Salía
de mi aparthotel (la espantosa palabra para designar un
edificio en donde rentan departamentos por tiempo definido, muy parecido a un
hotel, sin los servicios de este último) todas las mañanas y me dirigía al Foro
Mundial del Agua. Estoy hablando de Marsella, todavía. Sobre la avenida
principal que me llevaba directamente a la entrada del Foro, había una tienda
de abarrotes. Estas tiendas europeas tienen la ventaja de que no se han uniformizado:
de pronto algunas de parecen a las tiendas de cadena que tenemos en México,
pero el encontrar al mismo tendero y, muchas veces, con un mandil blanco, las
hace diferentes. La gente que va a comprar ahí ya se conoce. Y el tendero me
conoció después de una semana de ir todos los días a comprar una manzana. La
manzana más cara que pude haber pagado, pero el asunto era así: en Marsella
tenía antojo de manzana, ¿qué le voy a hacer?
Iba
mordiendo la manzana mientras caminaba hacia el Foro, unas quince cuadras más
allá. Me gustaba caminar por esa calle, con una manzana entre la mano y la
boca. Paso, mordida, mirada, paso. A veces se me hacía demasiado pronto llegar
a la puerta del Foro y necesitaba más calle para continuar con la caminata. La
manzana nunca duraba tanto: yo siempre tiraba el rabito en un bote a la entrada
del Foro.
Las
manzanas se intercambiaban: una vez era roja, al día siguiente era amarilla. Las
ocho y tantos de la mañana, y la gente en la calle era diferente. Excepto a los
dueños de los puestos de un mercado ambulante que llegaban, a esas horas, con
sus camionetas y comenzaban a bajar sus mercancías para poner sus puestos en el
camellón. Mismo que encontraba, a mi regreso, atestado de gente… Y yo, de
regreso, sin manzana.