domingo, 28 de septiembre de 2008

El destino de una fotografía

Se trataba de estar ahí, de ver si podíamos hacer algún proyecto acerca de agua potable y comunidades yaquis. Pero se nos había advertido acerca de que no podíamos tomar fotografías. Desobedecer era poner en riesgo nuestras cámaras. Andando, Fernando Leyva y yo llegamos a un cementerio, donde se ofrecía una ceremonia, entre cruces de colores. Esa vez yo llevaba la cámara de mi abuelo, una Topcon reflex con visor desmontable. Eso significaba que, desde la cintura donde colgaba, quitándole el visor, podía ver, sin moverme demasiado, una pequeña pantalla en la que se reflejaba lo que mis ojos podían ver sin tanto lío. Recuerdo que la ceremonia se llevaba a cabo en yaqui y nosotros fuimos vistos con curiosidad mientras nos acercábamos, juntos. Esperamos un poco, parados junto a la gente, para transformarnos en invisibles. Sucedió luego de un buen rato: los pobladores dejaron de vernos y nos convertimos en parte de los espectadores, en parte de la ceremonia. Fue ahí donde no recuerdo si yo le hice una seña a Leyva o si él me la hizo a mí. Acuerdo tácito mediante, enfoqué lo mejor que pude. Con la pantallita de la cámara encuadré a una señora y en el fondo una barda de madera pintada de amarillo, un hombre recargado en una cruz azul y el esplendoroso cielo con blancas nubes. Tenía el exacto encuadre, no estaba seguro del foco porque a la distancia y con mi miopía me era imposible mirar con detalle. Diafragma en 22, para asegurarme.Velocidad de 500. El sol pegaba fuerte, era cerca del mediodía y eso ayudaba a que las mediciones de la cámara tuvieran las condiciones adecuadas. Miré a mi alrededor, perdiendo un poco el encuadre y recuperándolo casi de inmediato. Si los pobladores se daban cuenta de que tomaba una foto la cámara de mi abuelo podría desaparecer o, al menos, el rollo. Leyva se llevó la mano a la boca y, con precisión tosió, enmascarando el “click” de la cámara.

Capturé un momento de esa ceremonia. Años después, por cierto, perdí el negativo. La única fotografía impresa también la perdí, cuando presté un álbum fotográfico a José Antonio Aspe, que nunca me devolvió. Sólo sobrevivió la ampliación que mandé hacer y que conservo en una de las paredes de mi oficina. Estoy seguro que en cualquier momento, es ineludible, voltearé hacia el cuadro y estará en blanco, o se irá deslavando poco a poco…

jueves, 25 de septiembre de 2008

Opinión

Para Carlos Fuentes Ruiz
De Mélissa Theuriau opino que, ante el masivo asedio de su intimidad anhelada y debido a su belleza esplendente y axiomática, debe vivir un tiempo a mi lado para recibir cobijo sin ser mirada; que permanezca unos días admirable e intacta para resarcirse ella misma de la deuda que su belleza causa, y que luego de un mes de haber sido por mí visualmente ignorada, se asome sin ambages a mi sangre rediviva, latiente por obra de la nueva forma de vida que la observación actual de su rostro me anuncia y ofrece.

Así, el segundo mes me dedicaría a oler sus cabellos de trigo, a indagar sus perfiles sin mayor propósito que constatarla, a meter mi vista oscura en los ojos suyos, de agua, para remojarla; después de eso besaría sus labios con besos que sólo ella tendría y luego me entregaría de forma exclusiva a oler lo que las mujeres, de su cuerpo, tanto aplazan.

El tercer mes lo dedicaría a tocarla enteramente sin dejar de mirarla completa, de modo directo, también mediante espejos y con intermedio de un vidente que quedaría ciego al adivinarla y mudo tras vaticinarnos. Pasearía con ella por los viñedos, por las calles, por los cementerios, por los casinos, por las plazas, por las televisoras francesas y por el orbe de mis pensamientos difusos.

Si después de ello mi vida y su vida tienen ulterior e insobornable sustancia, quizá podría pensar en amar nuevamente y en amarla.

