martes, 27 de mayo de 2008

Mirar

En los últimos diez días he contemplado con detenimiento obsesivo algunas imágenes de ciertas esculturas de Bernini; son superlativas. De forma especial llaman mi atención tres encuadres de “El rapto de Proserpina” y la vista en plano americano de un ángel enfocado desde abajo y de lado, desde un sitio muy cercano al pedestal que lo soporta. Es una criatura sorprendida en el cataclismo de su condición angélica; fue detenida por el artista al borde de una acción humana irrealizada; su gesto posee la actitud de quien, desprevenido, parece vaciarse de propósitos, y su ánimo, sin ser ambiguo, quedara en suspensión relativa, como un coloide ensimismado en sus partículas. Las soluciones plásticas de ese rostro confieren mirada al ángel. No obstante carecer de los pormenores que en una pintura dan vida a los ojos, la piedra está animada porque el ángel atisba, mira o ve.

Entonces, como lo hago recurrentemente, he vuelto a preguntarme qué define la mirada, qué caracteres la hacen ser o la deciden y qué clase de manejos debe realizar quien esculpe o pinta o incluso fotografía para infundir vitalidad por los ojos a sus figuras, a sus imágenes, a sus criaturas. En verdad me interrogo por la mirada del artista. En vías de contestar de modo personal, recuerdo un trabajo audiovisual que hice hace más de diez años. Sé que no obtendré respuestas que me satisfagan: sin remedio, quedaré extraviado otra vez en devaneos.

En una semana grabé a varios artistas de la plástica y a un par de escritores que vivían en la capital de Jalisco. En su ambiente de trabajo, ellos deberían decir ante la cámara un lema relacionado con el uso responsable del agua. Las tomas así generadas estructurarían una serie de spots en video. Mercedes, amiga de los artistas, ideó la producción de esos materiales para que fuesen transmitidos en un canal de televisión de Guadalajara como parte de una campaña, que ella misma diseñó, sobre el uso adecuado del agua.

Grababa cuatro o cinco artistas por día, entre las diez de la mañana y las cuatro o cinco de la tarde. De esa manera, disponía de menos de dos horas para transportarme de la casa, del taller o del estudio de un artista al de otro y atender ahí, en cada sitio, la grabación de los spots.

El problema no era menudo porque trabajaba solo; si bien Víctor me trasladaba en auto entre un sitio y otro, yo me ocupaba por mis propios medios de diseñar al vuelo las situaciones de grabación, sin disponer de antemano de algún guión o story board, en espacios y con personas que desconocía. La actividad era fragorosa, aun físicamente, porque debía mover entre 12 y 15 kilos de equipo, a solas.

La acumulación de jornadas me entregaba en las noches mezclas de dolores musculares y sensaciones caprichosas en las que se revolvían olores de tintas, de madera y de pinturas con imágenes de equilibristas, animales, máscaras y torsos humanos, olores de solventes, libros, ropas y el sello aromático de algún espacio de cada casa y de cada cuerpo a cierta hora del día con las fragancias de los colores de aceite saliendo de sus tubos o causando atropellos y fundiciones de pastas exquisitas sobre las paletas.

Mis noches iban siendo un guirigay de sensaciones e imágenes, así que, insomne, bajaba al bar del hotel por unos tequilas y a oír al pianista. Pero aun en el bar y luego en mi habitación veía una máscara de Ismael Vargas a través de los anteojos de Luis Valsoto y a Martha Pacheco rematando un grabado del retrato de Carmen Bordes inscrito en una piedra pómez de medianas dimensiones, y a Carmen haciendo un aguafuerte con los dedos pensativos de Martha mientras entraban en un tintero. A Paul Nevin lo veía bruñendo la escultura monumental de una cirquera pintada por Judith Gutiérrez con tonos púrpuras y magenta sobre una pared caliza, mientras Jis trazaba un garabato donde estaban todos encubiertos, incluidos Jorge Esquinca y Emilio García Riera.

De forma contraria a lo que podía esperar, la algarabía de mis noches de escaso sueño y mínimo reposo fue un auxilio para centrarme de día como un dardo en las obras y en algún aspecto de sus autores. Así, en breve conseguí relacionarme con las obras o al menos reaccionar frente a ellas como un puñado de limadura de hierro que es arrojado al aire a escasa distancia de un magneto: atracción instantánea, fijación inmediata.

Después de completar las jornadas de grabación, ya en Morelos, mientras editaba, reconstruía los caminos técnicos que había abierto no mi mirada sino la pronta atracción que me fijó a los cuadros y a sus autores, en sesiones pautadas por la inmediatez: la determinación de los ángulos en que desdoblaría una acción, la dirección y la cantidad de luz, la combinación de planos y movimientos de cámara para construir escenas o secuencias.

