viernes, 30 de diciembre de 2011

Frío acogedor de San Cristóbal

En un intermedio, me encuentro en San Cristóbal de las Casas. Si tuviera oportunidad viviría en esa ciudad. El frío es acogedor, envuelve, me parece que me da la bienvenida. Salimos a caminar los compañeros y yo, después de arduo y largo día de trabajo. Aprovechamos para darnos un descanso, comemos en demasía y bebemos más. Nos estamos volviendo alcohólicos, ya bebemos vino, cerveza o tequila. Todos los días, el frío, la cena, la bebida, de regreso al hotel fumamos. Es increíble cómo rápidamente los seres humanos hacemos costumbres. O ritualidades, digo, para no estar fuera de lugar.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Todos fuman

Andando por la calle, sentados afuera de los bares y restaurantes, todo mundo fuma. Dejé de sentirme extraño cuando saco mi pipa para fumar; dejé de ser visto como bicho extraño. Los fumadores no nos sentimos fuera de lugar en París, ni sabemos de esas normas de apartheid tabaquístico. Es más, es común que a alguien que fuma le pidan prestado un encendedor. Es como la hermandad del tabaco, ¡fumadores del mundo, uníos! Un hombre que caminaba se detuvo unos pasos delante de donde me encontraba, se devolvió y en francés me preguntó algo sobre el tabaco. Le dije si hablaba español y me contestó que muy poco, pero se hizo entender: le había gustado el aroma de mi tabaco y me pidió que le dijera de qué marca era. Le mostré la envoltura y le dije que era tabaco mexicano. Abrió los ojos y me dijo que lo buscaría. No creo que lo encuentre: no hay Sanborns en París.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Tres de música: jazz en bar

Casualmente llegué a ese restaurante bar, sin saber que habría música en vivo. Un anuncio en la mesa decía que tocaría el Romane Accoustique Trio. Observé a los músicos llegar, sacar sus instrumentos, afinarlos sin micrófono, acomodarse en el minúsculo escenario y pedir sillas adecuadas. Los vi hablando entre ellos, tal vez poniéndose de acuerdo en el repertorio que tocarían esa noche. Los vi tomando refresco o agua, volver a sus instrumentos, haciéndose señas entre ellos, claramente uno se había adelantado en el compás, cuando probaban los instrumentos. Luego, se pusieron de pie y dejaron descansar sus herramientas musicales. Ahí se quedaron, mudas, durante un buen tiempo. Los músicos regresaron, volvieron a beber, volvieron a tocar sus instrumentos para corroborar que estaban afinados. Los micrófonos se encendieron y ellos hicieron puebas de sonido. La guitarra no se escuchaba lo suficiente. El ingeniero de sonido hizo pruebas y, por fin, quedaron satisfechos. Comenzaron con una prueba de sonido, para verificar. Y, luego, empezaron a tocar. Una música agradabilísima. Dos minutos duraron. Dejaron sus instrumentos mudos y se pararon de nuevo. Me dejaron con ganas de escucharlos por más tiempo. Creo que los instrumentos también se quedaron igual, porque los vi moverse por sí solos, imperceptiblemente, buscando las manos que les ayudaran a sacar toda la música que tenían acumulada.

martes, 20 de diciembre de 2011

Tres de música: jazz callejero

Debería decir que llegué al lugar no porque mis pasos ahí me llevaron, sino porque escuché la música y ella fue la que me tomó de las orejas hasta conducirme a esa pequeña plaza, cerca de Rue Rivoli. El jazz flotaba como neblina, y la fuente eran esos tres músicos callejeros que tocaban rabiosamente, tanto que los niños pequeños se ponían a bailar al ritmo de la música. Era jazz-blues con aires de country; música ecléctica. Cuando me di cuenta, había dejado de sentir el frío. Nunca había experimentado el cobijo caliente de la música, hasta este momento.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Tres de música: Break dance

Son tres hombres y una mujer, jóvenes. Alternan el francés y el inglés, con alguna que otra palabra en español. Ha obscurecido, pero eso es normal en invierno, a las siete ya existe la sensación de que son las diez de la noche. Extraño efecto. Cada uno de ellos lleva su sombrero, comienza la música, anuncian el baile. Uno de ellos me impide tener los brazos cruzados, hace que mueva los brazos para relajarlos y me dice que necesitan energía para el baile y que los brazos cruzados cortan la energía. Y minutos después veo esa energía en movimiento: brincos, vueltas, maromas, los cuerpos detenidos en un solo brazo, convertidos en destellos. Cada uno baila por turno; sudan; aplauden, hacen que el público aplauda al compás de la música. El último pone su sombrero en el piso y de una maroma logra calzarlo en su cabeza. Continúa. Vueltas: luego los cuatro juntos, un espectáculo energizante. Luego pasan los sombreros para recibir propinas. En francés dan un largo discurso para solicitar dinero. Cuando cambian al inglés sólo dicen: “Do you like it? You have to pay”.

Mientras tomo una cerveza, frente al lugar donde han bailado, en el Barrio Latino, los veo en una pastelería enfrente, tomando algo caliente y saboreando pasteles o pan. Se reparten las ganancias y se dispersan, minutos después. Queda uno, que se sienta en una saliente de un comercio cerrado. Paso frente a él, ya con rumbo a dormir, y le saludo, le felicito por el baile. Sonríe, levanta el pulgar y me da las gracias.

Horas después, cuando me llega el insomnio, pasadas las tres de la mañana, escucho a lo lejos la misma música de break dance. No sé si continúan bailando o se trata de un eco que ha quedado rebotando por las calles.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Falta de aire

Son las palabras que entiendo, mientras tomo su cuerpo flaco en mis brazos. Una mujer de unos cincuenta y pico de años que se ha desplomado en la calle, cerca de mí, al filo de las ocho de la mañana. Le ayudo a levantarse y no para de hablarme en francés. La acompaño hasta la puerta de su casa, no sin hacer algunas paradas porque me repite que le falta el aire. Y es entonces cuando le contesto –paradójicamente- en francés, que no hablo francés. Entonces todo cambia: es ella quien me ve con una mirada de infinita compasión.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Le Bistrot 30

Mesas diminutas y miradas continuas de los transeúntes hacia el interior de este lugar. Buscan un lugar que les convenza, para cenar. Se detienen a ver el menú que yo observé, también, antes de entrar. Es un lugar tradicional de comida francesa y eso fue lo que importó para que yo entrara. Pero ahí me observan cómo escribo en esta libreta de páginas amarillentas. Todos hablan francés, menos la pareja que está en la mesa pegada a una ventana y un ventanal. Hablan en inglés. La mujer es la única que lleva una especie de short y una blusa escotada. Todo mundo trae sus bufandas, suéteres y chamarras. Somos dos que cenamos solos, ambos en su propia mesa, vueltos hacia la puerta. Es un joven que sopla a su chocolatín, para enfirarlo un poco, antes de degustarlo; y yo, que tomo mi café exprés, mientras escribo. Y pasa, además, algo curioso. Escucho las conversaciones en francés y las comprendo. He podido entrar en un estado de entendimiento extraño. Suena la música en francés, que no había escuchado; se escondía tras las conversaciones. Las señoras de la mesa de junto acaban de mencionar que la vida en París se hace cada vez más cara. Ya no entiendo, es decir, ya no me entiendo. Creo que la comida ha modificado mi entendimiento. ¿Y si hubiera cenado en uno de esos restaurantes libaneses, griegos o turcos, estaría enterándome de historias acerca del Bósforo?

