martes, 29 de enero de 2008

Gatos

Don Güenchito pudo no hospedarme, podría haberme ignorado, como también yo pude no haber bebido aguardientes y tequilas tantas veces, tantos años, en tantos lugares y regularmente a solas. Pero los sucesos son así, afirmativos; nosotros somos quienes desde la razón nos negamos o vacilamos; se van armando a nuestras espaldas y es bien poco lo que podemos notar de su genuina gestación e integridad cuando nos rebasan para manifestarse ante nosotros; crean entonces la ilusión de mostrarse por primera vez enteros a la vista y de no tener precedentes, de ser ajenos a los pasos que damos, de no provenir de nosotros, de haber sido fragmentarios, inesperables, y de acabarse cuando quedan atrás otra vez, pretéritos, en el calendario de nuestra nuca, o cuando se desperdigan en el futuro sin poder seguirles el rastro. En verdad las cosas son de modo distinto: nuestros actos vienen empujándonos con las manos invisibles del cuerpo que fuimos, de los cuerpos que amamos y también de los que rechazamos, incluso de los cuerpos que presentimos, sin hallarlos, y de los cuerpos que nos presienten, sin llegar a corroborarnos. Algo de esas presencias y de su atmósfera influyente deja en nosotros su olor, una voluta de su aliento o un esbozo de su esencia; se trata sobre todo de una marca que por fin se integra a la fisonomía de lo que estamos siendo al consustanciarnos con los hallazgos del pasado, del presente y del futuro. Ocurren dos cosas todo el tiempo: lo que vivimos es inevitable e incluso eso nos resulta sorprendente, y nuestros cuerpos devienen sucesos trémulos, multifacéticos y sin ceses.

Cuando me presenté en la asamblea ejidal, don Güenchito me miró con detenimiento; primero pensé que me observaba como a cualquier extraño, después supe que advirtió en mí al citadino bebedor de aguardientes, quien hacía preguntas y deseaba comprender las respuestas: aquel que entra en otros para retraerse sobre sí y consonar. Él miraba en mí al hombre solitario que era, igual que él, aunque ambos éramos padres de familia; poseía la agudeza apropiada para percibir el boceto de lo que yo había sido, de lo que estaba siendo y acaso de lo que podría ser. De manera que don Güenchito no podía no ofrecerme su casa para habitar un tiempo en ella, mientras trabajara yo en ese pueblo. Y así fue. Me instalé en la habitación de su hija adolescente, quien desde luego a partir de entonces se mudó a otro sitio por órdenes de su padre. La recámara era de una mixtura aromática singular, donde se conjugaban el olor de la madera del ropero y el de la ropa de la muchacha, el de los afeites de ésta y el de su gato, el del cuero de sus zapatillas y el de la maleta donde yo guardaba la cámara de video. El gato olisqueaba mi maleta cuando volvía por las noches a descansar; entraba al cuarto para cerciorarse de que yo había tocado sólo con el olfato la presencia de su dueña. Siempre imaginé que los ojos aceitunados de la muchacha me miraban a través de los de su gato, idénticos en todo, menos en la forma de las pupilas. Cuando me acostaba en la cama, un suave fluido eléctrico me recorría la piel de la espalda y las ingles, hasta quedar poco a poco dormido entre las sábanas limpias de la muchacha y bajo el tul de los olores que ungían el cuarto. Ningún bálsamo pudo procurarme tanto descanso. El ajetreo de mis recorridos de entrevistas y grabación me dejaba completamente fatigado. Una noche antes de salir del pueblo, don Güenchito fumó conmigo cigarros sin filtro en la puerta de la casa y tocó huapangos y sones en su violín; al acabar me dijo que me cuidara, que ya no bebiera tanto como yo le había dicho que lo hacía, y me bendijo. Don Güenchito y yo nos despedimos la mañana siguiente con un fuerte abrazo. La muchacha no apareció más. Echado en la ventana de la joven, el gato me miró mientras me alejaba a pie en la calle polvorienta, con mi maleta de ropa, la cámara y el tripié en su estuche colgando de los hombros. Estuve en un pueblo más y al final en San Juan de los Lagos. Allí concluí las entrevistas.