Ahora, mientras escribo, recuerdo a los cuadros en tanto que prolegómenos del encendimiento de las formas, de los atributos polimorfos de la luz, y del movimiento abductor de los colores con el que éstos escapaban del lienzo debido a sus tropismos. En particular, al rememorar con detenimiento, noto que, a su manera, cada cuadro desarrollaba teoremas sobre la intensidad, la pluralidad, la heteronomía, la diversidad, la autonomía y el tránsito de ida y vuelta que hay entre la percepción y la sensación. Lo que aún en este momento sobresale de manera insistente de entre el conjunto de estilos, materiales y proyectos pictóricos son los ojos de Pilar Bordes. A ella, a Carmen Bordes, a Martha Pacheco y a Paul Nevin los había grabado el primer día.

Los ojos de Pilar eran una entidad del vuelo, una plasmación de la mirada que adviene y aprehende; para llevarlos a un primer plano, pero sin valerme de acercamientos con las lentes, los iluminé en su momento con un listón de luz obtenido mediante el acomodo apretado de las aspas de un reflector. Tocados por esa cinta, los ojos lucían intactos en su mirar completo; expuestos al torrente oblicuo de 500 vatios, meditaban en su fuerza contemplativa e inhibida, esplendente y prensil, contenidos en la inmanencia de su disposición para ver. Tendían un hilo inductor, excavaban un túnel de adivinaciones bifurcadas, extendían un teleférico para atravesar el precipicio que separa las formas definidas de las formas presentidas. Eran unos ojos-mirar, el sustantivo fundido al verbo, el objeto hecho acción, la unificación de la presencia y el viaje, la consubstanciación de la parte y el todo.

Los ojos de Pilar insistían en el desmembramiento y en la reintegración súbitos que hay en un determinado momento del acto de mirar, en el estado en que esa operación no puede ni necesita calcar o copiar una forma, sino percibir y agrandar la vibración originaria de la que brotan las cosas justo antes de definirse en su apariencia singular, para tomarlas en el punto preciso de su transfixión, donde su continuidad tiene cesuras y comienzan las grietas profundas en las que explota la materia que las hace únicas, irrepetibles, exclusivas.

Puedo admitir que la mirada del artista parte de la desestructuración como condición inicial: monta sobre lo que de origen capta incompleto o desmontado, instituye y constituye como parte de una necesidad creada por la destitución que por principio percibe en los campos observados. He de decirme que en realidad la mirada del artista no interroga, sino que impone una afirmación que no halla más caminos dentro de él que los afloramientos imperiosos de su percepción. En esa operación, la mirada del artista coexiste con una naturaleza que le es externa y con la propia, produciéndose un encuentro si no tormentoso cuando menos inquietante entre él como observador y el mundo como cuerpo observado.

¿Qué miraban de fijo y en realidad los ojos iluminados de Pilar Bordes mientras hablaba a la cámara manteniendo a su lado un autorretrato al óleo? ¿Qué miran los ojos descoloridos del ángel de Bernini que miro con obstinación? ¿Qué miraba Bernini en su modelo para dar mirada a la piedra? No sé. Supongo que miraron lo que yo deseo definir, conocer, mirar. Pero en sentido estricto no podré saber qué inventaron esos ojos al ver, porque lo que observaron no es el objeto que yo veo sino lo que le precedió. Por lo demás, ¿qué es mirar con arte, con propiedad, si no inventar la identidad de lo que la luz y las sombras nos ofrecen en sus choques fascinantes con las cosas, estremeciéndolas para crear la definición de lo que son?

Hoy, que dejé de lado el trabajo audiovisual, extraño un poco esa posibilidad que ofrece el acto de mirar a través de una cámara, y de recrear con un montaje de imágenes y a veces de sonidos las propiedades de lo vivo. Un poco añoro el manejo de la forma en que la luz se entrega a la vista para hacer de un detalle y de un conjunto mínimo de elementos el tropo decisivo de lo que cada cosa es, de lo que puede ser y de lo que debe ser. También extraño el bar del hotel tapatío donde me hospedé, el piano y los tequilas.

