lunes, 31 de diciembre de 2007

Llegar en madrugada

Hace días unos colegas nos invitaron a una reunión. Movidos por el interés por Edgar Allan Poe, disfrutamos de vino, whisky, tequila y vodka. El queso, que no falta, los cacahuates y el sushi estaban sobre la mesa. Una buena plática, un poco sobre todo, un poco sobre la mínima expresión que descubrimos, nos conocíamos los unos a los otros. Alfonso, Mago, Verónica, Benjamín, Ori y yo salimos al quite con temas diversos, mientras Dalí y Gala se acurrucaban con uno, luego con otro. Hablamos de los cuadros en la sala y de cómo el de blanco y negro tenía tintes fantásticos. Conversamos sobre la fatalidad que alcanza las escuelas de escritores y yo extendí esa fatalidad a las sociedades de escritores. El tiempo pasó volando y cuando venimos a darnos cuenta eran las cinco de la mañana. Salir hacia la casa, con unas copas encima, después de comer un pastel de atún y ensalada de manzana. Llegar a casa a esa hora, descubrir que la noche se alarga o se recorta por voluntad propia. Juguetear en la cama antes de quedar dormidos. Despertar para arrebujarse entre las cobijas, cuando ya amanece. Dormir, soñar.

Recuerdo la imagen de Drácula, durmiendo cuando aparecen los primeros rayos del amanecer. Pero recuerdo también a Gala y a Dalí, yendo de adentro afuera y viceversa. Y a Poe, tomando como cosaco, como habíamos hecho nosotros. No fue una mañana para dormir, hubo sobresaltos que impidieron el descanso. Un poco la agitación, un poco la plática, un poco Eros, un poco de amanecer que nos entró por los poros. No sé, pero cuando me levanté tenía la sensación de haber cabalgado a lomo de tigre, de tener el recuerdo de haberme dormido con una botella en la mano. Habíamos despertado con nuestro animal a flor de piel, no queríamos saber del mundo. Casualmente, el mundo nos correspondía.

jueves, 27 de diciembre de 2007

Oficios

Primero fue una pierna, luego la otra, después simultáneamente las dos. Con el tiempo, ambas piernas fueron acumulando caídas, golpes aparatosos que me mantuvieron tumefactas las rodillas durante varios días en cada ocasión; mejoraron solas, con la apariencia de haber sanado para la posteridad. Pero fue eso, una apariencia. Son saldos colaterales de mi oficio tercero: mirar, observar, contemplar, interrogar con la vista, pretender entender con los ojos primero inermes y enseguida a través de una lente fotográfica. Al ejercer ese oficio cargué durante años a los cíclopes introvertidos y me valí de ellos para intentar entender. Caminé por brechas, veredas, caminos reales, acotamientos de carreteras, en montes, potreros, vegas de ríos y lagos, en playas, bosques, acahuales, calles ejidales, junto a canales de riego, en terrenos labrantíos, entre cultivos, en tierras polvorientas y entre lodos cenagosos. Me parece que si uniese en línea recta todos los pasos que he dado al trabajar, podría recorrer más o menos la mitad del país, digamos desde el volcán Tacaná, en los linderos de Chiapas y Guatemala, hasta el Volcán de Fuego, en Colima. Sí, entre unos y otros lechos de magma, de volcán a volcán.

Años más tarde fue el hombro derecho, donde cargué desde unos cinco hasta cerca de 13 kilos compuestos por circuitos electrónicos, pequeños motores eléctricos, carcasas de metal y magníficos lentes de cristal pulido. En el hombro contrario cargué tripiés de proporciones variables, desde un norteamericano, para fotografía fija, hasta un australiano, para filmar, de patas de madera con cabezal de hierro, y uno alemán, metálico en su totalidad. Pero el hombro derecho no fue abatido por mi oficio tercero, sino como consecuencia circunstancial de ejercer el segundo: escribir. Una noche, luego de haber cobrado una corrección literaria, tres asaltantes me rompieron los ligamentos de la clavícula derecha. El dinero que recibí como pago me fue arrebatado con violencia en una calle oscura, mientras estaba de bruces en la acera, con la clavícula formando un rombo punzante entre el cuello y la curvatura del hombro. Admito haber sido el responsable de esa paliza. Aunque estaba en desventaja, indignado y colérico, fui el primero en golpear. Una cirugía rectificó sólo en parte el resultado de aquella trifulca.

