martes, 26 de febrero de 2008

Olvidos

Primero fue el teléfono celular, ese aparato al que nunca me podré acostumbrar. Busqué en mi maleta, en el automóvil. Hablé a Teresa Rojas por si lo había dejado en su casa. Y en verdad no fue un olvido, más bien lo había perdido. ¿Perder algo es como olvidar? Sucede entonces que las dos últimas veces que he ido a la ciudad de México olvido algo. Esta vez fue un libro en un locker de la librería Gandhi. Puedo justificar, la primera vez, que fue el efecto del tequila, o mi ansia de regresar a Cuernavaca, no lo sé. Del segundo, podría justificarlo por la prisa que teníamos al visitar dos librerías, tener que ir a comer y salir a una reunión por la tarde. Pero no hay justificante, ni siquiera un justificante médico. El olvido es el olvido. Ni hablar. Me di cuenta de que el libro se había quedado encerrado cuando saqué las cosas de mis bolsillos y encontré la llave número treinta y uno…

Para no dejar en suspenso, el celular apareció semanas después. Una niña de secundaria lo encontró tirado en la calle. Espero poder recogerlo pronto. Del libro no sé, entregué la llave del locker a Pesho y espero me devuelva mi adquisición.

¿Qué más he olvidado cuando voy a México? Bueno, las rutas, la trayectoria que debo seguir hacia determinado lugar, cuando no lo frecuento. Suelo tomar en cuenta una media hora más para perderme a mis anchas. Ya decía mi abuelo que tenía que llegar al zócalo para partir hacia cualquier otro lugar. Me pasa lo mismo, por cierto, como los viajes a Tepeji del Río yendo por Pachuca.

¿Me habré olvidado yo mismo alguna vez en esa monstruosa pero querida ciudad?

miércoles, 20 de febrero de 2008

Fuego

En una parcela de Los Altos de Jalisco conocí la levedad y las vociferaciones del fuego durante la quema de yerbas secas. Auxilié a don Fernando y a un hijo suyo a confinar las llamas en espacios manejables. Ellos se proponían, claro está, despejar el suelo de residuos de cosechas y de maleza desyerbada. Cada cual llevaba su apero, sin embargo el azadón, la pala y el bieldo resultaron sobradamente desproporcionados para hacer frente a la progresión exponencial que desata la alianza del viento con las flamas.

El viento es un titán que atiza las combustiones con eficacia preternatural, maligna o divina, como se quiera, pero jamás humana. El fuego es austero al principio, su cuerpo es el de una bailarina menuda, bidimensional y sedante, y, porque su coreografía es sencilla, deleita con una promesa de mansedumbre perpetua a quien no lo conoce. Un sopapo de pala lo acaba, lo aniquila un atierre hecho a patadas, un pisotón lo extingue. Por el contrario, el ofrecimiento de hierba seca, con el bieldo, lo incita a tonificar sus penachos, lo excita a abrasar lo que está cerca de sus alas. Si el viento corre, el fuego dispara estolones rápidos, enraiza, enloquece, busca con ansia, persigue una vida infinita a través de raíces espontáneas y fugazmente bermellones o carmines. Si el rumbo del viento cambia, el fuego se pliega, avanza, se despliega, prospera y se repliega con malicia en trincheras que inventa, donde el humo señala cenizas que aún no lo son; desde ahí, grana, espiga, trepa en el aire, se enreda en el oxígeno que consume, y florece; escuece y carboniza; desintegra lo que toca durante el robustecimiento volátil y continuo de su energía. La eternidad es el sueño en el que el fuego se sueña.

Don Fernando, su hijo y yo estábamos distribuidos en sectores distintos de una parcela cuya extensión era de más o menos cinco hectáreas; a cada quien correspondía la atención de un mogote incendiado de hierbas, mezcladas con pencas viejas de nopal. Haber reducido al mínimo las hogueras fue una experiencia muy satisfactoria de dominio, grandiosa, pero de varias maneras fatua. Como sea, hacerse cargo de sofocar un incendio provocado es razón suficiente para experimentar seguridad; cuando lo hacemos, se engríe la vanidad y nos entregamos a emociones fastas. Así me ocurrió. Pero el viento tomó el control de las incineraciones cuando el fuego estaba casi sometido. Para maniobrar, don Fernando se colocó de espaldas a la dirección del aire. Su hijo y yo hicimos lo propio. Aun estando distantes del fuego, el mero calor del ambiente nos quemaba las células descamadas de la piel, fragmentos de cabello, de los vellos de los brazos y de las pestañas. El olor de la quemazón incluía los pelos chamuscados. Al intensificarse el viento se avivó mi afán de dominio, mi pretensión de arrogancia. Sin embargo decliné hacia la inseguridad y el rechazo cuando el calor entró en la laringe, en la tráquea y en los bronquios, lacerándolos. Los pulmones rezumaban plasma en el interior de sus cámaras, eran calderas que troquelaban tos y dolor. La temperatura elevada impedía respirar, ver y pensar claramente. Un doble impulso de huir y permanecer galopaba entre mis instintos más primitivos, la razón y las decisiones que tomaba. Don Fernando tenía el rostro desencajado. Su hijo se movía con audacia; salía de las mareas de aire caliente para resollar fuera de ellas y regresaba enseguida a las inmediaciones del fuego con el aliento contenido. Los tres nos reuníamos para prestarnos ayuda alrededor de un mismo punto o nos separábamos para evitar la expansión de las llamas, de acuerdo con el comportamiento de la quemazón.

