sábado, 30 de agosto de 2008

Nada

No hay misterio en la muerte, hay trances emocionales y temores instintivos en su derredor causal y casual, puede haber aplomo y a veces serenidad en las circunstancias de su aceptación, otras veces hay morbo en sus contornos, pero ella no embebe enigmas, no es continente de preguntas. Desoye, calla. Es sencilla, ordinaria, ni siquiera su fenomenología contiene asombro, aunque su inminencia es sudorífica y por ratos gélida o quemante; pocas veces resulta tibia. En ocasiones la presentimos de manera vaga y acometemos con bravura su lomo de leviatán; a veces se nos ofrece clara e inesperada en las escolleras de la conciencia y nos arredra con su cualidad contundente, o nos anticipa con avidez la anchura de su gran cavidad y peleamos con manos en apariencia duras o ardorosas contra los heraldos que envía, pero son manos lánguidas que bullen desprotegidas en el seno de un corazón táctil y fabril, gemelo del que hierve en nuestro pecho, batiente, sobrio, orgulloso, y que, como éste, sabe fecundar y amar, herir y matar, como nosotros.

Es cese la muerte, pero primero que todo es la íntima vecindad de la nada, es vacío, ausencia absoluta, el hueco adimensional por excelencia que existe para no ser allí, donde ello es sólo no ser. Como resulta inhóspita e imposible para ser, es llamativo que tenga un nombre acogedor y mullido, en el que caben todos los que ya partieron y donde todo lo vivo cabrá cuando la vida se quite. Algún día vendrá y nos cerrará los ojos, nos arrebatará por la fuerza el aliento, o lo tomará con liviandad.

A la postre, pues, traspasaremos la vecindad de la nada, no estaremos en un vacío ni en un hueco, sino en nada: no seremos, o seremos nada con esa nada, en ella. La muerte será entonces inmutablemente la nada, que no admite misterio, que consiste en aquello que no puede desentrañarse ni acoger a la razón para ser discernido, ni aceptar sensibilidad alguna para sentir; nada que, antes de llegar, únicamente puede intuirse o presentirse o ser balbuceada con esa palabra, “muerte”; efectuarse, en fin, en la fijación de un nombre que en su dominio y poder no permite sinónimos ni tropos, y que debido a eso y no obstante eso nos recorre y se anuncia con una rígida suavidad inusual, como la pluma de un pijul que cae sobre una espalda desnuda y la estremece, sin que la piel descifre qué es, y el cuerpo, ya mudo, deba atestiguar que ha llegado el adiós definitivo, el verdadero final.

jueves, 21 de agosto de 2008

Alejandro (3)

De Alejandro me quedo con su sonrisa florida y su mirada pícara, con sus palabras repentinas y con las escritas, con los ensayos de sus obras de teatro y su gesto actoral, con el brillo travieso que chispeaba en sus ojos cuando leía en voz alta incluso los más solemnes escritos, con la circunspección de sus silencios en apariencia imposibles, con lo que él dijo de sí mismo que era desvergüenza y yo llamé sinceridad.

De Alejandro me quedo con su elegancia mundana y su desenvoltura al narrar, con la estilización de su figura cuando se ponía de pie sin dejar de platicar; me quedo con su arrojo, con su valentía, con su gallarda manera de encontrarse con su cuerpo hecho ceniza, pero sombra también, una sombra que irá creciendo hasta hacerse una sola cosa con la oscuridad, como si hubiese estado diluyéndose infinitamente, sin fenecer, como si no fuera a borrarse, sea o no sea así.

Arranco a Alejandro del olvido, lo desprendo de allí merced a su imperiosa verdad. Me llevo a Alejandro a mi mesa para comer, beber y conversar. Con Alejandro me quedo; me quedaré con él cuando muera y me sea imposible escribir y ver, oír lo que dicen y callan de mí, enfadarme y retozar, cuando no pueda ser ni más ni menos que un polvo fantasmal que tal vez alguien recuerde episódicamente durante algún tiempo breve, no más.

domingo, 17 de agosto de 2008

Alejandro (2)

Empecé a frecuentar a Alejandro después de haber sido su alumno; me invitaba a su casa para hablar de poesía, de los clásicos del teatro español y de la literatura española, de la importancia de cocinar experimentalmente y degustar la comida con fruición; comíamos, bebíamos vino y a veces un poco de whisky; fumábamos un puro durante la sobremesa. Todavía no se instauraba el Sistema Alimentario Mexicano y el discurso político mexicano no enarbolaba al petróleo y a los alimentos como las prioridades nacionales en la antesala de un espejismo finisecular; corría 1978 o 1979.

Cuando necesité trabajo, Alejandro me presentó con Adalberto Ríos, quien requería el guión para un fotodocumental sobre los mayas; despaché el texto en dos semanas; luego me llevó con Santiago Funes, quien me puso a prueba durante un mes, como guionista y aprendiz de comunicación rural, en un muy notable programa de gobierno que actuaba en el trópico húmedo. A partir de entonces mi vida cambió de modo inimaginable: bajo la guía de Santiago incursioné en la vida rural y poco a poco conocí los quehaceres de comunicador y documentalista. Con el tiempo perdí de vista a Alejandro; hace más o menos un año lo reencontré a través de Don Daniel; ya vivía en España y llevaba camino andado en la aventura ecuménica que fue o es su blog.