Había estado cuatro semanas en Los Altos de Jalisco para hacer un cortometraje sobre el nopal tunero. Bebí solamente en dos ocasiones; la primera, al principio del viaje, en un rancho solitario y sin energía eléctrica, escribiendo el guión del video, como dos semanas antes de estar en la casa de don Güenchito; la segunda, al final de la jornada completa, en San Juan de los Lagos. Terminé molido, extenuado. El trabajo fue muy arduo. Allí, en San Juan, en una reunión, conocí a otra jovencita, que al ser mirada a través del vaso donde yo bebía mi último tequila ponía de manifiesto sus movimientos elásticos, la multiplicidad de su vida, la estilización sustantiva de su figura y una mirada felina. Me sentía observado por sus ojos de aceituna; en el fondo de sus pupilas reconocí a la hija de don Güenchito y su galaxia embriagante de aromas. Se me electrizó plácidamente la espalda. Terminé mis tragos. Tenía sueño. Estaba aletargado. No toqué nada. Me abstraje de la reunión. Me fui quedando en silencio y obnubilado mientras veía en el cuerpo de mi bebida un tul con olores de afeites femeninos. Percibía en la boca del vaso el olor del cuero de unas zapatillas. Dormí. Dormí. Don Güenchito se había anticipado a mi futuro inmediato. Atrás, en mi vida, otros gatos habían estado empujándome todo el tiempo con miradas agudas, con manos de franela y uñas de codicia, trémulos, multifacéticos y sin ceses. Sin habérselo dicho, don Güenchito lo sabía.

viernes, 25 de enero de 2008

Puertas

Fui portero y vigilante de una unidad habitacional durante un año. Trabajaba de viernes a domingos para cubrir los descansos de don Benito, el portero de planta. Mi amigo Arturo me consiguió el empleo cuando aquél quedó sin relevo; con vehemencia le había insistido que me ayudara a obtener el trabajo. Mi primer turno comenzaba los viernes a las ocho de la noche y concluía los sábados, a las dos de la tarde. El segundo turno iniciaba seis horas después y duraba 22 horas continuas, de las ocho de la noche de los sábados a las seis de la tarde de los domingos, aunque a veces permanecía hasta las siete. Recibía $1,200 al mes, definitivamente necesarios para cubrir deudas que me aprisionaban el cuello con sus anillos improrrogables. Quien conoce la estrechez económica reconoce la sensación prensil de esos aros que reducen su diámetro en la garganta con el paso de los días, de los meses, de los años, sin que jamás llegue la asfixia definitiva y sin que nunca el pago de todas las deudas nos absuelva para inflar otra vez los pulmones con suficiente aire. Algunos amigos me decían que debería emplearme en algo más remunerativo y menos extenuante, por ejemplo, corregir el estilo literario de tesis, artículos o libros, escribir guiones, realizar cortometrajes o impartir clases. Pero no, ser portero fue la única opción que encontré en aquellos días. Por lo demás, ser profesor es algo que escapaba y sigue escapando a mis deseos, sobre todo a mis habilidades. Soy incapaz de enseñar. Carezco de talento para detener, enderezar y diseccionar de modo sencillo la tortuosa estructura móvil con que se desenvuelve el conocimiento, aunque me place contemplar y deslizarme en los bucles incesantes del pensamiento y la ensoñación. Pero no puedo llevar allí a nadie de la mano. No cuando menos todo el tiempo. Mi impulso es convidar a alguien a fascinarse con semejantes espirales, y arrojarlo de improviso (al arrojarme) en el abismo de lo que el pensamiento y la intuición van revelando, paso a paso o repentinamente, cuando se ejercen. A menudo nos deslumbra conocer. Y con frecuencia ello nos enceguece. Tal es el vigor radiante que oculta enseguida lo que acaba de exponerse en el vórtice maravillado del entendimiento. Me resulta muy difícil enseñar a obturar el diafragma por el que centellea ese pálpito fugaz que conmueve al intelecto y estira las emociones.

Al comienzo de mi encargo era insólito afanarme en registrar los movimientos de los vecinos y sus entornos domiciliarios. Quiénes entraban caminando, qué automóviles trasponían el portón metálico que yo abría y cerraba para regular su afluencia, a qué casas asistían los visitantes, a quiénes visitaban y por cuánto tiempo. Todo era consignado en un cuaderno. Era la bitácora de lo usual, el recuento de lo ordinario que compartíamos don Benito y yo con rigor militarizado. Lo inusual escapaba de los márgenes; era resuelto de inmediato y computado en un anecdotario privado e intangible: matar un alacrán para auxiliar a unos niños porque no estaban en casa sus padres, ayudar a unas vecinas a subir los muebles por una escalera estrecha, mostrar a un puñado de niños la evaporación y condensación del agua en una botella de plástico expuesta al calor del sol. ¡Qué perplejos rostros ostentamos cuando tenemos al alcance, y controlados, los hechos más sencillos, inmanentes a la regularidad de los ciclos naturales pero que sólo el ojo avezado discierne cuando vive atento a los indicios del cambio y lo invariante!