viernes, 18 de noviembre de 2011

Los que habitan los puentes

Uno sigue por el borde del Sena, en una tarde de caminata para hacer suya la ciudad. Caminar hasta deshacerse los zapatos, hacer conciente que ya es imposible seguir, debido al dolor de las rodillas y de las piernas. Pero yendo por el bordo del Sena, de Notre Dame a la Torre Eiffel, uno los encuentra. Son los que habitan bajo los puentes, ésos que no aparecen en ninguna guía de la ciudad y no existen en las estadísticas de la población pero es seguro que sigan ahí, como es seguro que siga La Cité. Esos seres, debajo de los puentes, se han arraigado a la ciudad y han hecho de los pasajes de concreto su hogar. Hay árabes, africanos y cuando pregunté que si alguno hablaba español, una voz, tras la cortina que delimitaba su territorio, su pequeño espacio de intimidad con varias cobijas en el piso a forma de cama, unas toallas enredadas como almohadas, una caja de cartón que guardaba, seguramente, sus tesoros encontrados en botes de basura o las pocas pertenencias que ha guardado desde su lugar de origen, esa voz, digo, contestó afirmativamente. Chileno, por el acento, tenía que ser chileno.
Visítenlo, llévenle algo de comer o, si quieren verlo suspirar de nostalgia, llévenle un vino del Valle de Colchagua.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Beso en larghissimo

Los labios se acercan con la parsimonia de un desfile en cámara ralentizada, pareciendo que el tiempo se congela en una vieja fotografía que colgamos en la pared de esta calle de París. Todo es exacto, los cuerpos permanecen tan cercanos que se equilibran por el contacto delicado de los labios ajenos, y de pronto dos fenómenos ocurren: la escena se vuelve sepia, a veces blanco y negro y uno retrocede cuarenta años en el tiempo, en pleno París, siempre en algún lugar contiguo al Sena. El otro fenómeno es que el viento deja de soplar para observar y no perturbar a esos dos que, recortados del mundo, del ruido, juntan sus labios, congelando la escena. Es en esos besos que el tiempo deja de latir, que el cuadro de 35 mm se repite infinitamente en los roshes que se desgranan en las tardes, en una calle en sepia que le arrebata a París los minutos en que esos cuatro labios alcanzan la eternidad sin fondo de un encuentro retratado por el tiempo de la calle que deja de existir, de pronto.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Sopa de cebolla

Las calles del Barrio Latino son para recorrerse cientos de veces y siempre habrá que cenar en un lugar diferente. La ruta la querrá marcar el viento: cuando uno sale del hotel hay que estar atento; si uno tiene el cabello largo el viento mecerá el velamen hacia donde habría que dirigirse. Pero si uno ha perdido el cabello o es tan corto que no se siente la mano del viento, entonces hay que probar con el viejo truco de mojarse el dedo índice con la lengua y luego levantar a mano, con el dedo extendido hacia arriba, para descubrir para dónde sopla el viento. Pero al contrario de los piratas, hay que ir viento en contra por estas calles. Aunque se vaya en la dirección no indicada por el viento, uno encontrará un lugar donde cenar; hay cientos de ellos para escoger. No hay que repetir, pero por si acaso nos lo impide la lluvia, el frío, el hambre o alguna circunstancia no prevista, como el día de la semana no indicado, aún así, entremos en el lugar en el que ya cenamos alguna ocasión. Pidamos una sopa de cebolla y ésta siempre, siempre, tendrá un ligero sabor distinto. Será la ocasión para descubrir algo nuevo en el lugar conocido y adivinar, por el sabor, de qué provincia proviene esta vez la cebolla con la que ha sido hecha la sopa. La sopa de cebolla será, entonces, también una adivinanza geográfica.

sábado, 8 de octubre de 2011

La estación Mapocho, de nuevo

Esta vez fueron Roberto y Denise quienes visitaron la estación Mapocho, mientras se encontraban varados en Santiago de Chile, tras regresar de Brasil. Y fue la estación Mapocho que atrajo mi atención como imán cuando estuve en la misma ciudad. Recuerdo el gran patio de la antigua estación de trenes. Las fotografías que tomé no fueron muy buenas y llevaba un rollo en blanco y negro, con mi cámara “antigua”, la que fue de mi abuelo Renán. El recuerdo que tengo es del día cayendo, la luz entrando por los grandes ventanales y el señor barriendo los amplios patios, acompañado de su perro. Todo en naranjas, aunque las fotos eran blanco y negro. Tanto me persigue la estación que escribí un cuento que fue retomado luego en un libro sobre la historia de la estación Mapocho. Tanto me persigue que cuando Roberto me llamó para avisarme que él y Denise estarían varados 24 horas en Santiago, inmediatamente le dije que fueran a la estación. Quién sabe, tal vez en otra vida acudí a esa estación con mi maleta de color tabaco y esperé la llegada del tren mientras fumaba un cigarrillo, cuyo humo subía hacia los ventanales, hacia la tarde, que se convertía en noche, lentamente. Quién sabe.

sábado, 1 de octubre de 2011

Otra vez las tres

De nuevo, abro los ojos. Estiro una mano y me doy un golpe con la pared. Hace frío, debería cerrar la ventana, pero me gusta dormir con la ventana abierta, que el frío de la noche entre, que el sereno se asome. Enciendo el celular, con la lentitud de desprenderse del sueño. Las tres de la mañana. Otra vez las tres de la mañana. ¿Por qué siempre esta hora y no otra?

sábado, 17 de septiembre de 2011

Ayer, noche

Hay noches más negras que otras. No es sólo porque la luna deja de asomarse por entre las nubes, sino que flota en el ambiente una densidad que hace que el aire se ennegrezca. Ayer fue una de esas noches. Y, por la madrugada, un chubasco. Eso sólo hizo que la madrugada también fuera, todavía, más negra.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Dos botellas de tequila dos

Es la casa de Mercedes. La luz empieza a abandonar el día, así como el tequila abandona la botella. Estamos enfrascados en una discusión que nos ha llevado horas y que nos llevará un buen rato más, hasta la una de la madrugada. Hemos de abrir la segunda botella de tequila, que extrae Mercedes de su alacena, limpia de polvo y pone sobre la mesa. Ya hay combustible y entonces la discusión puede continuar. Pablo y yo fumamos; siempre fumamos. Yo estoy con la atención en la plática y con un ojo puesto en el celular, contestando mensajes, porque estoy viendo la posibilidad de participar en la caravana del sur por la dignidad, la paz y la justicia. Ello no quita que intervenga de pronto en la conversación, que fume, que tome tequila y que vea cómo se abre paso la noche. Hasta el último momento Mercedes enciende la luz. Hablamos un poco acerca de Drácula y del proyecto sobre él que nos aglutina a los tres. Luego, regresamos al tema central, más urgente, más allegado. Ahí seguimos. El tequila empieza a brillar por su ausencia. La conversación se extiende como la misma noche.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Una ruta