El fuego se esparcía doblándose y alargándose a ras del suelo; era impelido por el viento y alimentado por residuos de raíces someras. Los combustibles cremados tronaban en el aire. El vapor intoxicaba los nervios. El humo avanzaba en filas vertiginosas bajo una capa superficial de tierra, sobre el lomo de los surcos, a expensas de las raíces resecas. Las filas de humo se alejaban de los focos ígneos como si siguiesen hileras de pólvora cernida en toda la parcela. Entonces, bajo las estelas del humo en expansión lineal reaparecían las llamas, se trazaban nauyacas de fuego, áspides ágiles que inyectaban en su camino un veneno térmico para mantenernos alejados de su ataque al terreno. La parcela estaba rodeada de pirules resecos. Hacia allá avanzaban los regueros de fuego, encaminándose a las ramas para arborecer bajo el amparo de su delirio incendiario. Nuestra inquietud fue tremenda. El miedo campeaba en nosotros. Era alta la probabilidad de que las flamas generalizaran su renaciente imperio y calcinaran una superficie considerable, mucho pero mucho más allá de la parcela. Dejamos a un lado las primeras pautas de la prudencia, nos embozamos con paliacates y arremetimos contra el suelo caliente en un intento por segar el renacimiento de las llamas; mientras, las suelas de los zapatos se reblandecían y las plantas de los pies titubeaban. En una coordinación silenciosa atajamos más o menos el paso del fuego, aterramos o excavamos con los aperos los tramos de surcos donde aún no había humo ni llamas. Pese a ello, las serpientes de fuego seguían moviéndose igual que basiliscos frenéticos que multiplicaban su energía con bríos estimulados por la furia o la rabia. La regeneración y el avance de las llamas eran incontenibles. Tres personas éramos insuficientes. Cuando el cansancio mermó nuestras fuerzas, el viento empezó a cesar. Animados por ello, perseveramos en nuestros esfuerzos. Con los brazos dolientes, entre asfixias, golpeábamos una y otra vez las madrigueras del fuego. Al final, el suelo humeaba y la carne seca de los nopales viejos sólo existía como un olor agregado al ambiente, aunque las pencas conservaban su esqueleto de raqueta.

A su manera, el fuego salió victorioso de aquella batalla, porque arrasó la vida latente de semillas silvestres, de larvas, de gusanos, de lombrices e insectos que sosiegan el hambre de los pájaros. Venció el fuego porque llevó al frenesí su clímax pirotécnico, porque nos mostró la fragilidad de los cuerpos y la impotencia que limita nuestros esfuerzos cuando el otoño deja en libertad al viento, cuando el fuego purifica las eras. Pensé que el fuego es una metáfora sobrada de la pasión, del amor y el rencor; que al menos se edifica en un estallido anterior al miedo y a la fascinación, a la escritura, a los sentimientos y a la razón. Nuestra posibilidad primera es convivir con su espíritu, a la distancia que nuestra osadía y nuestra materia lo permitan. Eso sí, como el fuego, las pasiones intensas se construyen con lo que destruyen.

jueves, 14 de febrero de 2008

Otra vez

En una esquina de la plaza principal de San Luis Soyatlán, en la ribera sur del lago de Chapala, esperaba el paso de autobuses que iban a Mismaloya y Sahuayo, fisgaba la llegada de los comerciantes que sobre el suelo vendían verduras, escobillas, trastos de peltre, carpas y bagres escasos. Era temprano. Esperaba también la hora de poder descifrar con la vista el modo en que un pescador y su mujer tejían redes mientras desmenuzaban con palabras inaudibles sus vidas, me añadía a las crepitaciones producidas por el vaho incipiente de la mañana sobre los tejados, ojeaba la carretera que separaba al pueblo en los barrios de abajo, a la vera del lago, y los de arriba, en las faldas del monte. Pasó el tiempo. En una esquina de aquella plaza sentía la respiración entrecortada de las zarzas envejecidas, el sofocamiento de los perros ambulantes en el listón ondulado de la carretera, los desgarres inflingidos al velo del agua por las canoas victoriosas de los pescadores vencidos, la narcosis de un pasajero que observaba, enajenado, el reflejo de su rostro en la ventanilla de un camión detenido en el carril contiguo, enfilado a Guadalajara.

