viernes, 29 de mayo de 2009

Esquizofrenia de escritor

He dicho que soy esquizofrénico. Aún en mi personalidad de escritor o escribidor, como decía Rafael Ramírez Heredia, tengo conflictos propios: a veces mi escritura se torna suave, a veces muy dura, a veces larga, a veces corta, a veces rabiosa. Parecería que dentro de mi esquizofrénica visión en la escribidera aparecen otros yos, como heterónimos, como los del gran Fernando Pessoa. Reconozco que escribo desde las vísceras y que, según el tono de lo que estoy escribiendo, necesito escuchar música. Rabiosamente le doy a las teclas de la computadora cuando el Rabioso escribe, lidiando con las notas del rock o del blues. Cuando el Romántico escribe, voy con calma, con suavidad, utilizando muchas comas, meciéndose con un violoncello o con un piano. Cuando el borbotón de palabras viene no hay forma de detener el tsunami y escribo sin corregir hasta el final, cuando me doy cuenta de todas las letras cambiadas de lugar y de errores garrafales, pero esa incontinencia debo dejarla fluir. A veces, en otras ocasiones, me pongo docto, para ensayos o artículos, por ejemplo, y las personalidades cambian. Del Rabioso, que tiene los pelos parados, los lentes en la punta de la nariz y la pipa apretada con fuerza en los dientes, al Docto, que está bien peinado, con los lentes limpios y bien puestos y con varios libros de filosofía o de antropología o de comunicación al lado.

Me he despertado con la esquizofrenia de escribir, en la fase rabiosa. Me apuro para cubrir la distancia entre mi dormitorio y mi estudio y darle a la computadora. La rabia hace que uno escriba cosas que tal vez no compartirá, como si fuera un diario íntimo, pero otras ocasiones esa misma rabia hace que saque asuntos y temas que me estremecen. Entre la escritura y la esquizofrenia está el tabaco, está la palabra, está este personaje extraño greñudo, despeinado. Que escribe.

sábado, 2 de mayo de 2009

Años

El tobillo izquierdo me fastidia todos los días. Cuando estoy sentado, en cuclillas, de pie o en marcha, el tendón de Aquiles me avisa que es de él (de quien penetró Troya, del matador de Héctor, del muerto por Paris), no mío. Por allí entra un veneno de aspecto legendario y prestigioso, es algo parecido a la fatalidad de un destino predicho. Por ahí soy vulnerable, pero jamás lo soy, en absoluto, bajo la forma de algún episodio ilustre. Nunca he buscado protagonismos, menos todavía la directriz de alguna embajada ni de una empresa forzada o naturalmente heroica; si hubo algo de eso, fue por azar. Prefiero ser discreto, pasar inadvertido, hacer del caos cotidiano una germinación callada de mi orden prosaico, o tornar el orden diario, modesto y elegante, en un festivo caos íntimo, sin escándalos.

Pero a pesar de ello trastabillo de manera a veces llamativa. Una fibrosis en el tendón de Aquiles limita muchas de mis acciones y posturas, y me ha expuesto a una vista cómica.

La tensión o el relajamiento repentino de esa cuerda que mueve el pie y da sostén al cuerpo erguido me molesta, una que otra vez con insoportables llamados. No puedo correr ni mantener mucho tiempo una postura. Cuando estoy de pie o sentado me enchueco. Camino rengo. Me ladeo si me encuclillo. Es de risa. La fibrosis se ha detenido, y también su efecto inmediato. Sin embargo nada retrocede en los combates del cuerpo; los verdaderos caídos, caídos son; forman un panteón irreversible, perdurable; si no han muerto, si tienen honor, se levantarán un día. Pero no restaurarán en plenitud sus daños una coyuntura molida, un hueso roto, un corazón perforado. Particularmente en esos terrenos nada es como era antes de una desviación decisiva, del clinamen.

Algo parecido me ocurre con las rodillas, aunque la fibrosis no ha establecido en ellas ningún dominio. El desgaste de los ligamentos, la disminución del espacio articular y la excentricidad de las rótulas me causan frotes dolorosos, hueso contra hueso. Ni acostado ni sentado tienen remedio las rodillas. De la clavícula operada, ni qué decir.

A los 51 años mi cuerpo esparce a partir de puntos pequeños la confirmación de que he vivido con pasos inquietos y los brazos abiertos. Así he llegado a no pocas vidas, así me he alejado de otras e incluso de igual manera he acercado a mi pecho a quienes traicionaron mi confianza, mi amistad, mi cariño. Es conveniente aprender a sacar del corazón aquello que estando allí desencadena rencor.

Hoy reconfirmo que he provocado empecinada y libremente al azar, sin que haya en eso nada de ilustre, mucho menos de heroico. Hoy reconfirmo que algún día algo o alguien podrá atravesarme el corazón, apuñalarme la espalda, o lancearme el tendón de Aquiles, molerme las rodillas, quebrarme la otra clavícula. Puede ser incluso quien aparentó o experimentó afecto hacia mí. Y por cualquiera de aquellos puntos podría apresurarse todavía más el acortamiento de mis años, pero no habré desperdiciado ni un solo día. Es algo parecido a la fatalidad de un destino predicho, que ahora refuto, mientras las punzadas del tobillo izquierdo me recuerdan quién soy, mientras reconozco cómo se añejan y fermentan algunas señales de los años que he vivido. Cada vez más rápidos y provocativos.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.