Si así hubiere sido, la primera mitad del quinto mes me enamoraría de lo que ella fuera mostrando en la cocina, en las escaleras, en la sala, en los sillones, en las orillas de las camas. Al fin, la segunda mitad de ese mes me olvidaría gradualmente de ella para estremecerme otra vez al volver a encontrarla.

Ya olvidada, el sexto mes entraría a la Red, accedería a la fotografía que de ella Carlos me ha enviado. Y le diría a mi amigo qué opino de Mélissa después de haberla buscado a través de ciertas ligas, de algunos vínculos, en determinadas galerías supletorias, intangibles, informáticas.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Casa

Las rutas quedaron atrás, en adelante no hay más que simas, campos yermos, playas sin puertos y una colosal muralla circundante, alta, muy alta. Allá, detrás de ella, hay un nuevo lugar, suficientemente ruinoso y desolado para pensar, reflexionar, sentir y por fin juzgar; en él haré juicio sobre lo ocurrido afuera y daré mi fallo; mi justicia será inflexible, incorrupta. He estado antes ahí. Será mi casa.

Abofetearé allí a la rabia para enaltecerla con su esencia, desgarraré a la cordura para desnudarla y de esa manera ensalzarla, verteré mis zumos agrios y exudaré mis dulces jugos. El veredicto no tendrá rasgo alguno de perdón; hallaré paz. Si algo queda, cantaré discretamente. Estaré afligido un tiempo, después traspasaré otra vez la muralla; saldré como quien descansa luego de haber matado y volveré a empezar. Habré honrado así mi soledad. Dentro y fuera, tendré un lugar.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Alejandro, ocasamente

Y digo que conocí a Alejandro más que tardíamente, ya en el ocaso, porque fue hasta que él dirigía el Instituto de Cultura del Distrito Federal cuando tuve la oportunidad de conocerlo personalmente. Me lo presentó Andrés, en un evento de poesía en pleno zócalo de la Ciudad de México. No puedo decir que recuerdo los poemas leídos por Alejandro en el corazón de la gran urbe. Eso no. Sé que leyó algunos contenidos en su libro Poeta en la mañana. Recuerdo, eso sí, el letrero gigante con el poemínimo de Efraín Huerta:

Dispense
usted
las molestias
que le ocasiona
esta
obra
poética.

Recuerdo también que esa tarde de poesía en el zócalo leyó Olivia de la Torre y que presentó su sillón para poetas Oritia Ruiz, mi compañera, y Andrés y yo nos dedicamos a “contemplar sus triunfos”, como dice el propio Andrés. Recuerdo que Aura estaba vestido de blanco, con un saco beige, según me indica la fotografía que le tomé ese día, aunque en mi memoria lo hacía todo vestido de blanco, no me pregunten por qué o cómo funcionan estos mecanismos extraños del cerebro. Tal vez el cabello cano se entretejía con su sombrero, bajaba por su ropa dándole un tono nacarado a su vestimenta, no sé. Sonriente, hizo cara de extrañeza, como si intentara reconocerme o mi rostro se le hiciera familiar. Yo intentaba decirle que tal vez me había visto desde el otro lado de alguno de sus libros, o desde atrás de la pantalla del televisor, o tal vez desde el micrófono, cuando cantaba esas canciones del pirata sin rabia. Era tarde, en la plancha del zócalo y Alejandro tenía que subir a leer. Me quedo con esa tarde, llena de tonos blancos, beiges y grises. De extrañas sensaciones y de la ocasión en que estreché, por primera vez, la mano de Alejandro.

