miércoles, 19 de agosto de 2015

Y que las piedras rodando se encuentran

Así, sin más, sale la voz aguardentosa desde la entraña, la voz que surge en una noche guatemalteca después de unos whiskys y al fragor de una guitarra bien afinada. Las ganas de cantar fluyen por el espacio en el que nos hemos construido, en la parte alta del K-fe en Xela, Quetzaltenango, bajo el abrigo de Eduardo, entrañable colega guatemalteco. Rodrigo, músico aunque no se autodenomine así, es quien forja las notas y yo quien forjo la voz. Remedo de Lora, remedo de unas piedras rodantes, la música fluye y espero no desentonar. La voz me sale desde el nudo de mi entraña, el nudo de mi ser en cada nota que se desparrama por el lugar y llena de música el espacio. Rodrigo me acompaña, tremendo guitarrista que también suelta la pasión en su compañera guitarresca, que aúlla a voz en cuello murillesco la tonada en la que nos emparejamos. Es el efecto whisky, creo, es el efecto de las ganas de soltar la voz, las cuerdas, hacia las afueras, hacia el contacto con el aire de la noche y depositarse en el oído de los asistentes. Sin haberlo planeado, sin haberlo sabido, sin haberlo ensayado, nos vamos de nota en nota por la noche, y yo suelto un poco de esto que se me revuelve en el estómago, en el pecho: cantar es volverme hacia afuera, aguzar la garganta y forzar el sentido de ser afinado. Cantar es sacar un poco del nudo de mi pecho en la nocturnal estancia en un café lejos de lo que llamo hogar. 
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.