Y sube la misma gente, a la misma hora. Ruta enrutada de calle andante, chofer sordo con la sarta de estupideces que vomita la radio, embutida por los oídos y los pasajeros enlamados de tanto ver llover y secarse, y llover y vuelta a secar, que ni una queja producen y que se aferran a sus asientos con las manipulaciones macabras del chofer cafre sin frenos, que cobra, mienta madres, cobra, mienta madres y cobra. Sube el señor que hace años ha subido y bajado en el mismo lugar, con la misma gorra negra y la chamarra, aunque sea invierno o verano. Es, seguramente, guardia privado que cuida alguna empresa, un banco o un negocio y que se dirige a trabajar, diligentemente. Hace años no tenía su credencial que le acredita como anciano autorizado, ahora la muestra, esperando el escupitajo del chofer que perpetuamente le dice (aunque sean diferentes choferes) que ya lleva a un viejo y que sólo se hace descuento una vez por viaje. El pleito, el intercambio de palabras y el rictus del señor que paga ¾ni modo, siempre es ni modo¾ y toma asiento, como todos los días, del lado de una ventana. Y vuelve el chofer a mentar madres y a cobrar, mientras suena estridentemente la música o ese programa radiofónico para idiotas en el que los conductores se la pasan peleándose, como si a la vida real le faltara violencia. Pero ahí vamos, enrutados todos, algunos tratándonos de librar de la estupidez de oídas al ponernos los audífonos y sumergirnos primero en la lectura, luego en el sueño que nos acompaña hasta nuestro destino. ¿Me perdí de algo? El chofer cobra y mienta madres… Y veo a la misma gente, como un sueño en una espiral inacabable.

sábado, 27 de agosto de 2011

Si te caes de mi cama…

El teatro de la ciudad, a plena función, lleno. En el aire flota el blues como serpiente musical que desliza sus compases y sus bemoles ya arriba, ya hacia debajo de los asientos, que rebota entre el techo y el piso y hace que el piano se escuche como si fuera tocado a dos manos. La voz, esa voz aculturada en el blues de hace varios años, la voz de Betsy Pecanins jugando con las cuerdas vocales al final de cada estancia. El piano, ese animal portentoso, es acariciado por Briseño, quien le imprime a cada nota la fortaleza y energía de la noche y del alma del mismísimo blues. Así, de nuevo, la serpiente sube, va, viene, se enrosca, regresa, se expande, abre la boca, engulle, suelta, aprieta, rezuma notas en los oídos. En ese ambiente estamos cuando Betsy canta “Si te caes de mi cama, no te vuelves a parar” y me ve, estira la mano y el gesto indica que me ha dedicado la canción. Luego hace otro gesto queriendo decir “Está usted servido” y, en verdad, poco es decir que me quedé servido.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Lago de Pátzcuaro

Es un momento recortado entre las nubes que se deslizan en el cielo, que cambian sus colores de gris a negro. Pero sucede sólo unos segundos y hay que estar en el lugar adecuado para observarlo. Casualmente estábamos comiendo en casa de unos campesinos, viendo hacia el lago cuando las nubes aparecieron, movidas por un implacable deseo acuoso. En tan sólo unos segundos vimos formándose la serpiente de agua que subió del lago hacia las nubes. Ascendía en espirales furiosas, antes de que las nubes decidieran tronar con la embriaguez de su diluvio. Un instante nada más.

jueves, 18 de agosto de 2011

Humo

Entre esos extraños placeres que tiene uno, está el encender una pipa y expirar el humo; observarle sobre el rostro, alejándose, haciendo espirales y formas fantasmales; observar cómo el viento entra por la ventana y le hace retroceder, adelantarse y luego, jalarlo en una columna azulada casi horizontal, llevarlo hacia fuera, en donde se confundirá con el humo de los coches, con el viento del sur, con una nube grisácea que anuncia lluvia, con la parvada grisazulada de pájaros que, intempestiva y sorpresivamente, aparece cruzando el cielo.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Urbanidad deslavada

La menuda lluvia de esta mañana es la huella persistente del diluvio de la noche anterior. Como si el cielo no acabara de limpiarse, el agua sigue cayendo. Los charcos se alimentan con gotas míseras que hacen pequeñas ondas y luego son alborotados por las llantas de los autos. El día parece gris, nostálgico, tal vez melancólico. La gente parece vestirse de acuerdo con el día: van de colores obscuros, como la gente caminando en verano en Santiago de Chile, vestida de obscuridad: recuerdo de una parvada negra de humanos en la calle. Hay gente que hoy, mientras chispea, camina más rápido de lo normal, como si haciéndolo se pudiera evitar el agua. Pero el cielo está en compás de espera, una tregua nomás en lo que uno se pone a resguardo dentro de una ruta, un auto, un cobertizo o su casa. Pero la lluvia no cesa, débil, sigue cayendo con una presencia constante. La ciudad parece deslavarse, como si estuviera hecha de acuarela. Ya no sé qué abordo, porque es una mancha en el asfalto, mancha informe, mancha movediza en la que intento cubrirme de la pertinaz llovizna. Ni siquiera puedo leer esta mañana, no hay suficiente luz dentro de la mancha en la que estoy. Así que veo por las deslavadas ventanas cómo se deshace la ciudad en manchas horizontales, verticales, extrañas formas esparcidas en la calle. Me pongo mis audífonos y escucho a Joe Cocker. La ciudad es tan diferente entre la música y su deslave en colores informes que de pronto me parece que he perdido la memoria y que he ido a parar a otro sitio sin darme cuenta. No conozco esta ciudad. La música se aleja, ya no sé qué escucho; no puedo leer; la gente no me ve, no voltea, se arrebuja, como si hiciera un frío invernal y se instalara el frío en sus huesos. Yo voy sobre esta mancha extraña. Observo como si fuera por primera vez estas calles, como si el agua hubiera hecho crecer nuevos edificios y el asfalto floreciera. Pero la lluvia…

viernes, 5 de agosto de 2011

Canina noche

Tengo una labrador que se difumina con la noche, crece y retoma su tamaño cada que quiere, esparciéndose por la nocturna presencia de la obscuridad acuática de estos días. Cuando salgo al pasillo apenas alcanzo a verla por el brillo de sus ojos, porque su presencia parece amenazante; a veces, sorpresiva; otras, inconclusa. Desaparece de noche porque distiende su ser y de día no deja de aparecerse y de subir y bajar las escaleras. Es, como he dicho, una perra que crece con las sombras, y en lugar de devorar la luna, como hace el Varcolác, convive y se convierte en noche.

sábado, 30 de julio de 2011

Los tiliches y los vecinos

Anoche soñé que los vecinos llegaban cargando cajas, muebles, algo de ropa, cosas que en algún momento les habíamos regalado y que no se contentaban con entrar impunemente hasta la terraza de la casa, sino que nos arrojaban todos los tiliches a través de las ventanas. Hasta bolsas con tela, bultos de henequén, una caja de platimarx con un viejo triciclo destartalado, bultos, cajas, bolsas de plástico con instrumentos imposibles, y seguían llegando. Todo se debía a alguna discusión que habíamos tenido y ahora ellos nos regresaban cuanta cosa podían regresar.