Por supuesto mi mirada videográfica nunca fue la del artista, nunca lo será, cuando más consiguió emular, sin embargo algo me orilla a seguir insistiendo en el intento de vislumbrar con propiedad, algo me instiga a perseverar en el atrevimiento de mirar, y de aprender a mirar.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Cuaresma

El agua se ofrece especialmente agitada a la quilla, esa cuaresma, ese día, esa aurora. El oleaje brilla detrás de Luis, rasguña su silueta oscura con fistoles de energía ambarina, la desborda con manchas que ciegan y la atraviesa con popotillos por los que la atmósfera chupa la médula taciturna de quien pesca a solas. A través de esos tubillos el agua inocula, en Luis, los gérmenes fundamentales del movimiento continuo. El agua hace suya la personalidad del hombre de Mismaloya; al apropiarse de ella contiene en su superficie el casco de la canoa fabricada a mano y traza el reflejo del pescador con una interpretación semoviente y quebrada de sus contornos dinámicos.

Pocas veces el pálpito del lago consiste en una única lengüetada que principia y termina en un lado de la barca, en cambio, con mucha frecuencia, el latido del lago radica en la generalidad cambiante del espejo de agua, donde éste fluctúa como si pudiese sobrepasar su embalse y baja y levanta la canoa con un batallón industrioso de ondas. Las fluctuaciones mayores de los niveles de agua semejan el efecto curvo del paso de rodillos que ruedan bajo la superficie, determinados a llegar intactos a las orillas, aunque al cabo se achican; ahí, en la ribera, no obstante porfiar en lo que a sus dimensiones concierne y haber disminuido de tamaño, triunfan en su frecuencia, se realizan en la constancia periódica que mantienen; luego se aplanan y se desbaratan formando un ir y venir de lenguas obcecadas sobre la arena. Sobre esos movimientos generales del agua se forman hojuelas simultáneas y diferidas, desiguales e irrepetibles en la particularidad de sus cambios y de su forma exacta, pero que la mirada sintetiza en la apariencia de una uniformidad casi inmóvil: espejismos largos, disparos perennes de brillos multitudinarios, una estampa de tintas lustrosas que el vocabulario abstrae y sustancia en la palabra oleaje. Aquella agua toma el carácter de Luis y lo irradia dentro y encima de sí.

Con una torsión del tronco, mediante una flexión poderosa, lenta, uniforme y combinada de la cintura y los brazos, de modo seguido hacia el frente, abajo y atrás, emulando un péndulo al recomienzo de su ciclo, dobladas un poco las piernas, con la intención de hacer un muelle de ellas, para generar más fuerza, Luis se inclina, se ladea con una red doblemente empuñada, y, en un solo tiempo con la unidad pendular que es su desarrollo completo, envía las manos en dirección del pecho para que la maniobra incipiente y el peso del arte de pesca las lleven hacia la espalda, en un movimiento continuo, a la manera de un discóbolo, a la manera de un matador agachado que embiste a dos manos con su lanza, como un lanzador de atarrayas que encamina su esfuerzo a los estratos someros de las aguas.

La atarraya sale de las manos de Luis. Una rotación de las muñecas y la apertura oportuna de los dedos inducen la expansión de la red. El envión del columpio formado por las canillas, la extensión de los brazos y el regreso del torso y las piernas a su postura erguida deciden una parte del trecho que en su lanzamiento recorre el arte de pesca. La otra parte de esa distancia es decidida por el tamaño de la cuerda que une la red con una muñeca de Luis. De la barca escapa una ameba que avanza y se ensancha en el aire; una malla de araña es tejida en breves instantes; una u otra crecen, se abren, suben y se desenvuelven totalmente. La ameba baja, pega en el agua, disuelve su cuerpo en el líquido. La telaraña deja un rastro de superficie, primero redondo y luego amorfo; las aguas bullen, cicatrizan desde el revés de su superficie móvil. Jalada por los pesos de su periferia, la atarraya se hunde en un mundo que difumina la luz, es el mundo de los bragres, de las mojarras, de las carpas, de las chompas. Mientras desaparece en niveles acuosos más bajos, la malla va frunciéndose, envuelve lo que halla, y antes de ser recuperada, los bordes de Luis participan por última vez del oleaje rasado con rayos de sol progresivamente menos oblicuos.

La elevación del sol sobre las aguas devuelve la imagen de Luis a otro territorio, a la verdad contundente de la pesca y de los pescadores. Una literatura que diese cuenta de ese terreno debería afirmar que allí se subsumen y mutan la silueta, el talento y la grandeza de Luis; ahí, otros quiebres recortan un desdoblamiento o una descomposición distinta de su imagen: las milpas son ralas, los lirios atrapan a las barcas, los especuladores del mercado medran sobre las espaldas de los hombres de pesca, las cooperativas del pueblo riñen, aumenta la competencia desventajosa entre esos grupos y los pescadores-pirata que comandan lanchas rápidas, los inspectores y los ayuntamientos se corrompen, la pobreza de los pescadores alimenta discursos municipales, los hijos abandonan el pueblo y a sus padres, las esposas envejecen entre los comales y las redes, los muertos están generalmente solos, el cementerio creció y su expansión empieza a frenarse.

