conversación a bocajarro. Es ahí donde hago la comparación acerca del tiempo, porque en estos lugares uno podría decir que ha viajado cuarenta años atrás, ilusión que se nos quita de encima cuando vemos entrar al poblado al camión de la Coca-cola.

Pero a lo que me quería referir era a que mis pensamientos iban a ritmo de la rueda, se amontonaban, se alebrestaban, se adelantaban a mis hechos. Porque en estas fechas hay cosas que me preocupan más de lo que quiero aceptar y el cambio de camino —asfalto por tierra y piedra— me permite tomar las cosas con más tranquilidad. Ya hablaré de estos poblados, desde otra perspectiva. Hoy no puedo dejar de decir que para tomar las cosas con calma hay que caminar despacio, darse a la tarea de ver las piedras que uno pisa y eso lo conseguí viajando a estos lugares de olvido, de tierra y de sol, en una cañada que aún conserva la armonía del pensamiento calmo, constante, recurrente, pero, a la vez, fresco.

Así que cuando tomamos camino de regreso a Guadalajara mis pensamientos volvieron a acelerarse: así he llegado hoy a Cuernavaca, completamente acelerado, sin respuestas, con pensamientos agolpados de tanto machacar con rapidez el asfalto de las carreteras y autopistas.

viernes, 6 de junio de 2008

Camino al Papaloapan

Jaime Suaste y yo teníamos esacasos pesos para seguir nuestro camino hacia la cuenca del Papaloapan y nos habíamos quedado esa noche en el puerto de Veracruz, para descansar un rato, esperando que nos depositaran los viáticos al día siguiente. Apenas nos alcanzó para pagar una habitación. Sabíamos que si no depositaban pronto no tendríamos para desayunar y nos quedaríamos abonados en el hotel, sin poder salir. Tal vez aceptaran que limpiáramos algunos cuartos o que laváramos autos.
Ni Jaime ni yo llevábamos más dinero. Aunque en el trayecto habíamos comido algunas fritangas, papitas, dulces, galletas y refrescos, la panza pedía alimento. Hurgamos en nuestras bolsas. Unas monedas, apenas, descansaban ahí, acurrucadas. Y salimos, por supuesto, a La Parroquia. Hicimos cuentas, rascamos en los bolsillos y con esas monedas esperanzadoras cenamos magistralmente, como no esperamos cenar para quedar satisfechos: cada quien tomó un café lechero y un pan. Como la merienda que me servía mi abuela.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.