La alarma del teléfono sonó a las siete y veinte y yo me desperté agitado. Abrí la puerta, recordando el sueño, creyendo que los vecinos aún estarían dejando sus cosas por las ventanas, pero no, no estaban, por suerte. Lo que sí, es que la estancia era un completo revoltijo, un bazar de antigüedades y de tiliches. No conviene levantarse tan temprano en sábado, porque los sueños no se acaban tan temprano, continúan.

jueves, 28 de julio de 2011

Milla en el estudio

Y veo la puerta de mi estudio abierta, por la mañana. Y veo mi cama revuelta, la del estudio. Reviso mis pipas de inmediato, para ver si contienen cenizas; inspecciono también mi bolsa de tabaco, por si encuentro que se ha agotado. Y mi computadora, está apagada. Pero estoy seguro de haber cerrado la puerta, de que la cama estaba tendida. De pronto me asalta la sensación de que soy sonámbulo y que a media madrugada vine a mi estudio a fumar, escribir o leer, o, como soy un ocioso, a navegar un rato por Internet. Pero no recuerdo haberme salido de la recámara, ni abierto mi estudio ni haber fumado ni haberme dormido en la cama que tengo en mi sancto sanctorum. No, no puede ser. Pero mi cama sigue revuelta. Y yo continúo pensando en el asunto, cuando sube las escaleras Milla, la labrador, y me dedica una larga y plácida mirada llena de inocencia.

sábado, 23 de julio de 2011

Diluvio en jueves

Sigue lloviendo. La ciudad debería deslavarse, limpiarse, que el agua arrase con todo, como en los antiguos diluvios. Que se lleve autos, casas, la estupidez humana, la hipocresía, a los pusilánimes, que se lleve todo. Luego, deberían existir algunos chaques con grandes coladores, que les permitan escoger personas, sentimientos, lugares y cosas con las que repoblar el mundo y que, una vez cansadas las aguas y de regreso a su cauce, los chaques pusieran todo lo recolectado en tierra firme. Pero, me temo, que ni así: el humano es el humano.

jueves, 14 de julio de 2011

Sirena en azul

El azul inmenso de las aguas del cenote. La luz que traspasa por los orificios de lo alto de la caverna, haciendo que haya juegos de iluminaciones en el agua. La claridad permite ver algunas partes del fondo del cenote. Ese azul que se pierde entre la obscuridad del fondo de la caverna. El azul que me invita a sumergirme, a llenarme los pulmones de esa extraña claridad. Pero no, permanezco en la tarima de madera, observando desde arriba. Y veo a una sirena nadar, alejarse, acercarse en esa claridez azulosa, milenaria.

domingo, 10 de julio de 2011

Fotógrafo en automático

Cima del Cerro Cruzco, tres ces al hilo, después de subir por tres horas, bajo el inclemente rayo del sol y sin sombrero, a paso lacerante entre las piedras del camino y buscando la tibia sombra de los pocos árboles que otorgan un breve descanso en la subida. Allá arriba tomo la cámara y disparo en automático, yéndome por instinto, sin discriminar imágenes. Es la única ventaja de las cámaras digitales, que pueden almacenar un sinfín de fotografías. Y yo, disparo, una y otra vez, apenas encuandrando o confiando en mi institnto y en mis ojos, que pueden actuar en automático. La cabeza no me da para nada, apenas responde el pensamiento, convertido en autómata, sabiendo que tengo que registrar las ceremonias en la cima del cerro. Una imagen tras otra, luego seleccionaré, luego veré cuáles funcionan y cuáles no, cuáles borraré para siempre. Me convierto en extensión de la cámara, raro aditamento cazador de imágenes con dos brazos y dos piernas. Cerebro, apagado. Les digo, en automático. Eso es. Autómata en la cima del cerro…

viernes, 10 de junio de 2011

Insomnio de nuevo

Y siento que viene en camino, a estas alturas de la noche. Apago la pipa, reduzco a nada el whisky y apago la computadora. Adiós a la luz, hola al mosquito que viene a contarme de cuentos y relatos que no entiendo y que se esfuerza por contármelos al oído, cada vez más cerca. Y doy vueltas en la cama sintiendo los minutos pasar. Me dan las tres treinta y siete de la madrugada; yo, sin pegar el ojo; el mosquito se ha retirado a contarse sus cuentos. Veo las sombras de los árboles que se reflejan en la ventana de mi estudio. Y no puedo dormir. Trato de no pensar en nada. Los minutos avanzan. Así paso la primera noche de mis 44. Y ya ni siquiera el mosquito regresa, para que, entre los dos, matemos el tiempo. Ya ni siquiera.

lunes, 30 de mayo de 2011

Y los tigres se escapaban

El atractivo principal de la fiesta del tres de mayo eran los tigres en Zitlala. Por lo menos es lo que muchos artículos antropológicos y dizque etnográficos reiteraban. Ya en Zitlala, y al hacer un seguimiento del proceso de las fiestas vemos que no es así, sino que los tigres tienen un papel en la fiesta, pero no el único. Recuerdo el artículo de Andrés sobre Zitlala, en donde relata todo el proceso de la fiesta del tres de mayo. Pero la tentación de encontrarse con esos personajes míticos es irresistible. Cuando estuvimos en Zitlala se nos acercaron dos tigres del Barrio de San Francisco, sin sus disfraces, para invitarnos a cenar, invitación que no cumplimos porque nunca los encontramos. Sin embargo, al día siguiente los buscamos en su barrio y tuvimos suerte en hallar a algunos, medio vestidos, que nos invitaron a seguirlos por la senda de los tigres, hacia el cerro Cruzco, en donde ocurriría una parte importante de la ceremonia de petición y agradecimiento de lluvia. Pesho y Ricardo, El Chino, se quedaron a esperar a los tigres, mientras se reunían y cambiaban, en tanto Pepe Peguero y yo fuimos en busca de unas baterías, para los micrófonos.
Pepe y yo nos dirigimos por nuestra parte a la parte baja del cerro. Buscábamos a los tigres a lo lejos, pensábamos verlos cruzar, como relámpagos amarillos y negros, en una senda en el cerro de enfrente. Queríamos retratarlos en pleno movimiento mítico, estrellas fugaces, bólidos feroces. Detrás vendrían Pesho y El Chino, hechos otro bólido, como ellos, uno cargando la cámara de video y el otro el tripié, veloces. Nunca los vimos. Ni a unos ni a otros. Preferimos subir a la cima del cerro Cruzco, a donde llegarían.

