martes, 22 de junio de 2010

José Luis (No)

No llegará el viento y esparcirá los polvos que con los años será José Luis. No fertilizará la tierra con su descomposición; seguirá en su estuche de luto. Un tiempo criará gusanos y durante otro tiempo más largo dará vida a colonias de bacterias, finitas como él. Porque nada es eterno, aunque en las historias que solemos contar haya ciclos inacabables desarrollados en una complejidad que se alimenta de lo elemental. Son ciclos de carbono, compuestos de oxígeno, aros de hidrógeno, bases de nitrógeno… lazos de fósforo que dan sostén a las escaleras fundamentales y multiplicadoras de la vida que conocemos. Lo más pequeño que eso (las invisibles partículas develadas por un arrojo conjetural) se agita entre un sol que nació en un gigantesco estallido y que se apagará envuelto en las llamas avivadas de su conflagración, un chispazo insignificante observable en otra región estelar millones de años después de haberse extinguido su origen. ¿Algo o alguien enormemente distante podría captar esa agonía, ese resplandor final, esa especie de luz de la muerte? Luego, después de colapsarse el camino lácteo y diluirse en sus vecindades, ¿José Luis y algo de lo que habremos sido todos bullirán como polvo del cosmos? Quiero decir, me parece que no serán nuestros ínfimos componentes disgregados, los de cada quien, nunca más, posiblemente otra vez reunidos, una forma de la conciencia que fuimos. De no ser así, si existiesen nuevas reuniones, ¿se producirían historias tramadas con sensibilidades y lenguajes que forjen, al nombrarla porque se ejerce, algo parecido a la amistad? Me tuteo con el azar, lo arrostro, pero terminan por imponérseme su creatividad y su letalidad abstrusas. Con José Luis encaré varias veces las oleadas adversas del azar. Lo único seguro en esas marejadas fue nuestra amistad, solamente.

Ahora, en torno a mi amigo, ni el hidrógeno ni el fósforo se inflamarán, no habrá linterna o bujía alguna que lo vele. Está solo en un cajón que fue comprado para él, un cajón escogido de entre tantos iguales para contenerlo nada más que a él. Dentro, su masa decrece entre pudriciones, en su gasificación. Está muerto. Muerto es. Esa es la inmaculada verdad. Lo extraño. Esa es otra verdad, que no tiene consuelo ni finalidad, sino sólo, digo yo, una causa contundente de expansión pertinaz. No hay marcha atrás. No.

sábado, 5 de junio de 2010

José Luis (Allá)

Una vez me dijo don Rubén que alguien bastante diferente de mi amigo necesitaba silencio para poder vivir, un silencio excepcional, podría decirse que verdadero, diríase que literalmente en todo punto indispensable. Sólo podía valer uno que otro ruido interior. Por ejemplo el corazón encogiéndose y ampliándose: un autómata. Por ejemplo el resuello: otro autómata. Por ejemplo un acomodo visceral: un autómata más. Nada más.
Don Rubén me dijo que ese hombre halló el silencio suficiente dentro de una cueva larga y honda, después de haber agotado todos los recursos que tuvo antes a su alcance: páramos extensos y lejanos, cuartos aislados y cerrados, cuevas menos profundas, incursiones narcóticas en su interioridad. Ese hombre no necesitó morir para producir el silencio imaginado.

José Luis encontró un silencio que no buscaba. Era sin embargo un silencio para el que se había preparado durante cuatro años en los que sabía que se le suspendería más o menos pronto el aliento. Fue afortunado: pudo prepararse durante un año más, no obstante el dolor de dejar a sus hijos, a las mujeres que amó, la obra que construyó y sobre todo la que podría hacer. Él ya no puede estar acá. Está en su nuevo lugar. Me gustaría estar junto a él, en la oscuridad, sin conversar, sin cantar, sabiendo que las uñas y el pelo le crecerán durante varios años: más autómatas. Me gustaría oír el silencio de su derredor, sin pulsos, sin soplos, tal vez alguna crepitación sofocada o el roer de varios insectos, y ya. Allá en su recipiente está él, no más allá. No hay más.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.