jueves, 31 de diciembre de 2009

Una gélida mano

Frío que se cuela por entre las ropas y los huesos. He sentido esa helada mano que toma la médula y no la suelta, aunque haya de por medio ropa abrigadora y cobijas suficientes para asarme. Es un frío especial que entra por mi ventana, en la madrugada y que me toma por sorpresa mientras consulto páginas en internet, bajo archivos o escribo. Hace días que no escucho al murciélago volar, quizá esta helada estación no le permite desplegar las alas. Es lo mismo que me sucede: cuando esa mano gélida me toma de los huesos lo único que pienso en hacer es taparme. Y, como he dicho, ni eso funciona, ni eso hace que el frío se escape, vaya y busque a otra víctima. Crudo invierno, esa es la expresión que se usa en estos casos. Mano fría que me recorre el cuerpo. Me consuela que siempre habrá una cobija cercana o una mano caliente que me tome y me lleve a la cama, lugar donde puedo encontrar cobijo. Pero a veces ni eso: la mano fría me acompaña hasta en sueños y es entonces cuando no descanso y me levanto muy cansado, de tanto batallar y evitar el toque gélido. Cambio climático, dicen. Frío del demonio, digo.

martes, 29 de diciembre de 2009

Gimnasio

Después de estar en la tina me tendía bocabajo en la camilla de un cuarto diminuto mientras Gabi corría hacia abajo y hacia arriba un cilindro que emitía un rayo láser por uno de sus extremos, sobre el tendón de Aquiles izquierdo. El tendón me dolía sobre todo en su abultamiento. El propósito era que la repetida focalización del rayo, calibrada a una cierta profundidad subcutánea, contribuyera a desbaratar los tejidos inespecíficos que hacían de mi tendón un tirante parcialmente roto aun estando entero.
Luego Gabi frotaba con fuerza creciente el tendón, presionando y comprimiendo desde la pantorrilla, como si pudiese disolver con las manos los bulbos fibrosos que me hacían caminar rengo. Pero no, esos nudos son tercos, amantes de las bufonadas, por eso, después de comprimirlos, me convertían en un macaco de esqueleto contrahecho, maldecido por alguna tara inevitablemente heredada. A veces, debido al dolor, retorcía la pierna desde la cadera. Los bulbos se burlaban de mí por encima de mi talón, en el señorío de su mezquina resistencia. Sin duda prefería la tina y sus aguas cálidas y turbulentas. Después de las sesiones con rayo láser pasaba al gimnasio.

El gimnasio era muy alto, el aguafuerte de una cámara de Piranesi que documenta el curso del tiempo congelándolo con maestría mediante perspectivas creadas por máquinas mayúsculas dispuestas en primer plano y aquellas ruinas pequeñas y grises que éramos los tullidos. En un espejo enorme nos reflejábamos unas barras paralelas y mi figura intentando caminar con naturalidad mientras me apoyaba en los maderos.
Nunca estuvimos más de tres pacientes, cada cual con su terapeuta. Un joven se sentaba en un sillón que le movía la pierna izquierda con engranes y un motorcito eléctrico ocultos. Era un suplicio que Goya podría haber esquematizado bien en dibujos hechos a tinta y lápiz. No podía haber más colores en las sesiones del gimnasio, sólo blanco y negro. Un hombre mayor subía una escalera de madera, con barandal y cinco peldaños; daba vuelta en la plataforma en que remataban los escalones y bajaba por una rampa larga. Luego podía hacer o no todo el recorrido en reversa. O reanudaba de frente sus recorridos. Vueltas interminables a la manera de los personajes incidentales de Escher en escalinatas recursivas. Las terapeutas daban órdenes como entrenadoras de mártires. Su máxima misericordia sobrevenía cuando decían —Nos vemos aquí mañana, a la misma hora.

Las sesiones terminaron para mí dos días después de haber empezado a ver en el espejo una mancha blanca, expansiva, que prometía a mis pies dejarles andar bien de nuevo, en los preparativos de juegos paralímpicos que todavía no comienzan. La promesa no se ha cumplido, todavía.

domingo, 27 de diciembre de 2009

¿Y ahora?

