sábado, 26 de julio de 2008

Atracción deslizante

Inicio el descenso manejando con cuidado, mientras las llantas se mantienen firmes. Es la sierra norte de Puebla y yo viajo en un auto considerado como compacto, mientras trato de conocer mejor estos lugares, el verdor azucarado de agua en el ambiente, mientras la neblina se acomoda entre los cerros y las copas de los árboles. He ido a parar a alguna de esas comunidades que no aparecen en los mapas: lugares que aparecen y desaparecen con el viento y con la neblina. Y bajo, en el camino empedrado, mientras un chipi-chipi moja el parabrisas.
Pienso si encontraré a alguien abajo o, como a veces sucede, cuando aparece un auto extraño la gente se difumina. En esas estoy cuando aplico los frenos y el auto patina un poco, no puedo controlar el volante, me voy hacia la derecha, hacia la izquierda, las llantas no pueden sacar las uñas y aferrarse a las piedras, lisas, mojadas, de hielo. Tanto aprieto los dientes, con la pipa en medio, que no reparo en el dolor de la quijada. Sólo quiero tener el control del volante. Pero ahí voy, hacia abajo, zigzagueando, como si una fuerza magnética me atrayera hacia algún lugar allá.
Es la segunda vez que me ocurre esto: la primera fue en Cuetzalan, mientras bajaba por una de las calles empinadas, con una camioneta inservible para trabajo de campo. Aquella ocasión pude detenerme rozando las llantas con la banqueta derecha. Acá no hay manera de lograr que las llantas se aferren a algo. Intento mantener el control del volante, me parece que el auto aminora la velocidad, meto segunda con un jalón que sólo hace que me vaya de lado y que las llantas pasen por encima de unos matorrales. ¿Qué hay allá abajo, tan escondido o tan atrayente que ejerce esta fiera fuerza que me arrastra?

Un puente bastante estrecho para que pase un auto. Dos cruces, una en el barandal de cemento del puente, pequeña, con una flor roja amarrada; la otra, más grande, sobre una piedra. Un río caudaloso. Voy hacia allá sin poder frenar. Aprieto más los dientes, la pipa se hace de lado. La ceniza me cae encima y una brasa desaparece en el piso del auto.

miércoles, 23 de julio de 2008

Geisha

Para Carlos Fuentes, quien ama la belleza y admira la fuerza del azar.


En Guadalajara, la “hostess” del restaurante de sushi llevaba un falso atuendo de geisha; sus senos eran dos pináculos discretos hechos con puñados de arroz; de la cintura hasta los pies era una campana estrecha de tela donde las nalgas se movían bajo el fuelle estilizado de un ceñidor que afinaba la cintura y disimulaba pero hacía más atractiva la redondez de un higo exquisitamente hendido abajo y por la mitad. Quise prolongar la abertura trasera de la falda negra que escurría bajo el kimono que no lo era, cortarla o rasgarla en línea recta hasta descubrir el remate de los muslos en las rodillas, un poco por encima del gozne suave de las corvas, para que se mostrara así, de una vez, desde atrás, la parcialidad de la piel hecha oscuridad interior, humedad, musgo y rincón, convergencia de mis desvaríos, integración de mi vigor.

Sin embargo no perseveré, se hacía tarde, debía llegar al aeropuerto, así que sólo comí una ensalada de mariscos y, a falta de sake, bebí un vodka ceremonial mirando el maniquí de carne de una geisha intocable y verdadera, parada en la puerta. Esa vez no excité el azar, ni me evadí de él. ¿Para qué? Ya volveré.

sábado, 19 de julio de 2008

Quiosco

Para Ana Ponce, quien encuentra interesante este blog y confía en la brevedad.

En Acasico vive don Rafael y hay un quiosco que empecé a dibujar en mi cuaderno de notas. El día y la noche anteriores habían sido de lluvia continua y tenía interés por detallar con tinta azul una barda de piedras mojadas que recibía luz constante en las vísperas del mediodía. Pero el dibujo quedó inconcluso apenas después de haber completado los trazos más primitivos de la plazuela y de sus banquitas despobladas. Las marcas de agua en la barda fueron secándose y mi pluma no pudo tornarlas cerúleas en el papel; me pregunto si hubiera sido o no necesario terminar el dibujo. Nos fuimos. Tuvimos que reagruparnos y salir del pueblo sin que viera de nuevo a don Rafael.