Al cabo, lo extraordinario dejó de serlo. Barría muy temprano las inmediaciones de la unidad habitacional, atajaba al camión del gas para que surtiera cilindros de combustible y cedía el paso al camión colector de basura. Algunas señoras me entregaban botes con desechos para vaciarlos en el camión; a veces recibía propinas. Experimenté extraños sentimientos al recibir unas cuantas monedas por mis servicios; no eran dádivas de lo sobrante ni un protocolo irracional del civismo automático, era algo más sencillo y expresivo: el reconocimiento de que mi auxilio había sido útil. Cierto, mis quehaceres poseían pleno sentido. Mientras las horas salían de sus capullos instantáneos, leía algunos libros y escribía algunas notas, a intervalos. Alan amistó pronto conmigo. Era un niño de ocho o nueve años; se sentaba a mi lado, en la banqueta, y me relataba algún sueño o algún episodio modelado en su fantasía para que yo lo dibujara en una cartulina. Mucho gusto afloraba en el rostro de mi amigo al mirar sus relatos convertidos en trazos firmes y coloridos, al confirmar que sus palabras tenían la vocación de ser dibujos antes que letras. Es notable el poder de la alegría que nos procura representar lo inasible cuando empieza a dejar de serlo, cuando comenzamos a plasmarlo y vencemos su germen incomunicable. Durante un año, Alan fue paladín de las imágenes oníricas y lingüísticas. Él me acercaba una taza de café en las noches y en las mañanas frías para contrarrestar el sueño, y de vez en cuando su mamá me hacía llegar una merienda o un almuerzo de sopa caliente con tortillas. Eran regalos invaluables que podía recibir un portero abismado en los ritos profundos pero visibles de las familias. Alan me entregaba los trastos y me dejaba comer a solas en la caseta de vigilancia. Algunas madrugadas me vencía por momentos el sueño en la caseta, entonces me despertaban la bocina de un automóvil y una ráfaga luminosa de sus fanales entrando por la ventanilla, indicándome que los jóvenes crecían imperceptiblemente al abrirse paso en la noche, a través del portón, a lo largo de las cuatro estaciones. Así, abrí y cerré el portón en tardes quemantes, bajo tormentas, entre vendavales, en la insistencia del frío y de los mosquitos. Los vecinos me llamaban “vigilante”, “guardia”, “portero”, “poli”, “don”, “señor” o “el señor de la puerta”. Ni siquiera Alan llegó a llamarme por mi nombre.

Cierta noche, una muchacha me preguntó si era escritor; le dije que me gustaba escribir; me preguntó si podría darle clases de redacción. Preparé de prisa el índice temático de un curso o taller que pasaba desde la enumeración y la descripción hasta la narración y la argumentación. Los correlatos de esas modalidades expresivas incluían la ficha taxonómica y el poema, el cuento y el ensayo. La joven aprobó mi sugerencia. Un sábado, una hora antes de iniciar mi turno vespertino, acudí por primera vez a su casa. Sentados en la sala, le pedí que nombrara indistintamente los objetos que tenía enfrente; luego, que los nombrara de nuevo bajo el orden de jerarquías funcionales, agrupándolos en conjuntos. Yo enlistaba los sustantivos en una hoja. Después le pedí que nombrara lo que estaba detrás de nosotros, sin dejar de ver al frente. Titubeó, pero comenzó a hablar de memoria mientras yo escribía. Luego le pedí que cerrara los ojos y enunciara las acciones que realizaría en un viaje ficticio desde el sillón donde estábamos hasta donde ella deseara, saliendo de la casa. Citó, bien resuelta, paso a paso, su tránsito por la sala, a través de la puerta, por la banqueta, por los estacionamientos. En ese momento abrió los ojos. Le pedí que los cerrara. A la enunciación de sus acciones, añadió, por iniciativa propia, lo que veía al recorrer las banquetas y lo que pensaba y sentía al mirar aquello que transcurría en su recorrido imaginario. Su voz adquirió emociones crecientes; una viva intensidad se agrandaba en su rostro; le temblaban los párpados cerrados. Al llegar al portón de metal en su viaje ficticio, dijo, sentada al borde del sofá, con angustia y casi en un grito, “¡No puedo más!”, y abrió los ojos. Escribí esas palabras. Terminó la sesión. Solamente tuvimos una clase más. Ella canceló el taller porque el trabajo universitario se aglomeraba en sus rutinas. Un mes o dos meses más tarde dejé la portería y pagué la parte de la deuda que tenía calculada.

Alan debe de ser ahora un adolescente creativo, rebelde y generoso. La muchacha debe de ser todavía más bella que en aquel entonces porque así lo anunciaba su nombre. Hoy mantengo antiguas deudas y he abierto otras nuevas, difícilmente pagables, sin embargo me parece que no seré portero de nuevo. Pero, ¿quién lo sabe? Varios de los anillos que ciñen mi garganta parecen ganar una holgura relativa cuando me detengo ante las puertas y comprendo que fui el sereno e inquieto vigía de abismos vecinales, cuando constato que a todos, cada quien a su manera, les place contemplar y deslizarse en las espiras incesantes del pensamiento y la ensoñación, por unos momentos, ante sus propias puertas.

sábado, 19 de enero de 2008

Pasos sin aire

El aire no penetra en los pulmones. Un silbido viperino anuncia que el oxígeno no quiere retornar, no alcanza a llegar con la fuerza suficiente. Debo guardar la calma. He caminado hasta aquí, ahora debo regresar. Llegar a mi hotel y buscar en mi maleta, ahí está el alivio a este ataque inmisericorde.