No hubo pesca, no será bueno el día, me dijo Luis al volver a la orilla con una captura magra; habla conmigo de las chiripetas que bebe, de que el mundo es mundo y así debe vivirse. Luis festeja con sus amigos el inicio de la cuaresma y, de no ser por ello, no tendrían esperanzas de nada en los próximos cuarenta días.

El lago ha tomado durante años la figura quebrada de Luis y su gente. Es cierto, pensé en Mismaloya, no hay esperanzas de mundos mejores, tampoco probabilidad de que las haya, sólo hay algo que nos sorbe la médula y a la vez nos inyecta los gérmenes fundamentales de un movimiento continuo; sólo hay algo que fluctúa y que brilla, algo como agua que resplandece, oscurece y se mueve, sólo está la voluntad de seguir haciendo de eso la explicación y los afectos que dan carnadura a las capacidades constructoras y destructoras de la vida.

sábado, 3 de mayo de 2008

Mudez

O la ocasión en que, anudados mis labios, recorría la calle con la vista y los pensamientos iban a ras del asfalto, mientras pensaba yo en el paso siguiente, siempre en el paso que sigue, adelante, mientras me dirigía a la oficina en una de esas mañanas en que uno no encuentra la salida ni la alternativa precoz a la nada que ocurre por sí sola. Con pensamientos que iban a ningún lado, así me fui en el trayecto, cuando pensaba si valía la pena tanta sobriedad del mundo, tanto amor derramado sobre las ganas, tanto trabajo inútil de llenar las horas de cosas urgentes que, en verdad, no son urgentes. Urgencia la de poner palabras sobre el papel en blanco, urgencia la de besar sin descanso a la mujer amada, urgente estrechar la voz de la hija por teléfono, urgente sentir los chinos enredados con la sonrisa del hijo, urgente retomar un camino que muestre y no que oculte, la vereda por donde se pueda transitar a brinco abierto, a trote incapaz de tropiezo, en la llanura donde, tirándome, en verdad empiezo a levantarme.

Me enloquecía en ese trayecto mañanero, sobre si lo que escribo tiene algún caso, algún lector que siembre unas ideas, si lo que hago todos los días vale la pena y sobre la cotidianidad brumosa de los miércoles, de los jueves, de ese entrar y salir constante en la rutina y que, al tratar de romperla, es tan veleidosa, tan terriblemente fuerte, que siempre obliga a retornar al campo conocido, pisado, tomado, como territorio con marcas de orín de perro. Así, mi territorio, el cuarto de refugio de cuatro por cuatro, sabe ya la rutina de los días, las mañanas, las noches y las madrugadas, me acoge con viento, con lluvia y con polvo, me devuelve a los días circulares (obsesivos días circulares, diría Sainz) y me lleva, en una carreta de madera con chirridos de llantas mal afinadas por el violinista experto, hacia la necedad acendrada del informe perfecto, de la nota incólume, de la firma de los veintisiete documentos diarios, del correo electrónico para consultar y responder, de las llamadas de urgencias con las que las instituciones disfrazan los días y la vida de la gente: la opacan, la mantienen con la correa atada al cuello.

Esa mañana iba yo en ésas, dando miradas de mañana ensombrecida, de días que se desea caigan en sábado, de esperar un tiempito para fumarse una pipa y poner algunas palabras en la pantalla de la computadora, abrir algunas páginas por Internet buscando una información novedosa para la próxima investigación, poniendo de vez en vez un nombre ruso en un buscador de la Internet para ver si se consiguen datos para la próxima novela, la que se ha armado a través de los años y que arrancaré un buen día de éstos, cuando me desaparezca del mundo una semana y me decida retomar al vampiro que se ha quedado entre las páginas de mi libreta de apuntes, como las flores que las novias enamoradas dejan en sus libros.

Iba yo en ésas, cuando las voces de Jorge y de Andrés, que van sentados delante, piloto y copiloto de una nave colorada que corta las calles y el tránsito, me arrancan de este viernes con sabor a lunes: iba yo en esas mañanas en las que uno se enreda por sí solo en su ovillo. Y les reclamo, deshaciendo el nudo de mis labios, poniendo la mirada afocada, en consecuencia: ¿Por qué interrumpen mi silencio?
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