A sus 82 años, don Rafael me previno antes de ir a desyerbar la milpa: aún soy joven, comparado con él; me queda mucho por andar, quién sabe si entretanto aprenda a conocer. Pero debo cuidarme de no caer por ahí, o si caigo, como el cayó ―fulminado tres veces por infartos inesperados―, deberé derrumbarme cerca de alguien o por donde pase la gente, para que algún comedido me recoja y no muera a solas, o para que al abrir los ojos me sienta vivo otra vez.

Si lo previsto sigue su curso, en agosto empezaré a estudiar filosofía, y Acasico será inundado en un año más; entre ochenta y cien metros de agua sumergirán la comunidad y su placita central. Quién sabe si para entonces pueda abrir los ojos por tercera vez, o encontrarme nuevamente con don Rafael, bajo el relámpago rojo del cardenal que se detuvo durante unos momentos en un cable de luz, después de cerrar mi cuaderno de notas y abandonar entre sus hojas el quiosco que pudo tener como fondo una barda mojada, ese quiosco donde un cuerpo dibujado con tinta azul podría esperar, reposar o simplemente yacer.

sábado, 12 de julio de 2008

Durmiendo

Pasos sin sueño, gerundios amontonados, pasar hasta la madrugada caminando, subiendo, bajando, vaso de agua mediante, fumar una pipa. Insomnio que es compañero de días y, ahora, compañero inseparable mientras camino en este refugio que me he creado como recuerdo de que mi mundo aún existe. La computadora debe esperar un poco para ver si puedo teclear algunas frases. Pero, mientras tanto, mejor platico con mi insomnio. ¿Que cuándo aparece? Desde hace años es colega inseparable de noches frías, de lluvia, de las calurosas e insoportables noches de mayo. Ahí viene, y creo que está puesto a armar una conversación amena. ¿El tema? No importa, lo que hay que hacer es dejarse llevar, apurar las palabras, decir lo primero que se ocurra. Diógenes, me dice; Heráclito, le contesto. Herbívoro; cazuela. Torrente; mujer. Y cuando este juego se agota nos vamos con los pasajes de libros. Ahí me gana, generalmente, porque tengo mala memoria. Me dice que en cuál libro una mujer baja la escalera de su casa mientras levanta la vista hacia la ventana derecha del edificio de enfrente. Y suelo perder. Pero también a veces le gano, sólo a veces. Mi victoria se da, rotunda, contundente, cuando apago la computadora, mi luz y me meto en la cama estrecha de mi sueño. Y sigo durmiendo en todo el día, porque no se aparece, hasta después de media noche. Y vean, que tocan la puerta. Ahí viene de nuevo para nuestra cita acordada.

domingo, 6 de julio de 2008

Humo azul en Santiago

Si el director de la biblioteca fumaba su pipa y me incitaba a hacerlo yo también, ¿por qué iba a negarme? Si de todos modos teníamos varias horas en su oficina para consultar libros y más libros que él, con la maestría que da el conocimiento de su propio espacio y la visión de los intereses de los demás, sacaba de los estantes de madera los volúmenes más apetitosos a la vista que uno se podría imaginar. Los acomodaba con cuidado sobre la mesa y contaba la historia. Los mostraba como esos tesoros encontrados que no pertenecen a nadie y, a la vez, son de todos. Los tomaba en sus manos como los más delicados hijos, como si en lugar de papel, cartón y piel fueran de cristal. Nunca he visto a nadie más tratar así los libros. Pero Rafa, que así le decimos quienes lo conocemos, fumaba su pipa y acogía el siguiente libro, para ponerlo sobre la mesa y, con una delicadeza que sólo da la edad y el amor continuo, abría el volumen y mostraba, compartía, otorgaba.