Cuetzalan es un lugar frío, con neblina que sube y baja a medio día y obscurece la luz. Las fotografías a veces salen azules, a veces grises, a veces deslavadas. La luz juega con extraños impulsos veleidosos y la cámara no sigue su ritmo incongruente. Cuetzalan fue mi punto de referencia en este viaje. He hecho esta trayectoria solo, porque mi meta es tomar fotografías de varios municipios de la zona nororiental de Puebla, algunos pertenecen a lo que se conoce como Sierra Norte, pero una nueva regionalización otorga nuevos espacios a lugares que no se han movido mas que en la imaginación de los planeadores y ordenadores territoriales. Mapas más, mapas menos, los lugares son igual de desconocidos, igual de desandados. Ahí, en alguna carretera que me ha llevado a Huehuetla, he bajado para tomar algunas fotos y, en la loca caminata que a veces me asalta, sobre todo cuando viajo solo, no he reparado en la distancia. Miré un río, me acerqué y tomé las primeras fotos. El encanto del rumor del agua cristalina o las piedras de la orilla me hechizaron al punto de caminar en paralelo y seguir su curso, hasta un lugar lleno de piedras donde crucé al otro lado. Así es la frontera, el cruce de una margen a la otra. Fue en ese cruce cuando sentí la viperina presencia, con los primeros casi inaudibles silbidos. Pero no hice caso: el río me arrastraba, me llevaba hacia el confín desbocado del rumor del mar.

Fue mucho tiempo después que el aire comenzó a faltarme. Decidí regresar, desoyendo el llamado del agua, pero retomando el oído a mis pulmones y el dolor en el pecho con los esfuerzos por jalar todo el aire posible. Debía llegar al auto, primera parada, y remontar hacia Cuetzalan, no sé cuántas horas en esos caminos estrechos, poblados de curvas y baches traicioneros. Debía tomar aire de a poquitos, a sorbitos, para no cansar el dolor de pecho, para llegar con el último racimo de aire en los pulmones. Tenía que detenerme, sentarme de vez en cuando, lo que ayudaba un poco. Estábamos el río y yo, el rumor calmante del río en el que concentraba mis esfuerzos al tratar de allegar aire a mis pulmones. Pero los alveolos eran masas hinchadas que repelían no sólo el polen, la tierra o el polvo. Me ayudaba pensar en el color blanco y me senté en las piedras fronterizas a la mitad del río, con los ojos cerrados, escuchando, viendo el color blanco que bajaba como cortina sobre mí, pensando en la blancura de la neblina de San Miguel Tzinacapan, en la blancura de algunas casas de Cuetzalan, en las camisas de manta en la tienda de Cecilia Ávila, en cualquier cosa que me recordara la blancura bienhechora que, aunada al incesante rumor del correr del agua, me permitiera tener un sorbito de oxígeno.

Sigo caminando, con la esperanza de que el dolor del pecho, esfuerzo de músculos al ensancharse, no aumente. Pero cada paso es un golpe más de inutilidad al tratar de llenar los pulmones. La vegetación alrededor, el río, todo es blanco. Mi mirada es blancura total de desesperación y añoranza por tener el remedio a la mano. Debo regresar. Llegar a mi hotel en Cuetzalan, no sé a cuántas horas. Debo llegar. La blancura es mi compañera. Debo seguir caminando. Silbido que se transforma en un rechinido interno que desgarra, ahora, mi garganta. Resuello sin llegar a serlo. Avanzar, seguir. Aún hay un poco de aire. Debo llegar a mi hotel en Cuetzalan, tranquilizarme. Todo se ha pintado de un color blanco. Todo, hasta el potente silbido del poco aire que intenta llegar a mis pulmones.

martes, 15 de enero de 2008

Pasos de miradas

Llegamos a media tarde al pueblo que parecía abandonado, cuando el sol cae sin clemencia sobre todo y demarca su presencia quemante. El llano que acabábamos de atravesar, entre el calor y el polvo, parecía acercarnos a un espejismo, pero no era tal: desde las ventanas polvosas de la camioneta vimos que el pueblo era real, como lo atestiguaba el viejo casco de hacienda abandonado y las casas modestas construidas un poco más allá. La vieja hacienda apenas se mantenía en pie, con trabajos podía guardar el equilibrio de sus paredes. El polvo, arremolinándose entre las manos del viento, quería hacerle perder el equilibrio. No era un espejismo.