Como somos un poco lo que golpeamos, un poco soy barbaján. También lo admito. Y quienes me golpearon son un poco observadores per se; también deben de ser un poco escribanos. Es correcto, está bien: conviene torcer y cerrar las líneas rectas de la casualidad, que parecen apartarse, divergir, después de que comenzamos a caminar, al contrario de lo que sucede con las perspectivas geométricas que se tienden en la distancia. Y como también somos otro poco lo que buscamos, mis asaltantes y yo fuimos o somos otro poco la sensación del vértigo superado, la emoción del extravío acometido con decisión, sin proponernos buscar, sino sabiendo encontrar, lo que puede constituir la materia de un cuarto oficio.

Mi oficio primero es rehacer recuerdos propios y ajenos, reinventar lo ocurrido al contarlo, dislocar el pasado con palabras que susciten imágenes en una reunión nada homogénea de lo que pudo y de lo que podrá ser. Para llevar adelante semejante oficio es necesaria la precisión enunciativa, pero no son imprescindibles las rodillas ni el hombro derecho. Sin embargo, en mi recurrente necesidad de observar el atardecer (al rememorar) necesito correr hasta esa esfera de fuego que revela la capacidad de la sombras para extremar su longitud, que acentúa la soterrada condición de quienes necesitamos estar de pie cuando la noche estalla radiante, en la cintilación palpebral de un mundo que nos llama a cerrar los ojos para empezar a ver.

Tengo las dos tibias estropeadas y un hombro vulnerado; me duelen con el frío y la humedad. El hombro está entumecido de manera casi permanente. El hecho es que experimento cierta nostalgia por un par de rodillas sanas y una clavícula intacta cuando la noche se anuncia con las sombras largas de lo que somos al ponerse el sol.

No he podido entender lo que pasa, y de lo que permanece poco sé. No hay motivo de queja; hay, en cambio, una causa suficiente de dignidad. Diré que mis oficios me han hecho ser quien soy y un postulante al nuevo oficio que debo aprender. Uno más.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Rituales

En los parajes del Pinar y Pozuelos bebimos el aguardiente ritual de los tzotziles, en alguna de las cumbres que miraban desde niños doña María y don Chus. Ella es robusta y cuando vuelve del monte trae guindado de la frente, hacia atrás, un fardo de leña que mece y la hace mecerse con garbo desde la espalda; al echar tortillas, su balanceo coordina la acción de una máquina simple (hecha para prensar masa) con la transformación del maíz en soles comestibles, sobre la lámina tenaz de un comal. Allí se abomban los discos perfectos que a veces vaporizan o humean, y que siempre huelen a las hijas de don Chus cuando caminan entre los encinos. Don Chus es reciamente espigado y hace música en los pinares con golpes de hacha; a cada raja de leña corresponde una variante olorosa de la madera. En cada hachazo se desprende un poco de la vida aromática de los arbustos y de la grama que rodean al fuste golpeado. La estructura solidaria de ese concierto de olores fue tramada por los guardianes sobrenaturales del monte. No hay duda: el pino percutido con el hacha es un don del mundo invisible, como el liquen pisado y las ramas quebradas, como el maíz y la calabaza, como el agua ondeada de las pozas. Con tabiques, Don Chus ha construido en San Cristóbal casas que no son suyas; la propia tiene techos de tablas y láminas. Sus hijas son dos; cuando hablan entre ellas sin mirarnos son más bellas que cuando hablan con nosotros.