Dos horas después nos alcanzó en la subida Ricardo, El Chino, y, guiado por un habitante de Zitlala, se adelantó, subió y desapareció. Pepe y yo ya estábamos algo cansados, con el sol a plomo sobre nuestras cabezas y yo, torpemente, habiendo olvidado mi sombrero. De pronto, sonó mi teléfono celular y El Chino me avisó que en la cima estaban los tigres, que estaban realizando una ceremonia en el altar mayor de las cruces. No había forma, ni corriendo, de alcanzar la cima. Así que fuimos, acelerando un poco el paso, pero descubrimos que habíamos llegado tarde cuando los tigres del barrio de San Francisco, ya sin máscaras, de nuevo, bajaron de la cima frente a nosotros, nos saludaron y tomaron por una senda llena de vegetación. Se perdieron en menos de un minuto. Se escabullían, así, los míticos tigres de Zitlala. Yo sólo pude tomar una fotografía, mientras, centellas humanas, desaparecían. Las espaldas de los tigres fue lo que apareció en mi foto. Y digo espaldas, porque me avergüenza un poco decir rabos…

domingo, 22 de mayo de 2011

Una de Tarzán

El escenario es el adecuado, ya que es una selva. Nuestro personaje va con su taparrabos y su melena larga. Ha probado dejarse la barba y el bigote, aunque no ha tenido el cuidado de arreglárselos bien y, por ello y por el polvo de la selva, aparecen como descuidados y sucios. De color de ala de cuervo, su cabello y la barba; su cuerpo ha sido curtido por la radiación solar que, dicen, está cada vez peor en estos días, por lo que ha tomado un color tostado tirando a café sucio. Como en la selva uno puede encontrarse piedras y otros materiales que hieren los pies, ha tenido el cuidado suficiente de hacerse de una especie de zapatos desaliñados y medio rotos o medio hechos que cumplen su función. Así que nuestro personaje va, caminando, con su taparrabos y sus zapatos, entre la selva. Desde un árbol muerto le observa un tecolote, retorciendo su cuello a más no poder, así como su razón: no puede creer lo que ve. Personas de algunas tribus le ven caminar y lo observan de forma extraña, es tan diferente a ellos, tan apartado… Y él ni siquiera les mira, continúa su camino. Un mastodonte gruñe al pasar; unas hienas sonríen y no evitan su desagradable risa, pero se alejan caminando, en manada. Pero nuestro personaje seguro sabe adónde ir, porque continúa su camino sin chistar, se inerna en la espesura…

Luego lo volveré a ver: sentado en la banqueta, con una botella de refresco en la mano, y continúa con sus zapatos improvisados y su taparrabos, en pleno Insurgentes. Creo que se le ha perdido la selva o, enamorado de su Chita, ha cruzado fronteras insospechadas para encontrarla en esta selva de asfalto.

sábado, 14 de mayo de 2011

Más tlacololeros

Pero días después, al bajar del cerro Cruzco, Pepe Peguero y yo escuchamos una voz de trueno a nuestras espaldas: “¡Esos dos cabrones, los vamos a latiguear!”. Y al voltear, casi al mismo tiempo, vimos al impresionante grupo de tlacololeros de San Mateo bajar del cerro, con las máscaras levantadas mostrando los rostros, con sus grandes sombreros, con sus trajes de costales y con sus látigos en las manos.

Minutos antes, y sólo por jugar un poco, le mandé un mensaje, por celular, a Pepe, diciéndole que era el tlacololero de San Mateo y que dónde estaba. Yo hacía referencia al tlacololero que nos amenazó con golpearnos en el atrio de la iglesia principal de Zitlala. Y no supe que Pepe me había contestado el mensaje, diciendo que estaba bajando del cerro en ese momento.

Uno de los tlacololeros del grupo, en un tono agresivo, continuó diciendo que lo habíamos dejado plantado, que no le habíamos cumplido, porque Pepe le había propuesto hacerle una entrevista y que ya nos íbamos. Entonces Pepe sacó su celular y, mostrándole el mensaje escrito por mí (sin que Pepe supiera que yo lo había escrito) le dijo que un tlacololero había mandado ese mensaje y que él ya había respondido. El tlacololero se quedó de una pieza, sin saber qué contestar; volteó a ver a sus compañeros para ver quién de ellos había mandado el mensaje, pero todos se vieron con cara de incredulidad. Segundos de silencio y desconcierto, cuya duración me pareció eterna. Entonces el tlacololero suavizó el tono y le dijo a Pepe que se adelantaban, que si queríamos la entrevista nos veríamos abajo. Y pasaron delante de nosotros y bajaron el cerro, rápidamente.
Minutos después, a media bajada del Cruzco, le comenté a Pepe que yo era el autor del mensaje. Me vio, sorprendido, y luego dijo que ese mensaje nos había salvado. Fue de esos azares que destellan en momentos inesperados.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Un tlacololero

Se quita la camisa y escupe en la palma de las manos. Luego se restriega el escupitajo. No lo sabíamos entonces, sino hasta horas después, entrada la noche, al ver el mismo gesto ejecutado por dos hombres que, después de escupirse en las manos, inmediatamente proceden a duros golpes, sin piedad. Pero ahora, cuando este habitante del barrio de San Mateo nos amenaza con que el grupo de tlacololeros nos dará una golpiza si no les pagamos quinientos pesos por cabeza, se despoja de la camisa y hace el mismo gesto, en mi ignorancia lo tomo como un alardeo.

Estábamos en el atrio de la iglesia de San Nicolás, patrón de Zitlala. El tlacololero primero amenazó a Pepe Peguero, luego a mí y después a Ricardo, El Chino. Quería pelea y era en serio. Tal vez lo que nos salvó fue no conocer su código y utilizar la palabra. Bienaventurados los que ignoramos el código de pelea de Zitlala, de los tlacololeros y de los tigres. Nuestra ignorancia nos salvó de una mortal paliza.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Escena en un vaso maya

El conejo escriba de los mayas anuncia, pluma en alto, la próxima palabra en el pergamino, que podría convertirse en un códice. Y el mono aullador le observa, mientras da brincos de alegría al pensar en las palabras que se escribirán, que vendrán a marcar el desazón en la presencia de los afortunados Itzáes. Las figuras de los que podrían ser sacerdotes o gobernantes se debaten en subir o no a la balsa que ofrece Chaac, quien tiene un remo en la mano y no sabemos si es para remar o para golpear a quien deba, para ponerlo en el lugar que debería tomar, humildad mediante, y no inseguridad o soberbia. Hay un gobernante en el suelo-agua, tal vez golpeado ya por Chaac, es un líder caído que aún así tiende una mano a otro personaje que, ataviado con turquesas, se muerde la mano en señal de que no dice lo que piensa o no emite el mensaje requerido por su triste conciencia, si es que tiene alguna o si entiende el mítico lenguaje de Zuyuá. La escena transcurre en ocres y rojos, aunque el conejo escriba, el mono aullador y la copa de Xtabentun y el copal y el pozol se encuentren entre humo de tabaco, que no podía faltar, lo que le da a todo un tono azul grisoso. Y uno, al ver la escena, podría imaginar, en lenguaje de Zuyuá, lo que verdaderamente ocurre: que el conejo marca en el códice el futuro de una supuesta civilización que se viene cayendo a pedazos y que los Itzáes no quieren reconocer y se tapan los ojos unos a otros. Es entonces cuando el mono aullador pregunta por una luciérnaga y por la lamida del jaguar. Y, en el vaso, sólo el conejo, el mono y el cuenco de Xtabentun lo llegan a entender. Por otro lado, como sólo así podía ser.