Subidos en la camioneta nos adentramos por las calles del pueblo y comprobamos que, o los habitantes se encerraban en sus casas al vernos llegar, o en verdad no había nadie. Yo no tenía la sensación de que éramos observados, sensación que luego sentiría en los pueblos de Michoacán y de Puebla, años después.

Seguimos las calles hasta que encontramos una pared humana que nos daba la espalda: los pobladores estaban en reunión, en una explanada con una palapa en su centro. Dentro de la camioneta nos miramos: habíamos llegado a un pueblo yaqui en medio del desierto en el momento menos oportuno. Algunos pobladores voltearon al escuchar el motor de la camioneta y otros nos veían no con buenos ojos. Por precaución nos estacionamos del otro lado de la calle, a contraesquina de la palapa donde se celebraba la reunión y caminamos hacia allá, sabiendo que nuestra presencia era una irrupción a un acto importante para el pueblo. Potam, Vicam, no recuerdo cuál de los dos fue.

Mientras nos acercábamos, dando paso lento entre el polvo y con el impulso de regresar a la camioneta, observamos que detrás de la pared humana, al centro de la palapa, estaban sentados varios ancianos y un hombre con sombrero y un paliacate rojo en el cuello que hablaba en yaqui y señalaba hacia algo que las cabezas de los pobladores no nos permitían ver. Pero más pares de ojos se detuvieron en nosotros y alguien se dio vuelta, para atajarnos. Los pocos pasos que avanzamos para encontrarlo nos permitieron ver lo que el hombre del paliacate rojo señalaba: era un cepo de madera donde se hallaba alguien aprisionado. El cepo tenía cuatro agujeros que estaban ocupados por los pies y manos de un pobre hombre bañado en sudor y tierra. Ya no nos acercábamos con ceremonia, con expectación, sino con miedo.

Nos detuvimos cuando el poblador yaqui frente a nosotros nos atajó en español y con su tono demarcó, una vez más, nuestra intromisión. Hablamos con él y le explicamos que hacíamos trabajo de campo en la zona y deseábamos conversar con el comisariado ejidal. Él nos contestó que la autoridad era el gobernador del pueblo, pero en ese momento estaba ocupado, con una sentencia. Entre las cabezas de la gente reunida, más allá pudimos ver cómo dos hombres liberaron el cuerpo del cepo y lo arrastraron hasta una caja de metal sobre una base de madera.

Comprendimos que el gobernador era el hombre que estaba dictando sentencia, el de sombrero y de paliacate rojo. Y comprendimos también que el hombre bañado en sudor y con una culpa indecible encima había cometido algún acto deleznable en la comunidad y recibía su castigo: ese encierro en la caja de metal, que se selló con un candado. No nos atrevimos a preguntar nada. No hubo ninguna explicación.

El sol quemaba. Se levantó otra nube de polvo. Y decenas de pares de ojos nos miraron al mismo tiempo. Estábamos los intrusos, detenidos a la mitad de la calle, pétreos ante la poderosa mirada colectiva de Vicam o de Potam, no recuerdo…

jueves, 10 de enero de 2008

Vestigios

Pesho afirmó que había entrado o que habíamos entrado a un túnel del tiempo, donde era dable apersonarnos en cualquier momento de la civilización maya, ya fuese cuando las selvas todavía no eran allanadas con la idea de edificar ni una pirámide o cuando el agua se enseñoreaba, cívica y ceremonial, en los chultunes, dentro de esos cuencos excavados en las rocas y en los estratos del suelo para ser almacenada durante las lluvias y beberse con seguridad en los estiajes. Desde la media mañana, Pepe Peguero nos había insistido que podíamos comer en La Susana Internacional, siendo que el hambre se mantenía agazapada entre las brasas de nuestros apetitos mexicanos, de nuestros antojos regionales. Don Daniel dijo que la película iba a comenzar con la pantalla oscura y que en la primera toma con cuadro negro de un film o de un audiovisual debería escucharse el rodamiento de las ruedas sobre los rieles, sin que se oyeran perros ni pájaros, ni viento, ni abejas, ni voces, sólo el metal de cuatro ruedas girando sobre las vías. Yo sujetaba el tripié y dos maletas; en una estaba una cámara fotográfica; en la otra, la de video. Corríamos detrás de un tiempo regresivo, con las manos tensas sobre nuestros utensilios fotográficos para salvaguardarlos de la vibración y del tambaleo del vehículo en que nos hallábamos. Viajábamos sentados en un truc, o truck, o truk. Nuestro transporte era un vagoncito de tablas y fierros.