En aquella plaza adyacente a la carretera esperé la llegada de mi hijo; tenía casi un año de haber nacido. Hoy mi hijo tiene quince años y sigo esperándolo en el mismo lugar, donde detengo el paso cada vez que me siento extraño, ahíto y necesitado de esperar el casi insensible arribo de la nada, ahí donde casi todo es desconocido, incluso completamente yo. Sé que no podré comenzar otra vez.

domingo, 10 de febrero de 2008

Una forma de llegar

Era un trecho largo. Recuerdo los pasos entre el fango, tratando de no resbalar, agarrándose de las paredes lodosas de ese camino que, por momentos, era intransitable. Las botas llenas de lodo y el pantalón igual. El camino se alargaba y yo había preferido quedarme en la retaguardia para caminar a gusto y con el temor de caerme y hacer el ridículo. Pero los demás iban unos cuantos pasos adelante, todos resbalando, buscando un apoyo. Luego, el camino dejó de ser resbaladizo y frente a nosotros se abrió una inmensidad de verdor y de neblina. Uno de los lugares que parecerían nunca visitados por ningún humano. Pero la vereda marcaba los pasos de hombres, mujeres, niños, además de perros, burros y otros animales. Existía esta tierra más allá de la entrada lodosa. Caminar aún más, entrar en la neblina, hacerse uno con ese verdor melancólico y con el aire frío.

Seguimos. Rumbo a la casa del duende, así era llamado. El duende del bosque. Se contaba que era un ermitaño europeo que no quería saber nada de la civilización y se había ido a vivir a ese paraje apartado de todo, tan lleno de vegetación y de niebla. Se contaba que tenía dos perros que devoraban a los humanos que se acercaban a su territorio, dos canes maléficos que dejaban los huesos limpios de los visitantes. Gente del pueblo había visto los huesos por ahí y el rumor se había esparcido como la neblina. Hacia allá íbamos, con las bolsas de provisiones llenas de verduras, para el duende.

Me puse a pensar si el duende nos recibiría con gusto o con enfado: las viandas que llevábamos podían demarcar la diferencia. Seguimos caminando, ahora fuera del sendero. No sé cómo la gente de campo no se pierde, tiene un fuerte sentido de orientación que no puedo explicarme, ni puedo hallarlo para mí. Con tanto espacio, ridículamente nos manteníamos en fila india, como si temiéramos pisar un terreno sagrado o un terreno maldito que atrajera a los fieros canes de los que habíamos oído hablar.

Entre la neblina, nuestra guía nos indicó que habíamos llegado: la casa de duende estaba semioculta por los árboles, un gran montículo y por la neblina. No hubo perros. La guía nos contó que hacía años los perros habían muerto. Ahora, la casa del duende nos recibía, con la humilde presencia de un hogar construido lo más cercano a la convivencia con la naturaleza; por supuesto, una convivencia de un ser de ciudad emigrado al campo y con una vida casi solitaria. La casa era de adobe, grande, alta, con una celda solar usada para los aparatos eléctricos, la paradoja de estar apartado y buscar la comodidad urbana. Había un huerto, leña cortada, supuse que para la chimenea, y un depósito de agua. Nuestra guía nos contó que el duende había comprado el terreno con dos manantiales y uno de ellos ya se había secado. El otro proporcionaba el agua suficiente para los ocupantes de la casa, el duende y su mujer. En la puerta, una silueta.

Cuando nos detuvimos y nuestra guía sonrió, el duende salió a recibirnos. Un anciano con un gorro hasta las orejas, una chamarra gruesa encima y un pantalón azul deslavado. Recuerdo su sonrisa bajo el gorro y la gran nariz. Veníamos a dejar los víveres y a conocer su historia. No sé por qué, me pareció que se alegraba de ver gente desconocida. Abrió la puerta y nos dejó entrar. Allí se sentía calor, sí había chimenea, sin duda. Le preguntaría sobre la razón por vivir en ese lugar, por sus perros, por su casa y cómo la construyó. Le preguntaría cómo, mágicamente, ya no tenía lodo en los zapatos ni tenía frío. Le preguntaría por todo. Era como llegar al lugar del oráculo, de un gran maestro.