martes, 16 de septiembre de 2008

Alejandro, tardíamente

Puedo decir que no conocí a Alejandro. Cierto que había leído algunos de sus libros, empezando por un extraño compendio de cuentos, Los baños de Celeste. Y a lo mejor lo primero que leí fue alguno de sus poemas en Mester, porque había algunas revistas derivadas del taller de Arreola, en la casa de mis padres. También recuerdo haber disfrutado de los programas de televisión Entre amigos y En su tinta y de haber escuchado un disco, El Pequeño pirata sin rabia, un cuento de Carmen Bullosa con música de Briseño, Hebe Rosell y El Séptimo Aire y con la voz inconfundible de Alejandro. Así que conocí a Alejandro y no. O a la distancia. Pero algo en lo que caigo en cuenta es que siempre estuvo presente: desde lo que he relatado, o la continuación, que fue que cuando hice mis pininos en esto de la comunicación para el desarrollo y hacía copias de videos sobre desarrollo rural (en ese entonces todavía se usaba el formato VHS), Aura era el locutor y varias horas las dediqué al copiado, escuchando su voz. También he sabido de algunas anécdotas de Alejandro por un amigo compartido, Andrés González Pagés. Es por ello que Alejandro siempre ha estado revoloteando por acá, a veces en forma de palabras, a veces en forma de poema, a veces en forma de anécdota; otras ocasiones, con la voz escarpada y con la entonación enfática precisa. Pero, entonces, quiero corregir: conocí a Alejandro poco a poco. Pero de forma tardía.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Contemplación

El terco empuje de la contemplación me lleva más a menudo de lo que quisiera a un estado indefinido, que tiene algo de tristeza y de melancolía, algo de serena inquietud y de pasmo reflexivo, sin que la acción de contemplar tome cuerpo rotundo en alguno de esos estados, sin que siquiera ese acto migre entre uno y otro de ellos, porque ninguno contiene al sentimiento ocasionado por la contemplación. Es estado contemplativo, me parece, y nada más; situación anímica recargada en el paso fatal, incesante, de las horas por la vida. Es contemplación, nada menos; una flexión del ánimo sobre el camino de las intuiciones, combinada con un torcimiento de ese camino, donde idear es un acto tan libérrimo que escapa al razonamiento auténtico, donde el doblez anímico trae consigo la anarquía del ensueño y nos desmadeja paulatinamente en sentimientos y sensaciones, sin deshacernos.

Es un momento que está a pocos pasos de ser neutro para la emotividad e inocuo para el discernimiento. Pero el momento no llega, porque tal pureza aséptica no existe. Es así un momento que en verdad pone a prueba al alma, y que supone mayor dificultad para ella que para el pensamiento. Éste suele salir avante del enorme peso que para aquélla significa hacerse cargo, involuntariamente, del carácter efímero de las galaxias más viejas y del que distingue a los insectos cuya vida se mide en horas, o del que atañe a los embriones abortados. Sin embargo para el alma es más difícil salir indemne de la contemplación recurrente, porque antes que pensarnos contemplando mientras contemplamos, padecemos la contemplación, sintiendo, sintiéndola con ella y en ella, en el alma. Sentir es así un arte supremo, mientras que pensar es un oficio artesanal; oficio muy sofisticado, pero que compete a la abstracción de sentimientos y sensaciones protagónicos, no a una naturaleza humana sentimentalmente agonista; naturaleza tan intensa que nos abate o nos exalta antes de que expliquemos y dictaminemos qué sucede, quién o qué es agónico y qué o quién desiste, qué agoniza y qué se rehace.

Durante mis reiteradas contemplaciones las piedras son tan frágiles como el polvo de su desmoronamiento, o tan lábiles como las facetas de su estratificación secular: son caras desvastadas, comprimidas, cicatrizadas y a veces desbaratadas por las eras. En efecto, en los últimos días, esas situaciones anímicas y sentimentales exaltan ante mi percepción la fragilidad de los mundos, la vulnerabilidad de los más fuertes corazones, la labilidad de las voluntades más recias, el debilitamiento de los más acrisolados amores, el decaimiento de los más tenaces pensamientos y de las más sentidas amistades. En momentos tales, nace, fuera de mi control, un heliotropo que se dobla y se cierra por las tardes, un coro de grillos que ensilla en sus cantos al jinete apocalíptico de una noche perpetua. Experimento piedad hacia el conocimiento, hacia los amores, hacia las moscas, hacia las palabras, hacia los triunfos radicales, hacia la belleza. Sería bueno que saliera un poco el sol, entonces.

¿De dónde podemos tomar fuerza cuando decae la nuestra? ¿Acaso de la constitución del alma de lo que nos es querido? ¿Tal vez de la descomposición de nuestros contrarios? ¿Quizá de ambas partes? El huracán que genera mar adentro la máxima estampida de sus fuerzas espirales decrece y se abate en el centro terrenal de la contemplación del mundo. Es cierto.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.