Delante de nosotros, como si lo persiguiéramos, pero en verdad llevándonos, el joven maya azuzaba un caballo unido a nuestro transporte mediante un arnés y unas cuerdas. A tiro de potro rural pasaban troncos, frondas, ramas y malezas por los flancos. Entre las tablas del piso veíamos al suelo ser devorado por nuestras ansias de distancia, por nuestros ímpetus de venado con piernas de armadillo acomodadas en el cobijo de su blindaje. Mantener sosegado el ánimo era un acto imposible. El primer cenote que visitaríamos podía estar después de una curva cualquiera o en cualquier segmento de un tramo recto. El paraje, las vías, el vagoncito tirado por el caballo, los campesinos que nos miraban desde un lado de los rieles… todo era importante. La tarde avanzaba con rapidez y firmeza, era una coa entrando en la carne de la tierra peninsular. Sobre el hombro del joven maya que estimulaba al caballo para mover nuestro vehículo, Pesho quería grabar el arrastre del truk sobre las vías. Él y yo estábamos sentados de espaldas al auriga, dispuestos de tal manera que encarábamos a Pepe y a Don Daniel. Desempaqué y entregué la cámara a Pesho; mientras grababa, en su rostro se advertía el júbilo de los hombres que observan un destino: dos rieles juntándose u ocultándose en el confín de la vereda. Mis dos compañeros y yo veíamos lo que veía Pesho a través de la cámara tan sólo al observar la expresión de su cara.

De golpe, más allá de mi razón, el truk se detuvo. El entrecejo de Pepe y de Don Daniel se plegó con las arrugas de la incredulidad o del asombro. Era una situación fantástica debido a su realidad espontánea: dos truks se movían en sentido opuesto al de nuestro avance, sobre los mismos rieles que por donde corría nuestro vagón. Las acciones rapidísimas del conductor fueron nuestro reglamento tácito: nos apeamos, entre los cinco levantamos en vilo y desmontamos el carro de las vías, lo alejamos a distancia conveniente y pasaron los dos vagoncitos: otros visitantes de los cenotes regresaban al pueblo; nos saludaron con gestos porque los viajeros se reconocen en algún punto errático de sus itinerarios cruzados. Reemprendimos la marcha. Todo sucedía con la velocidad de un impulso nervioso. Cargar el truck, montarlo en las vías, ocupar nuestros sitios, sujetar los instrumentos, ver pasar follajes, el suelo y el tiempo, para detenerlo y abolirlo. El planeta continuaba con su rotación incesante. La noche estaba toda escrita en el prólogo de la tarde. De modo que la luz, continente genuino de las formas visibles, era el recurso más escaso y valioso para grabar los cenotes que visitaríamos.

Al fin llegamos a la primera boca hambrienta de luz de estrellas. Don Daniel y Pepe descendieron a la tesitura gutural del agua subterránea. Quien sabe qué vieron pero sus cámaras fotografiaron brillos difusos, claroscuros casi amorfos de alguna entraña insuficientemente conquistada. Una bóveda fulgiendo con humedad condecoraba la esquina de algunas fotografías. Era el cenote del sapo. Así le dijo a Pesho el joven maya, el auriga de esa carrera, mientras era entrevistado en la boca del cenote. Su voz pintó íconos acuciosos y murales gigantescos, labró estelas de cal y hueso. En esas representaciones aparecieron los tiempos de las haciendas henequeneras, los trabajos sobrehumanos, el rendimiento de espaldas que cargaban pilas de henequén, el paso del monocultivo al renacimiento del maíz y la milpa maya, al turismo, a los cambios de hábitos. El cenote fue de un sapo. La muerte fue dada a ese dueño para poder beber las aguas custodiadas. A partir de entonces el agua fue la heredad por excelencia de los pueblos. Los cenotes, dijo el joven, son vestigios de una lluvia de piezas minerales que horadaron esas tierras cuando un gran aerolito golpeó y configuró la península de Yucatán. Los cenotes son, pues, un accidente cósmico o un regalo de los apedreos que hay en el universo, y también un patrimonio quitado con la muerte a sus dueños animales. Es una muerte que hace emerger renuevos y hace nuestro lo que anhelamos: el agua cristalina corriendo por nuestros cuerpos, la diminuta gota que perla nuestras bocas saciadas.