Es cierto también que el humo llenaba el cuarto y que, desde el piso de abajo, se arrastraban cuchicheos de las trabajadoras de la biblioteca, mezclándose con el humo gris azul de nuestras pipas combinadas. Prueba este tabaco, hermanito, como me decía Rafa, el buen Rafael Baraona. Y seguían los cuchicheos que, yo sabía, se dirigían a esos dos personajes, el chileno y el mexicano, con sendas pipas y llenando los libros de olor a tabaco. Pero si Rafa, siendo el director de la biblioteca, fumaba y me invitaba —es poco decir—, incitaba, —corrijo—, a encender la pipa, ¿cómo podía yo negarme?

Ahí fue donde un amigo de Rafa llegó, cuando abríamos un pesado y grueso volumen de proporciones ciclópeas, que tomábamos Rafa y yo de cada orilla y cargábamos como si fuera una tabla pesada o una estela maya. El libro era una edición facsimilar de un original del siglo XVII o XVIII sobre la botánica en el “Nuevo Mundo”. No me pregunten el autor ni el título, porque, me apena decirlo, no lo recuerdo. El amigo de Rafa se acercó a ver las ilustraciones y, al ver una mazorca dijo que era un choclo descompuesto. Rafa y yo nos miramos, sabiendo que este recién llegado no conocía México y, en consecuencia, nunca había probado las delicias extremas del huitlacoche. Rafa hizo una amable explicación de cultura gastronómica. Yo fumaba mi pipa con el tabaco extraído del estuche de mi colega, hermano chileno.

Y así transcurrieron las horas, hasta que las pipas se consumieron a sí mismas, el amigo advenedizo desapareció y los cuchicheos parecieron menguar, cansados de tanto escucharse a sí mismos; al mismo tiempo, nuestros estómagos reclamaban alimento. Ya regresaríamos a la biblioteca, en donde Rafa se deslizaba con más presteza y rapidez de lo que podía hacerlo en la calle, donde usaba su bastón de un lado y mi brazo del otro para caminar por esas calles tan nuevas para mí, tan conocidas de Rafa, mientras él hablaba acerca de su nostalgia por México. “Tengo por México una nostalgia que no me cabe en el cuerpo, hermanito”. Así lo dijo, mientras caminábamos por las calles de Santiago.

Regresaríamos horas después a la biblioteca, para pasar una tarde deliciosa acariciando el lomo de varios volúmenes, aspirando el tabaco en pleno duelo amistoso y comparando el idioma chileno y mexicano. Es la única ocasión en que recuerdo haber estado varias horas fumando pipa a dúo, tirando las cenizas y encendiendo la siguiente, mientras los libros se dejaban acariciar por nuestras manos. En este ménage a trois no había interrupción, condiciones ni cansancio. La tarde se deslizaba por Santiago, con tintes azulados y el humo de nuestras pipas creaba, con vehemencia, el tono que apuntaba al fin de ese día tan lleno de libros, de tabaco y de nostalgia…

jueves, 3 de julio de 2008

Quizá

Regresé de Yahualica y Guadalajara, también de Mexticacán. Allí conocí muy temprano a doña Cornelia y a su hija Esmeralda, mujeres enhiestas e irresistibles; Mercedes, Pesho y yo probamos las voces confitadas de su necesidad de hablar. Ellas nos convidaron café, tequila, cigarros, retratos de las hermanas trillizas y la presencia de un hombre que de joven fue guapo y ahora tiembla en el corazón de la soledad. Encima de nosotros había un tapanco al que se llega a través de una escalera elemental; debe de ser muy oscuro porque su piso es un techo continuo, perforado tan sólo por donde los maderos de la escalera lo comunican con las penumbras que hay en el cuarto pequeño, ideado para esperar y reunirse. Platicamos y reímos en dos silloncitos, atravesamos un patio de macetas floridas y de recuerdos encendidos en los que quizá con el tiempo riamos como fantasmas que se hacen jirones al empezarse a olvidar. Quizá.

Cuando regresé de allá abrí una ventana, como si con ello pudiese preservarme de lo que soy. Más allá de ella, en el suelo, avanza una estela larga y simple, pasajera como un velo de novia, extensa como una cascada espectacular. Tras ésta no habrá agua ni sangre ni cieno, lo sé; habrá en cambio un pensamiento confuso que no lograré olvidar ni recordar por completo. Hoy soy un recuerdo que recuerdan mis fantasmas indemnes, y que al paso de los años se desvanecerá.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.