viernes, 22 de abril de 2011

Lo veo

Lo veo, ahí, con su chaleco con mil bolsas en las que imagino que aguardan los cigarrillos. Lo veo ahí, hablando desde el corazón, desde su propio dolor derramado sobre la mesa. Lo he visto en la escritura, en la vida, lo he visto en los personajes de sus libros, en la palabra que no se cansa, en el poema que abre caminos y sombras, en el cubículo lleno de humo, en la discusión acalorada, en el otro lado de la mesa, tomando un café. Lo veo tan cercano y tan diferente. Tan lejano y tan semejante. Enciende otro cigarro y me pregunto si algún día parará de fumar, pero creo que es como Mark Twain, quien no paraba de hacerlo. Por cierto, recuerdo que él me regaló una copia de Cartas a la Tierra, de Twain, exactamente. Lo veo y veo un espejo. Veo a mi amigo, al escritor, al editor, al poeta, al hombre, al padre, al hermano. Lo veo y no es quien aparece en los periódicos, en las portadas de las revistas. Lo veo en la caricatura que alguna vez le hice. No deja de ser quien conozco de hace años. Apaga su cigarro con la zuela del zapato y se prepara para encender el siguiente. Javier Sicilia. Acudo a una entrevista en domingo. Callo. Aquí, también, callo.

sábado, 16 de abril de 2011

Ya no más

Somos muchos. Caminamos, gritan, aplaudimos. Somos muchos, caminando juntos hacia un solo lugar. Las palabras nos convocan, y la poesía. No podemos cejar ni abandonar la caminata, vayamos hasta el final. Estamos juntos, juntos habremos de seguir, por un sueño, por un ideal, por un solo pronunciamiento. Vayamos, continuemos juntos, no sólo es por el poeta que caminamos, andamos por un futuro, por crearnos un destino, por hacer camino, por reconstruir un país. Marcha por la paz en Cuernavaca.

lunes, 11 de abril de 2011

Otra vez el vértigo

Subir no presenta problema. Mirar al frente, cada paso firme, viendo el escalón a la altura de los ojos. El primer escollo se presenta cuando tengo que detenerme y pasar por un minúsculo espacio para acceder a un nivel en el que se encuentra una parte de esta inmensa pirámide, levantada hacia el sol, emulando a la torre de Babel, que buscaba tocar el cielo. Ya, que voy paso a paso, agarrando los escalones para evitar, en lo posible, el vértigo. Pero es más mi voluntad para ver ese espacio en el que se encuentra un monstruo de la tierra y esos seres alados que son chaques y que el imaginario popular llama ángeles. Una vez en ese espacio me siento a mis anchas, tomo fotos, doy la vuelta, enfoco, atrapo las imágenes. Vuelvo a tomar otra fotografía de estos seres que me recuerdan algunos lugares de la India. Algunas esculturas talladas en la roca madre de algunos templos, que sonríen a estos seres mayas. Ek Balam, y yo en la pirámide más alta. Y, en lugar de bajar, prefiero seguir subiendo, para tomar una fotografía desde lo alto. Y vuelvo a mirar los escalones a la altura de mis ojos, negando la vista hacia el suelo, para evitar el mareo. Y, cuando alcanzo la cima, sólo me recargo en la piedra, esta vez sí veo hacia abajo y no puedo controlar la sensación de lanzarme cabeza hacia abajo, de caer desde arriba. De que la tierra me jala, mediante un embrujo, no mediante la gravedad que dicen que debería existir. Y trato de tomar una fotografía desde esas alturas, pero apenas puedo sostener la cámara, porque el vértigo me asalta por todos los poros. Ahí me quedo, varado, como un barco en el mar de los sargazos.Inmóvil. Bajo el sol quemante, con esa estaca de vértigo clavada en el alma. Recuerdo a los seres aladas de más abajo y pienso si alguno podría venir a bajarme: Chaac, envía a alguien a ayudarme, yo que he tomado imágenes tuyas, que soy un fiel seguidor de tu figura, de tu estar entre el agua y el viento. Ahí permanezco, avergonzado, en la cima del mundo con una cámara en las manos y sudando a mares, haciéndome parte de la pared, de la pirámide, queriendo convertirme en uno de esos chaques pegados a la pirámide. Ahí me quedo. Permanezco no sé cuánto tiempo más. Tomo aire. Debo bajar. Pero debo juntar valor para dar el primer paso. Vuelvo a aspirar el aire caliente de esas alturas. Y atino a mover, apenas, un pie, con destino al primer escalón. Descender. Ek Balam, Jaguar negro, ven a tirarme desde arriba, ven a darme aliento para bajar. Dame aplomo para regresar a la tierra. Dame aplomo, debo bajar antes de que lo hagas tú, que bajes para asentar tu gran lomo negro sobre la tierra y me observes con esos ojos amarillentos pardos de antigüedad. Ek Balam. Ek Balam.

martes, 5 de abril de 2011

Silencio

A veces a estos andarines les da por el silencio. A veces también abandonan los pasos y las palabras. A veces, como en estos obscuros días, se solidarizan con nuestro amigo, hermano, Javier Sicilia. A veces estos andarines no aciertan mas que a mirarse y prepararse para la caminata, la del día de mañana, para unirse a miles más en una docena de ciudades en México. También estamos hasta la madre. Y estamos con Javier y con tantos otros. Mañana. Caminar. Estar. Unirse.

sábado, 26 de marzo de 2011

Pre-manifiesto pro-tabaco

Odio, con todas las letras, la estupidez de tener que salir a fumar a la calle cuando se cena tan rico o se disfruta de un buen café. Odio esas medidas extremas que nos mandan a la calle, como si fumar fuera el pecado más grande. Peores vicios que atentan contra la salud física y mental tiene la humanidad: la televisión, por ejemplo. La religión. La comida chatarra. La Coca-Cola. El alcohol en demasía. Y, aunque hayan lanzado la campaña de terror para destronar al tabaco, ¡vamos con el manifiesto pro-tabaco! ¡Fumadores del mundo, uníos en contra de la estupidez!