Ahora me levanto con la consciencia de que han iniciado mis vacaciones. El tiempo es sólo mío. Curiosamente, cuando me siento frente a la computadora, sin presiones ni otro tipo de pensamientos distractores, no encuentro de qué escribir. Tal vez la pesadez de los días laborales no se disipa tan fácilmente como yo creía. Así que, estimado lector, esta vez escribo sobre mi propio proceso en el que las palabras tendrán que venir mediante la invocación, la búsqueda o el reconocimiento. En otros tiempos le llamaban inspiración, asunto que creo, no existe. Mientras tanto, acabo de descubrir que un autor al que yo le prometí sacar su libro (y por motivos económicos no pude, justificación caduca), acaba de publicarlo. Presentaciones en México y en Puebla lo atestiguan y, aunque él me dijo en su casa una vez que yo era el culpable de que él se lanzara a esa aventura, temo que esté un tanto sentido conmigo. Lo siento, a veces me voy de boca. Como cuando me dije a mí mismo que tendría tiempo para escribir y retomar este blog y apenas va pasito a pasito. Espero soltar la mano pronto. Mientras, cierro este texto fallido, con perdón a los lectores.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Tina

De antemano no podía decir que la tina era incómoda, menos los remolinos, pero estar ahí resultó difícil los primeros días. La turbina revuelve el agua con tanta fuerza que millones de paletas líquidas golpean incesantemente las piernas después de sumergirme hasta el pecho en la molicie sosegada de la transparente sustancia. El agua bulle loca en ese manantial salubre, con aroma de azahares. Brota entre los borbollones la imagen quebrada de mi cuerpo. No tengo pies ni piernas para la vista, son perturbaciones amorfas ocasionadas por una refracción exagerada de la luz que atraviesa la orgía de una hélice en el agua. Para el tacto, tengo tantas piernas como brazos un pulpo que pierde su capacidad de locomoción en un desierto y queda expuesto a rachas inconmensurables. El calor del agua induce al cuerpo a distenderse, y a la parte más primitiva del cerebro a tener añoranza por los mares. Pueden escucharse en la tina los cantos de las ballenas y sus resoplidos tribales.

Así es. Más temprano que tarde, el cuerpo entero cede, deja de rebelarse, se amolda a la tina y a su frenesí cálido y aromático. Todo es calma en el centro del torbellino. Todo es claro en el corazón de la fosa. Tiritan los párpados con el temblor de las alas de la libélula, mas la visión es firme. Llegaba Gabi con una pelota y me decía qué hacer con ésta; primero guiaba mis piernas con sus manos, suavemente; luego me daba instrucciones. La pelota contenía en parte aire, en parte agua. La fisioterapia incluía la compresión de la pelota con las corvas, con los tobillos, con los muslos; flexiones completas de las rodillas, rotaciones de los tobillos. Después de media hora el agua hacía todo más fácil. Apagaban la turbina. Salía de la tina como néctar muy espeso o pulpa de alguna fruta dulce y agria que fue batida en una marmita enorme. Así era mi cuerpo. Así era la tina, de acero inoxidable, de consistencia parecida a la de la plancha donde diseccioné un cadáver cuando estudié medicina; y amable, como la boca de una mujer blanca que amé y que me amó suave e irreflexivamente en la ducha de un cuarto de hotel que no tenía bañera.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Orhan Pamuk

A vuelo en la lectura de un libro maravilloso sobre Estambul, veo que Pamuk, el autor, cree que hay un doble suyo en algún lugar de esa misma ciudad; por mi parte estoy convencido de que todos tenemos un doble; yo me encontré con el mío hace mucho tiempo, mientras iba en la primaria: estatura, complexión, cabello, hasta lentes. Pamuk soñaba con encontrarse con ese doble, de niño. Yo me encontré al mío y ahora le he perdido la pista. Tal vez, mi estimado Pamuk, tengamos más de un doble en varias ciudades del mundo. Será, tal vez, que los trece que somos en el universo nos multipliquemos indefinidamente al mirarnos en los espejos y que, aunque no sean estambulíes o mexicanos, nuestros dobles nos buscan o sueñan con nosotros. Quizá somos la imaginación de nuestros dobles que ansían encontrarnos y, mientras tanto (y qué bueno, qué fortuna) preferimos pasar el tiempo, mientras se da este encuentro o este reconocimiento, por ejemplo, escribiendo.

