viernes, 18 de noviembre de 2011

Los que habitan los puentes

Uno sigue por el borde del Sena, en una tarde de caminata para hacer suya la ciudad. Caminar hasta deshacerse los zapatos, hacer conciente que ya es imposible seguir, debido al dolor de las rodillas y de las piernas. Pero yendo por el bordo del Sena, de Notre Dame a la Torre Eiffel, uno los encuentra. Son los que habitan bajo los puentes, ésos que no aparecen en ninguna guía de la ciudad y no existen en las estadísticas de la población pero es seguro que sigan ahí, como es seguro que siga La Cité. Esos seres, debajo de los puentes, se han arraigado a la ciudad y han hecho de los pasajes de concreto su hogar. Hay árabes, africanos y cuando pregunté que si alguno hablaba español, una voz, tras la cortina que delimitaba su territorio, su pequeño espacio de intimidad con varias cobijas en el piso a forma de cama, unas toallas enredadas como almohadas, una caja de cartón que guardaba, seguramente, sus tesoros encontrados en botes de basura o las pocas pertenencias que ha guardado desde su lugar de origen, esa voz, digo, contestó afirmativamente. Chileno, por el acento, tenía que ser chileno.
Visítenlo, llévenle algo de comer o, si quieren verlo suspirar de nostalgia, llévenle un vino del Valle de Colchagua.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Beso en larghissimo

Los labios se acercan con la parsimonia de un desfile en cámara ralentizada, pareciendo que el tiempo se congela en una vieja fotografía que colgamos en la pared de esta calle de París. Todo es exacto, los cuerpos permanecen tan cercanos que se equilibran por el contacto delicado de los labios ajenos, y de pronto dos fenómenos ocurren: la escena se vuelve sepia, a veces blanco y negro y uno retrocede cuarenta años en el tiempo, en pleno París, siempre en algún lugar contiguo al Sena. El otro fenómeno es que el viento deja de soplar para observar y no perturbar a esos dos que, recortados del mundo, del ruido, juntan sus labios, congelando la escena. Es en esos besos que el tiempo deja de latir, que el cuadro de 35 mm se repite infinitamente en los roshes que se desgranan en las tardes, en una calle en sepia que le arrebata a París los minutos en que esos cuatro labios alcanzan la eternidad sin fondo de un encuentro retratado por el tiempo de la calle que deja de existir, de pronto.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Sopa de cebolla

Las calles del Barrio Latino son para recorrerse cientos de veces y siempre habrá que cenar en un lugar diferente. La ruta la querrá marcar el viento: cuando uno sale del hotel hay que estar atento; si uno tiene el cabello largo el viento mecerá el velamen hacia donde habría que dirigirse. Pero si uno ha perdido el cabello o es tan corto que no se siente la mano del viento, entonces hay que probar con el viejo truco de mojarse el dedo índice con la lengua y luego levantar a mano, con el dedo extendido hacia arriba, para descubrir para dónde sopla el viento. Pero al contrario de los piratas, hay que ir viento en contra por estas calles. Aunque se vaya en la dirección no indicada por el viento, uno encontrará un lugar donde cenar; hay cientos de ellos para escoger. No hay que repetir, pero por si acaso nos lo impide la lluvia, el frío, el hambre o alguna circunstancia no prevista, como el día de la semana no indicado, aún así, entremos en el lugar en el que ya cenamos alguna ocasión. Pidamos una sopa de cebolla y ésta siempre, siempre, tendrá un ligero sabor distinto. Será la ocasión para descubrir algo nuevo en el lugar conocido y adivinar, por el sabor, de qué provincia proviene esta vez la cebolla con la que ha sido hecha la sopa. La sopa de cebolla será, entonces, también una adivinanza geográfica.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.