Se acabó la tarde. No pudimos fotografiar ni grabar en video otros cenotes. Casi a oscuras, llegamos al pueblo en el truk. Comimos ya de noche en La Susana Internacional. Nunca viajaremos en el tiempo hasta las haciendas de henequén ni hasta el esplendor de las pirámides. Lo más probable es que nunca hagamos el film en el que la primera toma sea un fondo negro sonorizado con el ruido de un truk. Pero la voz de los aurigas mayas seguirá azuzando caballos un poco más, mientras alguien siga buscando cenotes y en tanto no desmantelen los truks, vestigios de la explotación de la tierra y de los hombres.

domingo, 6 de enero de 2008

Pasos subterráneos

Curiosa humedad que nos envuelve en la cueva. Hay que caminar encorvados porque el techo es bajo. Ahí estamos cuatro cazadores de imágenes. De nuevo estamos Don Pablo, Pesho, Pepe Peguero y yo. Dos de nosotros buscamos la fotografía sin esas molestas luces que rebotan en el espejo de agua y que deslumbran. Focos que han sido puestos para que los visitantes se sumerjan en el cenote y naden, tratando de encontrar el éxtasis o el nirvana.

Pesho busca imágenes en movimiento, con su cámara de video. Don Pablo busca imágenes con su particular punto de vista. Se tira en las rocas, se agacha, se voltea, hace que la cámara en sus manos sea un bicho con vida que deba enfocar con su mirada ciclópea el agua de la caverna. En este cenote el agua es cristalina, el calor sube y empezamos a sudar. Queremos encontrar la mejor toma, el mejor ángulo, cuando las condiciones del lugar permiten tan sólo tener un buen registro. Llenamos de flashazos la caverna y nos turnamos para tomar las fotografías. Cuando Pesho hace un paneo nos ponemos detrás de él, luego nos dispersamos en el reducido espacio. Cada uno busca tomar una gota de agua que se desliza del techo al piso. Creo, en ese momento, que será tarea difícil. Lo compruebo más tarde.

Penetramos en uno de los vientres de la tierra; como fetos nos movemos torpemente, con pasos nuevos, con miradas antiguas. Me da la sensación de que el lugar no permite muchas voces ni ruidos. Callamos la música de fondo (dizque para lograr un ambiente de relajación) y escuchamos el golpeteo de las gotas en el espejo de agua, en las rocas. Encontramos huellas de conchas marinas en el techo. Los antiguos mayas y los actuales no están equivocados al decir que el agua del subsuelo se conecta con el mar, ahí está la prueba de que, en algún momento, esto ha sucedido. Pesho pide absoluto silencio porque grabará audio. Tomo un momento para cerrar los ojos y escucho la gota de agua. Las gotas de agua, porque descubro que son muchas, como concierto acuático subterráneo. Me sorprende el lenguaje del agua, algo comunica, algo quiere decir. Permanezco más callado que de costumbre. ¿Cuál es el mensaje de las gotas de agua? Tal vez el asunto sea no comprenderlo, sino sentirlo. ¿Nos acoge o nos reclama nuestra presencia?

Metemos los pies en el agua, la cabeza golpea las piedras del techo. Los cíclopes en nuestras manos disparan una y otra vez. La humedad nos envuelve.

Salimos, como en un extraño parto, cada uno emerge por las escaleras desde el cenote con sus instrumentos, con una leve sensación de libertad, de alivio al estar fuera y de nostalgia por estar ahí dentro.

Hablamos de cualquier cosa cuando tomamos una cerveza. Pero sigo escuchando las gotas de agua, su golpeteo me persigue. Como palabra, como frases… ¿Cómo comprender el lenguaje del agua?

jueves, 3 de enero de 2008

Amanecer

El sapo de don Pedro era de tamaño colosal y dueño de cuanto miraba, tanto fue así que ocupó la conciencia de su captor involuntario y se apoderó de todos sus razonamientos y elucubraciones invirtiendo la relación de pertenencia; don Pedro llegó a guardarle respeto total, tanto en el reino de los sueños como en la realización de las tareas que cumplía cuando estaba en vela. Atorado entre las redes de pesca y liberado de ellas por don Pedro para mercar con él, el batracio conoció la casa del pescador, sus pertenencias, a su esposa Benita y a sus nietas y nietos. En algún rincón de la casa, dentro de una jaula, el sapo se inflaba gradualmente cada vez que doña Benita interrogaba a don Pedro por el futuro del anfibio; si no había una respuesta inmediata, éste se desinflaba hasta adquirir su complexión más frecuente. Pero si don Pedro comenzaba a balbucear un principio de contestación donde cupiese la posibilidad de una venta o de una muerte inmediata, el sapo se mantenía hinchado, en señal de advertencia. Si el veredicto sobre su destino seguía aplazado más de lo que durase una charla larga entre los esposos, el batracio decrecía y brincaba en medio de contracciones abruptas, mediante espasmos violentos, como un globo expandido que de forma súbita libera el gas que lo dilata, haciendo trompetillas y zigzagueando sin control por el aire. Era algo digno de terror o de risa. La inquietante presencia del sapo indujo a la familia a conversar lejos de él, en voz baja, buscando amparo cada uno de sus miembros en la privacidad de la cocina o de la habitación. Me formé la idea de que el dominio del sapo llegó a incluir todos los sectores de la casa, todo entorno cercano, incluso cualquier subterfugio de las almas de los que ahí habitaban, o hasta los escondites más íntimos construidos por los espíritus de quienes visitaban a don Pedro o a doña Benita.

