Nos separa una pared. Material de
concreto de unos treinta centímetros de espesor separa una habitación de hotel
con agua caliente y una cama mullida de la intemperie y de un colchón viejo,
oloroso y habitado por tres o cuatro personas. Una pared hace la diferencia
entre un cuarto cómodo y el frío de la calle, la inclemencia del veleidoso
clima que puede llegar a derramar todas sus lágrimas sobre los andrajosos que
duermen en ese colchón callejero. Es un grupo nutrido, no son sólo tres o
cuatro. Es un grupo heterogéneo, no solamente son hombres, sino mujeres,
ancianos y jóvenes. Andrajosos, van por el día envueltos en su existencia.
Andrajosos van por la noche envueltos en cobijas de olvido. Son los invisibles,
los que nadie quiere ver, en los que al posar la mirada hay un dolor en la
retina que obliga, de inmediato, a querer separar la mirada de su existencia. Y
están a una pared de distancia.
Oigo a uno de ellos, una noche.
Aúlla. No es un grito, no es una queja amarga de dolor. Es un verdadero aullido
prolongado que penetra por la minúscula ventana del baño de mi habitación. El
aullido tatúa la noche y la deja sangrando con la existencia de estos seres
andrajosos, que seguramente buscan acomodo en el colchón viejo, mientras tratan
de no pasar frío con unas cobijas gruesas que sirven de abrazo ante el frío de
la noche.
Al día siguiente los veo, en
plena luz del día, reunidos en torno a ese viejo colchón, detrás del hotel y
casi frente a una estación de bomberos. Son los invisibles, los que tienen voz
de aullido por la noche. Ahí están, en una calle de la capital de Guatemala.
Como si pertenecieran a esa calle que los acoge, como si fueran parte de la
decoración de una calle. Como si fueran trozos de ropas ennegrecidas que se
mueven sin ser. Nos separaba una simple pared.