lunes, 28 de febrero de 2011

Una casa vista desde arriba

Desde el segundo piso del hotel en que me hospedo en Mérida se contempla mucho mejor el espacio contiguo. Fue Roberto el que me sugirió que mirara. Vaya, Roberto, que a los quince minutos de que lo dijiste, ahí estaba yo, como mirón de pueblo, asomado desde el pasillo del hotel, viendo hacia abajo, hacia la casa de junto. Una casa extraña, no podría ubicar su antigüedad en realidad ni saber si pertenecía a la vieja y colonial Mérida o fue construida después. Tal vez habría sido remodelada desde una casa en ruinas. El techo de tejas podría informar que se trataba de una casa antigua, más rústica de las que se asientan alrededor. Además, las tejas están sucias, enmohecidas, algunas rotas. Es una casa en la que nadie se para hace tiempo o, tal vez sólo sea que nadie sube al tejado ya a limpiarlo. La casa tiene una forma ligeramente oblonga y desde arriba casi se ve cuadrada. Los cuartos están dispuestos alrededor de un espacio abierto al aire libre y todos tienen puertas de piso a techo, con canceles oxidados que alguna vez semejaron un color plateado. Cada puerta tiene una cortina blanca cubriendo las miradas curiosas, como la mía, reguardando los interiores. Pero son cortinas muertas, abandonadas, casi mortajas. Parecería que ya no descorren. Algunas puertas tienen mosquitero, otras ya no lo conservan. Y todas las puertas están a una distancia de cincuenta centímetros del espacio central, a cielo abierto, en donde reposa una alberca de color azul. Parecería que la casa está construida para albergar a ancianos o a enfermos que necesitaran algún tipo de hidroterapia y que requieren ir de su cuarto a la alberca y viceversa. Desde mi posición percibo que el espacio entre las puertas y la alberca es incómodo para recorrerlo, pero adecuado para salir, sumergirse y luego retornar a las habitaciones. Como toda la casa, la alberca parece no usarse más. Me parece, con el rabillo del ojo, haber visto un movimiento de una cortina, pero fue sólo, seguramente, el vapor del calor de la tarde que da cobijo al viento frío que, extrañamente, se desata sobre la ciudad en estos días.

O tal vez la casa perteneció a extraños seres anfibios que salían a refrescarse y volvían a resguardarse tras los cortinajes para cuidarse del sol. Casi puedo imaginar que algunos de los sobrevivientes otean por entre las cortinas, como esperando que la lluvia llene la alberca y puedan salir de nuevo, cuando la noche se instala, lejos de los ojos de esos otros seres que les circundan. Faltan algunos meses para la llegada de las lluvias. Sus pieles deben ser más ásperas. No queda más que esperar la temporada húmeda para acicalar su vida durante unos meses. Esperan.

Luego de cenar y antes de entrar a mi habitación, no puedo dejar de inclinarme sobre el barandal y ver de nuevo la casa. No hay nadie. No hay movimiento. Percibo que una de las puertas está abierta.

viernes, 18 de febrero de 2011

Tomando la maleta

Se me parte el pensamiento en dos. Por un lado sé que debo regresar. Por el otro me agarraría la locura de quedarme y rehacerme. Me gustaría traer la vida en la maleta y ser ciudadano de ninguna parte. Es la situación alterna del marinero, por ello el viejo Kerouac se enlistaba en los barcos; por ello tomaba carretera al menor pretexto; por ello llegaba hasta México; por ello Hugo Pratt creó a su alter ego, Corto Maltés, viajero y aventurero con amigos en cualquier parte del mundo. Por ello los mexicas dejaron Aztlán y fundaron Tenochtitlan. Por ello tantos marinos sueltan velas o toman remos, desde los viajeros a Rapa Nui, hasta españoles en busca de oro y de las siete ciudades de Cibola. Por ello quiero un nuevo viaje, para tener la oportunidad y los pensamientos alternos de estar en otras latitudes. Por ello, quizá, tengo mi maleta preparada siempre.

sábado, 12 de febrero de 2011

Lovecraftiano aire frío

Tan igual y tan distinto el aire frío de Bélgica y el de la ciudad de México. Tan parecido al aire frío del cuento de Lovecraft. El problema es cuando el frío te llega a los huesos, cuando el contexto, el ambiente le gana al cuerpo. Así es, según Collado y Andrés, que los que sufren un naufragio en aguas heladas mueren congelados en doce minutos, el tiempo que aguanta el cuerpo en aclimatarse al ambiente y es entonces cuando se congela y muere de frío. Me pregunto si entonces los pordioseros que vi en aquella ciudad lejana tienen alguna membrana impermeable que les permite sobrevivir, tirados a flor de calle, en las puertas de comercios ya cerrados, las noches enteras llenas de nieve. O si se trata de una ilusión óptica, como la fotografía que tomé (borrosa) de un bote de basura congelado con una bolsa a un lado, que semeja un perro escarchado. Esa última noche en Bruselas el frío me arrebató las últimas energías, o eso creí yo. Me di un baño en la tina del cuarto de hotel, sin pensar, inconsciente escribidor, en los pobres que yacían calles mediante, en el frío ambiente de la noche, y no pude mas que leer, sumergido en el agua caliente, unas cuantas páginas de un libro que no me ha gustado. Apenas alcancé la cama, mojado como estaba, antes de desmayarme, agotado. Es decir, el agua caliente había acabado conmigo. Soñé que me había acostumbrado al aire helado. Al otro día mi vuelo partiría rumbo a la ciudad de México. Pero, como he dicho, el frío es tan igual y tan distinto: mella la voluntad, la energía, el movimiento. Pero extrañamente en mi estudio, ya en Cuernavaca, necesito sentir el frío de la ventana abierta, mientras escribo esto. Y les juro que a veces un estremecimiento me alcanza, sin saber por qué, un estremecimiento no del viento helado, no hacia un terror sobrenatural, quizá al darme cuenta de que sólo así hago consciente mi presencia, mi vida, como el extraño caso del doctor Muñoz, magistralmente narrado por el citado Lovecraft.

domingo, 6 de febrero de 2011

Es por el frío

He revisado las fotografías tomadas y más de dos docenas están borrosas o fuera de foco. Ya había notado yo en Bruselas que mi vista había disminuido, al tratar de ver el mapa de la ciudad, acercándomelo o alejándomelo, con el mismo resultado. Tenía que quitarme los lentes y situar el mapa a diez centímetros escasos de mis ojos, la distancia correcta para ver exactamente el mundo sin mis prótesis oculares. Lo mismo me sucedía con los menús en los restaurantes. Es por el frío, me dije. Seguramente es por el frío. Pero ahora tampoco veo. De un tiempo en adelante, todo será culpa del frío. Hasta la nueva graduación de mis lentes. Tal vez vi demasiado en Bruselas: puede ser que mi mirada se hartó de tantas cosas nuevas y de tanta nieve que no puede, aún, terminar de volver a la normalidad de mis dioptrías. Tal vez no debí ver tanto o dosificar la vista. O debí llevarme unas buenas bufandas para mis ojos.
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