martes, 15 de marzo de 2011

Pátzcuaro

Y habíamos ido con la tarea de hacer grabaciones en video para un programa promocional sobre tecnologías alternativas. El problema era que no encontramos nada para un programa promocional, sino para lo contrario. Lo que podríamos llamar un programa despromocional… Tecnologías en ruinas, la gente que ni conocía a la institución que había construido las tecnologías, huellas y trazas de tecnologías mal diseñadas, mal puestas, sin pensar en el entorno. Vamos, tecnologías detenidas con palos de escoba que, si algún perro travieso, juguetón, enjundioso o tocado por las artes amatorias, podría tirar en un segundo y la tecnología se iría al carajo. Gente que no necesitaba ciertas tecnologías porque ya tenían lavadora eléctrica, dos casas de dos pisos, pero que fueron incluidos dentro de un “programa de atención a las comunidades marginadas”. Sólo cosas así se ven en este pobre país. Trajimos imágenes, eso sí. Trajimos fotografías. Y trajimos la desazón que deja un proyecto mal aplicado en el campo mexicano. Digo, una vez más…

lunes, 28 de febrero de 2011

Una casa vista desde arriba

Desde el segundo piso del hotel en que me hospedo en Mérida se contempla mucho mejor el espacio contiguo. Fue Roberto el que me sugirió que mirara. Vaya, Roberto, que a los quince minutos de que lo dijiste, ahí estaba yo, como mirón de pueblo, asomado desde el pasillo del hotel, viendo hacia abajo, hacia la casa de junto. Una casa extraña, no podría ubicar su antigüedad en realidad ni saber si pertenecía a la vieja y colonial Mérida o fue construida después. Tal vez habría sido remodelada desde una casa en ruinas. El techo de tejas podría informar que se trataba de una casa antigua, más rústica de las que se asientan alrededor. Además, las tejas están sucias, enmohecidas, algunas rotas. Es una casa en la que nadie se para hace tiempo o, tal vez sólo sea que nadie sube al tejado ya a limpiarlo. La casa tiene una forma ligeramente oblonga y desde arriba casi se ve cuadrada. Los cuartos están dispuestos alrededor de un espacio abierto al aire libre y todos tienen puertas de piso a techo, con canceles oxidados que alguna vez semejaron un color plateado. Cada puerta tiene una cortina blanca cubriendo las miradas curiosas, como la mía, reguardando los interiores. Pero son cortinas muertas, abandonadas, casi mortajas. Parecería que ya no descorren. Algunas puertas tienen mosquitero, otras ya no lo conservan. Y todas las puertas están a una distancia de cincuenta centímetros del espacio central, a cielo abierto, en donde reposa una alberca de color azul. Parecería que la casa está construida para albergar a ancianos o a enfermos que necesitaran algún tipo de hidroterapia y que requieren ir de su cuarto a la alberca y viceversa. Desde mi posición percibo que el espacio entre las puertas y la alberca es incómodo para recorrerlo, pero adecuado para salir, sumergirse y luego retornar a las habitaciones. Como toda la casa, la alberca parece no usarse más. Me parece, con el rabillo del ojo, haber visto un movimiento de una cortina, pero fue sólo, seguramente, el vapor del calor de la tarde que da cobijo al viento frío que, extrañamente, se desata sobre la ciudad en estos días.

O tal vez la casa perteneció a extraños seres anfibios que salían a refrescarse y volvían a resguardarse tras los cortinajes para cuidarse del sol. Casi puedo imaginar que algunos de los sobrevivientes otean por entre las cortinas, como esperando que la lluvia llene la alberca y puedan salir de nuevo, cuando la noche se instala, lejos de los ojos de esos otros seres que les circundan. Faltan algunos meses para la llegada de las lluvias. Sus pieles deben ser más ásperas. No queda más que esperar la temporada húmeda para acicalar su vida durante unos meses. Esperan.

Luego de cenar y antes de entrar a mi habitación, no puedo dejar de inclinarme sobre el barandal y ver de nuevo la casa. No hay nadie. No hay movimiento. Percibo que una de las puertas está abierta.

viernes, 18 de febrero de 2011

Tomando la maleta

Se me parte el pensamiento en dos. Por un lado sé que debo regresar. Por el otro me agarraría la locura de quedarme y rehacerme. Me gustaría traer la vida en la maleta y ser ciudadano de ninguna parte. Es la situación alterna del marinero, por ello el viejo Kerouac se enlistaba en los barcos; por ello tomaba carretera al menor pretexto; por ello llegaba hasta México; por ello Hugo Pratt creó a su alter ego, Corto Maltés, viajero y aventurero con amigos en cualquier parte del mundo. Por ello los mexicas dejaron Aztlán y fundaron Tenochtitlan. Por ello tantos marinos sueltan velas o toman remos, desde los viajeros a Rapa Nui, hasta españoles en busca de oro y de las siete ciudades de Cibola. Por ello quiero un nuevo viaje, para tener la oportunidad y los pensamientos alternos de estar en otras latitudes. Por ello, quizá, tengo mi maleta preparada siempre.

sábado, 12 de febrero de 2011

Lovecraftiano aire frío

Tan igual y tan distinto el aire frío de Bélgica y el de la ciudad de México. Tan parecido al aire frío del cuento de Lovecraft. El problema es cuando el frío te llega a los huesos, cuando el contexto, el ambiente le gana al cuerpo. Así es, según Collado y Andrés, que los que sufren un naufragio en aguas heladas mueren congelados en doce minutos, el tiempo que aguanta el cuerpo en aclimatarse al ambiente y es entonces cuando se congela y muere de frío. Me pregunto si entonces los pordioseros que vi en aquella ciudad lejana tienen alguna membrana impermeable que les permite sobrevivir, tirados a flor de calle, en las puertas de comercios ya cerrados, las noches enteras llenas de nieve. O si se trata de una ilusión óptica, como la fotografía que tomé (borrosa) de un bote de basura congelado con una bolsa a un lado, que semeja un perro escarchado. Esa última noche en Bruselas el frío me arrebató las últimas energías, o eso creí yo. Me di un baño en la tina del cuarto de hotel, sin pensar, inconsciente escribidor, en los pobres que yacían calles mediante, en el frío ambiente de la noche, y no pude mas que leer, sumergido en el agua caliente, unas cuantas páginas de un libro que no me ha gustado. Apenas alcancé la cama, mojado como estaba, antes de desmayarme, agotado. Es decir, el agua caliente había acabado conmigo. Soñé que me había acostumbrado al aire helado. Al otro día mi vuelo partiría rumbo a la ciudad de México. Pero, como he dicho, el frío es tan igual y tan distinto: mella la voluntad, la energía, el movimiento. Pero extrañamente en mi estudio, ya en Cuernavaca, necesito sentir el frío de la ventana abierta, mientras escribo esto. Y les juro que a veces un estremecimiento me alcanza, sin saber por qué, un estremecimiento no del viento helado, no hacia un terror sobrenatural, quizá al darme cuenta de que sólo así hago consciente mi presencia, mi vida, como el extraño caso del doctor Muñoz, magistralmente narrado por el citado Lovecraft.

