En las paredes del rectángulo
formado por la entrada a la prisión de If, aún queda la huella de los que
fueron encarcelados: nombres y fechas grabadas en las piedras. Ahí, frente al
pozo que daba agua a la fortaleza, las paredes contienen una historia de los
prisioneros. Además de Edmundo Dantés, el personaje literario de Dumas, se
supone que en el castillo de If estuvieron encerrados el Marqués de Sade y el
famoso Hombre de la Máscara de Hierro. Me imaginé a esos tres personajes
recorriendo el mismo patio que yo caminaba. Pero en verdad ninguno de los tres
estuvo allí. Quien estuvo un año encerrado fue el defensor de la monarquía, el
Conde de Mirabeau. Y, según las inscripciones, varios prisioneros estuvieron
encarcelados por ser considerados socialistas.
Lo dijo Edmundo Dantés: “El castillo de If es una prisión del
Estado destinada solamente a los culpables políticos graves”.
viernes, 29 de marzo de 2013
sábado, 23 de marzo de 2013
Llegar al castillo de If
“Púsose Dantés de pie, y
mirando hacia
donde el barco parecía
dirigirse, distinguió en la oscuridad,
a cien toesas, la negra
y descarnada roca en que campea
como una esfinge el
sombrío castillo de If”.
Alejandro Dumas. El Conde de Montecristo.
El barco enfiló hacia una isla y una fortificación. A la luz de la
mañana no era difícil imaginar la fortaleza, la vieja prisión, el llamado
Castillo de If. Mientras la gente a mi alrededor, en el mismo barco, señalaba
cada quien lo que su atención demandaba —veleros de todos tamaños; un grupo de
infantes aprendiendo a remar; la isla próxima; la mar— yo observaba el
castillo. Traté de recordar el
sentimiento que embargaba a Edmundo Dantés mientras era conducido hacia ese
lugar y tuvo que ser de desesperación. Había cientos de diferencias entre
Dantés y yo: él no sabía que era conducido a If; yo había tomado, junto con
Pesho, voluntariamente ese barco; Dantés había sido arrestado, yo me había
escapado del foro mundial del agua; Dantés forcejeaba con sus captores y fue
amenazado con un mosquetón, yo me dejaba conducir mansamente hacia el lugar. Marsella
iba quedando atrás y el Castillo de If no parecía estar muy lejos. Luego
averigüé que estaba a menos de tres kilómetros del puerto. Pero fueron tres
kilómetros de angustia dantesca para el prisionero conducido a esa prisión. No
era casual que la visión turística de la agencia que administraba ese barco en
el que navegábamos tuviera que nombrarle, precisamente, “Edmond Dantes”, así,
sin acento.
El castillo de If se aparecía más claramente, entre un azul turquesa de
las aguas. Con el sol de la mañana y la mar azul, el viento golpeando, nada
indicaría que esa fortaleza había sido un lugar terrible desde el siglo XVII, cuando
If fue convertido en sitio de encarcelamiento. El barco arribó a la isla. La
gente que visitaría el castillo comenzó a descender. Tocando tierra no pude
evitar un estremecimiento, cuando, al bajar la vista hacia las piedras de la
orilla, las sombras proyectadas no eran sólo las de los turistas que bajan con
sus cámaras y con sus sombreros: distinguí una sombra que claramente llevaba
cadenas y descendía del barco con actitud de desesperanza.
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