Las mujeres de Pozuelos y El Pinar son muy hermosas, absolutamente refinadas en los movimientos más complejos, haciéndolos sencillos cuando cardan lana, cuando hilan, cuando tejen, y cuando a la vez tejen o bordan y hablan o cantan y miran de soslayo o de frente. Todo cabe en sus miradas, incluidas sus borregas disgregándose en estampida o reagrupándose al escuchar los requiebros y amenazas de las pastoras. Los tobillos de las pastoras son gruesos; sus empeines, poderosos; están hechos para caminar durante años entre los ojos de agua de Pozuelá o Nitjom y sus casas. En invierno, las mujeres tzotziles se van borrando en la distancia mientras acarrean agua; sólo pueden ser percibidas entre la niebla cuando sus pasos alcanzan la misma frecuencia del agua batida dentro de los baldes que cargan.

Nosotros habíamos subido el cerro, entre la niebla, por la mañana, cargando un par de cámaras. Las cámaras son cíclopes que buscan desentrañar la luz imbuida en las sombras o en los rostros cambiantes de la niebla; son máquinas monoculares e introvertidas, de visión muy estrecha, que por ratos nos permiten crear una tercera mirada. Debido a ello, las cámaras son útiles para preservar la intimidad de la luz cuando les es confiada.

Hablamos con don Chus y doña María. Fuimos a fotografiarlos en movimiento, mientras trabajaban en el monte y en su casa. A sus hijas las grabamos sacando agua de un venero recluido en el fondo de una hondonada bastante amplia. Entre una y otra situación, don Chus nos dio a beber aguardiente, en una botella de refresco, no en vasos de veladora, que es donde el pox se escancia y se apronta a la boca. Bebimos como los bárbaros urbanos que somos, sin conocer la materia prima del aguardiente, ignorando la manera en que se destila y almacena, sin saber su historia ni preguntarla, pero lo conocimos donde deberíamos tenerlo primero, en la fijación de la mirada, en la apreciación de lo distinto.

Don Daniel deshizo la niebla con los ojos. Yo me adentré en lo borroso. Nos despedimos de don Chus y su familia. Nunca volvimos a verlos. Bajamos a San Cristóbal de las Casas. Dinamarca nos esperaba. Fuimos allá, sin cámara, llevando a Don Pox en nosotros. Nuestro propósito es volver al silencio después de haber estado en los Altos de Chiapas y en Dinamarca. Tal vez lo consigamos a fuerza de escribir. ¿Por qué no? Es un ritual propiciatorio, una intuición estructurada, no una promesa ni una esperanza.

jueves, 20 de diciembre de 2007

Pasos de vértigo

Hay cuates que lo acompañan a uno en esto de las andanzas. Algunos pasos nos acompañan hacia terrenos desconocidos, hacia tiempos inmemoriales o hacia pasajes literarios. Uno de esos cuates en este mundo de andanzas es Pesho, quien, bajo sombrero y tras la cámara de video, busca imágenes en este viaje por Yucatán y Campeche.
Viaje campechano, de ida y vuelta, con Don Pablo, el citado Pesho, Pepe Peguero y Don Daniel, encontrando más de lo que uno busca. Hasta la cima del vértigo, la pirámide de cinco pisos, el descenso a terra firma, al mundo de los hombres. El vértigo que nos acompaña a Pesho y a Don Daniel y que sólo Don Pablo ayuda a manejar, cuidando de nosotros en la cima, mientras nosotros tenemos la cámara y tratamos de atrapar un trocito de realidad, Don Pablo nos sostiene de sendos cinturones. El vértigo arriba de la pirámide de los cinco pisos es atrayente: la mirada se posa hacia abajo, la distancia invita a cruzarla a vuelo de pájaro. Sólo el hombre permite recordar que el vuelo no puede realizarse sin visitar la mortalidad en plena cena. Así que tomamos fotos y video y descendemos. Con calma, descendemos...


viernes, 14 de diciembre de 2007

Primer paso

Primer paso, al filo de término de semana o inicio de la siguiente, a media mañana con miras a llegar al mediodía con algunas palabras escritas para dejar de ver tan vacía la existencia de esta página. Va un paso, pues.
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