La generosidad como don innato y cultivado, un carisma envolvente e imantado, numerosos talentos reunidos en una sola pieza y un temperamento industrioso fueron signos perennes de la grandeza creativa de Alejandro. Su manera de convivir con la enfermedad que lo devastaba y de entender la muerte fue ejemplar; fue, también, indicio incontrovertible de la poesía que le infundía vigor. La plena realización de la materia a través de la palabra hablada y escrita fue, en Alejandro, una oda, un himno, una alabanza del arte de conquistar, con dignidad, un momento honroso en el acto de vivir y un sitio encumbrado ante las puertas batientes de la muerte.

En los cimientos de lo que hoy soy está Alejandro; siempre estará.

jueves, 7 de agosto de 2008

Alejandro (1)

Hace 30 o 31 años conocí a Alejandro Aura. Lo encontré por vez primera una tarde de lluvia intensa, en las inmediaciones de la Casa del Lago, en el Bosque de Chapultepec, en la Ciudad de México. Él tendría unos 33 o 34 años; yo, unos 19 o 20. Me inscribí en el taller de poesía que dirigía Alejandro; lo estuve buscando por sugerencias de Enrique González Rojo, a quien yo le había leído algunos de mis primeros poemas.

Abandoné la carrera de medicina humana para escribir poesía más allá de la ortodoxia literaria, más acá del academicismo. Me hallé con ese tipo de escritura en el taller de Alejandro. La estancia en la Casa del Lago fue una de las mejores épocas de mi vida; Alejandro contribuyó decisivamente a construir esa época; fue mi maestro; nos hicimos amigos; le debo el aliento a una forma de vida que asume al acto poético como causa y efecto del más puro proceder del cuerpo que es espíritu. Un hedonismo singular estaba desde entonces de por medio.

A Alejandro también le debo la convalidación de aquellos momentos en que podemos leer al mundo viviéndolo con enjundia y disposición estética, pero sin aprisionamientos: es preferible ser libre que tener libertad. Eso lo aprendí de Alejandro; murió sin que lograra pagarle esas deudas. Alejandro vive y seguirá vivo en los acomodos léxicos (tan naturales en él, tan espontáneos) que hacen girar la manivela de la creación literaria y poética, o que son movidos por los giros de ésta. Es una manivela y son unos acomodos al alcance de todos pero que muy pocos mueven a tiempo, con constancia y acierto.

Alejandro murió hace ocho días; el día de su muerte, ya sabiéndolo muerto, le escribí y le envié una carta; sé que la leyó o que la leerá en algún momento, cuando halle un espacio en su propia y torrencial palabra.

martes, 5 de agosto de 2008

Alejandro Aura

Este 30 de julio el estimado amigo, escritor, poeta y vecino de blog, Alejandro Aura, se despidió de nosotros. El blog de Alejandro es: http://www.alejandroaura.net/wordpress/.

Transcribimos el poema que la compañera de Alejandro, Milagros, puso en el blog.

Salud, Alejandro, ya nos encontraremos de nuevo más adelante.


DESPEDIDA


Así pues, hay que en algún momento cerrar la cuenta,
pedir los abrigos y marcharnos,
aquí se quedarán las cosas que trajimos al siglo
y en las que cada uno pusimos nuestra identidad;
se quedarán los demás, que cada vez son otros
y entre los cuales habrá de construirse lo que sigue,
también el hueco de nuestra imaginación se queda
para que entre todos se encarguen de llenarlo,
y nos vamos a nada limpiamente como las plantas,
como los pájaros, como todo lo que está vivo un tiempo
y luego, sin rencor, deja de estarlo.


¿Se imaginan el esplendor del cielo de los tigres,
allí donde gacelas saltan con las grupas carnosas
esperando la zarpa que cae una vez y otra y otra,
eternamente? Así es el cielo al que aspiro. Un cielo
con mis fauces y mis garras. O el cielo de las garzas
en el que el tiempo se mueve tan despacio
que el agua tiene tiempo de bañarse y retozar en el agua.
O el cielo carnal de las begonias en el que nunca se apagan
las luces iridiscentes por secretear con sus mejillas
de arrebolados maquillajes. El cielo cruel de los pastos,
esperanzador y eterno como la existencia de los dioses.
O el cielo multifacético del vino que está siempre soñando
que gargantas de núbiles doncellas se atragantan y se ríen.


Lo que queda no hubo manera de enmendarlo
por más matemáticas que le fuimos echando sin reposo,
ya estaba medio mal desde el principio de las eras
y nadie ha tenido la holgura necesaria para sentarse
a deshacer el apasionante intríngulis de la creación,
de modo que se queda como estaba, con sus millones,
billones, trillones de galaxias incomprensibles a la mano,
esperando a que alguien tenga tiempo para ver los planos
y completo el panorama lo descifre y se pueda resolver.
Nos vamos. Hago una caravana a las personas
que estoy echando ya tanto de menos, y digo adiós.

Alejandro Aura




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