martes, 15 de diciembre de 2009

Leyendo, leyendo

Ejerzo mi derecho a leer, aunque el transporte colectivo lleve música a todo volumen y sea casi imposible concentrarse, entre las canciones ridiculas, cursis y malsonantes (que van desde el reggaetón hasta el cuasi rock cristiano). Me instalo en el asiento, todas las mañanas, abro la ventanilla y tomo mi ipod (sí, perdonen esta modernización) y mi libro. Escuchando a Bregovic o a Kusturica o a Ry Cooder me meto en el libro. Una hora de lectura en la mañana es reconfortante, aunque los vaivenes del transporte de pronto me mareen un poco. Y he encontrado en esa hora un nuevo acercamiento a la lectura: leer un libro es tomar una avalancha, porque no basta con uno sólo, sino que tengo comenzados al menos tres libros más que esperan su turno, puestos en varios lugares de mi casa. Cada libro se instala en su lugar, como éste que llevo en la maleta y que resplandece todas las mañanas. A veces sigo la lectura después de que bajo del transporte y camino un poco hacia mi oficina. Me cuesta abandonar ciertas lecturas. Y luego arribo a mi oficina y, si no hay asuntos urgentes (que miren que los “asuntos urgentes” se han multiplicado en estos últimos tres años), tomo otro libro que ahí me espera y leo algunos minutos más. El asunto, quizá, es que se ha acrecentado mi adicción por el sabor de las palabras.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Pero fumando afuera

Frío corriendo por las calles de esta gran ciudad. Viento helado que provoca que en un minuto mi rostro se encuentre plagado de copos de nieve, mi nariz hecha un hielo. Salgo a fumar, en pleno Periférico, desde que existe esta discriminación a los fumadores. En este mundo donde mucho se habla de igualdad, de respeto a la diversidad, me imagino que así se sentían los negros cuando no se les permitía la entrada a ciertos bares. Fumar forzadamente en la calle no me ayuda ni a tomar la pipa con gusto ni a deleitarme de lo que ello significa: escuchar, reflexionar, pensar. Porque mi fumadera consiste en conectar ideas, en prender la escucha, en activar las ideas ociosas y va más allá de sentir el humo en la boca y de calmar los nervios. Allí afuera me encuentro con más fumadores que, en otros tiempos, podíamos departir cómodamente en un restaurante o un café, bajo el cobijo de la charla abrigadora que íbamos creando. Ahora, en plena calle, con este otoño con cara de invierno tomándome del brazo, fumar es gastar el tabaco y tomar un tiempo de descanso. Se agota el tabaco, la calle sigue rugiendo y yo me imagino sentado, tomando un café, con el ambiente templado y no con este frío infame. Pero fumar en este mundo ahora no es asunto de placer, sino de despojo. Y los que hacemos bailar el humo hemos perdido un poco de la gracia de nuestro antes alegre y amable oficio.

martes, 8 de diciembre de 2009

Una de quejumbre

Intento retomar este espacio medio olvidado. Tal vez algunas palabras de viajes no salgan tan fácilmente, ahora que el sedentarismo de la mancha negra hidráulica me absorbe en la silla azul en la que me aposento casi todo el día, enchufándome con cables invisibles a una computadora que nada sabe y para todo sirve. Si vieran la estupidez en la que se ha convertido la mitad cibernética de los mensajes que recibo, de lo que leo en la pantalla, de las exigencias incongruentes que me llegan a diario, sentirían lo que es ser absorbido en energía pura por una masa absurda e informe. Me acuerdo de Lovecraft, y ni siquiera he tenido la suerte de toparme con el Necronomicón. Ahora, en estos días de diciembre quisiera robarle a la oficina todo el tiempo que me quitó durante el año y tomar algunos libros, encerrarme, fumar una pipa y tomar café en abundancia, para relajarme y ver si deveras todavía sigo vivo.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.