domingo, 6 de febrero de 2011

Es por el frío

He revisado las fotografías tomadas y más de dos docenas están borrosas o fuera de foco. Ya había notado yo en Bruselas que mi vista había disminuido, al tratar de ver el mapa de la ciudad, acercándomelo o alejándomelo, con el mismo resultado. Tenía que quitarme los lentes y situar el mapa a diez centímetros escasos de mis ojos, la distancia correcta para ver exactamente el mundo sin mis prótesis oculares. Lo mismo me sucedía con los menús en los restaurantes. Es por el frío, me dije. Seguramente es por el frío. Pero ahora tampoco veo. De un tiempo en adelante, todo será culpa del frío. Hasta la nueva graduación de mis lentes. Tal vez vi demasiado en Bruselas: puede ser que mi mirada se hartó de tantas cosas nuevas y de tanta nieve que no puede, aún, terminar de volver a la normalidad de mis dioptrías. Tal vez no debí ver tanto o dosificar la vista. O debí llevarme unas buenas bufandas para mis ojos.

domingo, 30 de enero de 2011

Bruegel y El Bosco en carrousel

Miren ya, cómo es que el gran pez vuela en pleno mar urbano, remembranza de Bruegel y de El Bosco, esperando a sus pasajeros para viajar a quién sabe dónde. O tal vez volar con esas extensiones de cuero, sobre el mar, o quizá ser devorado por ese ser anfibio que hundirá su presencia en el fondo del océano, ¿que cuál océano? No importa, no se fijen. El océano del mundo y se acabó, responde el trabajador que, si no sabe de océanos ni de mares, conoce el alcantarillado y lo recorre, con un pañuelo en la boca, para afrontar de nueva cuenta la labor del tiovivo que comenzará sus vueltas en cuanto la noche arrecie y los niños pueblen este lugar nevado, lleno de sueños con la jaula abierta…

sábado, 22 de enero de 2011

Ahora

Un cuerpo inerte con cicatrices marcadas en la espalda: es el lomo de una calle cualquiera en un devenir inclemente del invierno.

sábado, 15 de enero de 2011

Para entrar en las iglesias

Había una razón para entrar en las iglesias en Bruselas: buscar imágenes paganas entre los cuadros, los retablos, las imágenes y las lápidas; ello incluía imágenes diabólicas o de la muerte, seres mitológicos y hombres verdes. Les encontraba asomados entre los púlpitos, al pie de algunos santos, entre los altorelieves y algunas veces en las columnas. Pero encontré otra razón de peso para entrar en las iglesias, por lo menos en Bruselas. Dirán que mi ideología ha cambiado, pero mi vivencia en esa tierra llena de nieve me hizo ver las cosas con mayores claridades. La otra razón que descubrí para entrar en las iglesias eran las rejillas metálicas en el piso, que despedían un calorcito abrasador forjado en las calderas de los subterráneos y que daban consuelo al helado transeúnte. Quién sabe, a lo mejor no era el calor de las calderas, sino el de los mismísimos infiernos.

domingo, 9 de enero de 2011

Mercator

Mi excelentísimo, prudente geógrafo, permítame hacer a su merced una breve plática en términos poco amables, si es de parecer, pero sinceros, si ha de saber usted a ciencia cierta, porque, sabio cartógrafo marítimo, me parece incongruente, mi excelso señor, que permanezca usted envuelto en mármol, sin cosa mayor de hacer, tomando el mundo en sus manos, mientras lo más cercano o parecido a un minúsculo océano esté frente a vuestra visión, en forma congelada: la fuente apenas expele sus pequeños chorros y el agua lucha por no congelarse, en su ejercicio continuo, desde muchas eras posteriores al año de 1569, el año que usted ideó, empleando soberbio tino y sabiduría expresa, el primer mapa que habría de dar buena y grandísima guía a los navegantes y que el señor Poe habría de consultar, o por lo menos conocer, para otorgar vida a sus relatos y aventuras del marino Gordon Pym y para describir, con maestría literaria, los aconteceres ocurridos en Un descenso en el Maesltröm, porque, retomando el hilo de mi relación, como parece, llegará un día en que los océanos se conviertan en hielo y uno deje de navegar, estimado Gerardus, y quizá usted pueda inclinar algo el orbe con extrema diligencia para ver si se derrama un atisbo del agua y todo el clima cambia, seguramente provocado por la nostalgia que tiene su merced de escuchar el correr del agua con su solemne presencia enfrente suyo, en este jardín ahora nevado, pero en el que usted permanece, a su salvo, aún sin decir más palabras o hacer ágiles aspavientos, como es de harto notar, cubierto de mármol y, en estas épocas, por si fuera poco, señor Gerhard Kremer Mercator, atosigado por la nieve. Apenas me dirijo a vuestra merced, que me cala el frío, desfallezco y usted permanece jubiloso, por lo menos es decir, tan campante.

Vuestro humilde servidor, Dn. Marqués de La Puerta, quien se congela a un paso de su mirada y guarda la expectativa de que su excelencia elabore un nuevo mapa para hacer brotar aunque fuere un modesto rayo de sol para renunciar, ahora que permanezco ya vuelto hielo, a observarle observando el mundo.

miércoles, 5 de enero de 2011

Noche albina

Es pasar en un mundo donde todo es borroso. Caminar frente al abismo mientras los reflectores como aves de presa hacen mella de la presencia de quien atraviesa por el espacio abierto que los edificios han dejado, como un pequeño territorio para guardar al aire y al frío. Muy cerca del Edificio Tin Tin, las sombras se tambalean sobre la nieve, mientras la gran tormenta cae a peso de estancia bajo las farolas. Pocas almas se adentran en la piel de la noche mientras la nieve cae, sin prisa, al mantener el tiempo de su lado, dando cobijo a las calles que, sin poder quejarse, reciben la helada presencia, insensibles, inamovibles.

Procuran caminar las sombras, hacerse a un lado, buscar cobijo, el buen cobijo de una casa calentita, de una cama con cobijas térmicas o, si no es posible, de un espacio en la entrada de un edificio donde no caiga ni un dedo de nieve, como he visto, como vi a la gente acomodándose en esos espacios para pasar una noche de infierno en invierno. Y otros, caminar bajo la noche con el andar sin presunción, sin apremio, deslizando sus huellas en la albura, que serán devoradas en segundos por la escarcha, el gigante hambriento suelto, escaso paseo nocturno que deviene en nada, al tomar la calle la inconsciente nieve. Así, las farolas se divierten con sus luces, la nieve resplandece al deslizarse sobre el viento, erizarse al toque del abrigo, de la bufanda, de la bota, y prenderse a las telas sin reparo.

Andar, así, con cámara en mano, con la escasa chamarra y una bufanda marrón que viene de otras latitudes, en una noche de invierno, me convierte también en una sombra, que deviene intruso en el paisaje que pretende retener un solo color bajo su manto de plena algaba. La calle enlucida se arremolina sobre sí, y entretiene en su blancura a los transeúntes que, como yo, están a cielo abierto con su sola animalidad encima.

Corte a la piel con el viento frío, quejumbroso, violento, de esta noche: los copos de luz destellan con presencia ausente de tibieza y tras el lente busco, tal vez, el resplandor final que me permita arremeter, completo, hacia mi existencia fría, convertido en ser de nieve, actor helado, ser que crepita con su propia mirada enardecida de necio estar en una noche albina.

Archivo vivo

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