En un tránsito cada vez más ambiguo entre lo vivido durante las horas de vigilia y las de sueño, don Pedro visitaba antes del alba sus redes estacionadas en el lago; solía regresar a casa hacia al mediodía, con resultados variables de pesca, con hambre y con ganas de ver al sapo, para tantear su ánimo; no sabía cuando matarlo o venderlo. Cierto, don Pedro ignoraba si dormía o despertaba pero veía al sapo indistintamente; o ignoraba si pasaba de la vigilia al sueño, y de cualquier manera lo seguía viendo. Era en los lapsos de sueño o de vigilia más firmes cuando el sapo daba saltos gigantescos en la percepción sin gobierno de don Pedro; lo acosaba con una sola pregunta, ataviado con sombrero de palma y una camisola raída, además de un pantalón arremangado hasta la mitad de las ancas. Así vestido, el sapo observaba a don Pedro alejarse remando hacia la Isla de los Alacranes, sin que el pescador le diera la espalda, a menos que un golpe de aire asestado en el agua lo desviase desde barlovento. Cuando don Pedro decidió encarar al sapo para resolver juntos el futuro de éste, halló en los ojos del batracio un indicio de comprensión o de tolerancia cercana a la clemencia, no hacia él mismo ni hacia don Pedro, sino hacia cualquiera que fuese capaz de asumir la dificultad de dar respuesta sensata a la pregunta hecha desde el buche globoso.

Don Pedro reía mientras me narraba la historia del sapo; al concluirla me dijo que un día lo liberó en el borde del lago, pero nunca confesó cuál había sido la pregunta formulada; no obstante desconocerla, supe que, después de trasegar en su raciocinio con la figura del animal, don Pedro había logrado ser indulgente con los crédulos como yo, que confiaba en sus palabras. Mi ingenuidad e ignorancia eran extraordinarias, como lo fue la tolerancia de don Pedro hacia ellas. Aprendí poco a poco.

En 1991 yo había viajado al lago de Chapala para entrevistar a las familias ribereñas y conocer la vida de la agricultura y la pesca. Mi primer contacto sólido fue con don Pedro, a través de un vínculo conseguido por el alcalde de esa época. Apenas me presenté, el pescador aseguró ser la ley, la autoridad, el orden, el chérif del pueblo. Dijo eso porque era el delegado municipal de su comunidad, además de pescador. Me senté a la mesa del Chérif poniendo una botella nueva de Blanco Madero junto a una cazuela. Don Pedro afirmó que mi gesto era un buen comienzo, y me autorizó a beber aguardiente en su mesa. Así empezamos a conversar por primera vez. Después de varias semanas, doña Benita me recibía con un almuerzo de huevos revueltos, frijoles de olla y chiles cortados en el solar. Mientras su esposo hablaba conmigo, ella se escabullía para recoger blanquillos recién puestos en el gallinero y cortar limones. Las semanas nos enlazaron poco a poco a los tres con palabras de jara y cuerdas emocionales de esparto. Más adelante, doña Benita y don Pedro me admitieron en sus sueños. Así llegué, entre otros asuntos, hasta los vastos dominios del sapo. En aquellos esposos reconocí la sencillez, el temblor, la pulcritud y la viveza de quienes buscan ser libres en su conciencia para liberar lo que bulle dentro de ella, sin someterse ante nadie ni avasallar a nadie.

Después de tres meses de vivir trabajando en la ribera norte, busqué al Chérif en el lago para despedirme porque me iría temprano del pueblo; eran las cinco y media de la mañana, hora en la que él alistaba su canoa para zarpar. Era un hombre mayor, pobre, de cabello que empezaba a ser entrecano, quien padecía reumas incipientes. El Chérif no estaba. Esperé en la playa más de media hora. Escuché entretanto croar a los sapos mientras el frío tremendo de la ribera se contraía a medida que el sol iba dilatándose al progresar el alba.

Seguros, sin pausa, un par de remos se oyeron entrar y salir del agua. Supuse que era el Chérif; sea quien fuere, no podía verme porque estaba lejos de mi orilla, navegando tras un banco errante de lirios. El pescador tampoco podía verme porque, con frecuencia, desde el agua las cosas de la tierra se divisan más confusas que los seres terrestres vistos en las aguas desde las playas. Levanté el brazo en señal de despedida y grité con mucha fuerza. En un grito que respondió al mío, amaneció como no ha vuelto a amanecer en mi vida. Los remos fueron acallados definitivamente por el cuerpo diáfano y neutro de la distancia.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.