La entrevista fue otro trecho más largo que el camino de llegada y de regreso. Por la magia del duende, por masticar sus palabras en mi cabeza, no sentí el tiempo largo de retorno, ni puse atención al lodo y cómo volvía a tomar, con sus dedos, mis botas y mi pantalón. Salíamos del lugar que nunca más visitaré. Seguramente si regreso, el camino no estará ahí, ni el lodo. La neblina sí, la que oculta y revela a voluntad.

domingo, 3 de febrero de 2008

El camino más corto

Según el mesero de aquel restaurante en Puebla, éste era el camino más corto para llegar a Cuetzalan. Aunque, después de cuatro horas de viaje, lo dudábamos. Habíamos entrado a la sierra norte, en una camioneta que se derrapaba, Eduardo y yo. Buscábamos el primer acercamiento a la zona de estudio en la que nos habíamos comprometido a realizar un diagnóstico socioambiental, en la jerga que nos echamos encima cuando aplicamos nuestras disciplinas a nuestro trabajo diario. Pero llevábamos cuatro horas de camino y, según el mapa, faltaba demasiado para llegar a nuestro destino.

Las curvas eran continuas, con algo de neblina. La noche nos perseguía, así que cuando menos pensamos se había instalado, como león echado, sobre el horizonte de la sierra. No había mas que continuar, porque los pueblos que íbamos pasando eran tan pequeños que no tendrían hotel. Pensar en quedarse en casa de algún poblador era una peregrina idea, porque éramos dos desconocidos montados en una camioneta, por la noche atravesando, como fugitivos, varios pueblos de la sierra. La gente pensaría que por qué habíamos tomado el camino más largo, y de qué nos ocultábamos. Además la camioneta que llevábamos podría contradecir cualquier intento de, en esas circunstancias, ser visto como lo que verdaderamente éramos: dos investigadores perdidos en la sierra, anhelando llegar a Cuetzalan y atravesando por el camino más largo.

La otra opción era dormir en la camioneta, y no abandonamos esa idea, aunque sólo podíamos hacerlo sentados en la misma posición en la que viajábamos: la camioneta era una pick up y sólo había dos asientos en la cabina. A algún burócrata que nunca había salido a campo se le ocurrió comprar esa camioneta semi inútil: poco espacio para viajar con maletas, personas o equipo; sin peso en la parte trasera, por lo que en esas curvas se derrapaba y, cuando pasábamos algún bache de los que abundaban, brincaba de tal manera que sólo veía cómo Eduardo apretaba el volante, mientras yo tensaba las piernas.

Cuando vimos el reloj eran las nueve de la noche. Habíamos comido en Puebla y pensábamos llegar a nuestra meta cuando mucho en en unas tres horas. Pero el tiempo y la noche nos habían ganado. De pronto, en uno de los pueblos, comenzamos a ver gente tirada a orilla de la carretera. Era hora de celebrar y los hombres se habían emborrachado y llevaban sus botellas y jícaras a la calle. Se sentaban en cualquier lugar y seguían tomando. Ahí se acostaban, sin tener plena conciencia de dónde estaban. O tal vez acostumbrados a que por esa carretera ya nadie pasaba, así que tenían la confianza de tener un espacio en plena orilla del asfalto para alcanzar el sueño etílico, hasta que el frío les calara los huesos y les otorgara la conciencia mínima para alcanzar el umbral de sus casas.

Cerca de las diez de la noche Eduardo y yo tomamos la decisión de seguir manejando hasta llegar. Atravesábamos uno de esos pueblos en los que los faroles son escasos, la obscuridad cae como manto y no teníamos visibilidad más allá de la que nos daban los faros de la camioneta. Un anciano se tambaleaba a la orilla de la carretera. Trastrabilló y, como asiendo una rama de árbol inexistente estiró un brazo. Cayó a escasos centímetros de las llantas de la camioneta, del lado derecho, de mi lado. Creí que su cráneo se estrellaría con la puerta, pero apenas su cuerpo quedó en la minúscula cuneta de esas carreteras olvidadas en la sierra. Nos detuvimos y vi que respiraba. Nos fuimos más despacio. Despacio, recorriendo por la noche la sierra sin pensar más en las horas que faltaban para llegar, sólo con los sentidos puestos en el camino que se alargaba, interminable, tal vez hacia la madrugada.
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