No he tocado aún suelo holandés, ya que estoy sobre la plataforma que
conecta el avión con una sala del aeropuerto de Schipol. Me detienen agentes de
migración vestidos de civil que me muestran, orgullosos, sus placas.
Me retiran mi pasaporte y me invitan a sentarme en la sala de espera.
Detienen a otros pasajeros más, todos con pinta de proceder de países “en vías
de desarrollo”. Una agente de migración guarda, con gestos de malvada, mi
pasaporte entre las manos, junto con los de los demás pasajeros detenidos. A un
hombre frente a mí, que se tocaba un costado y se doblaba del dolor, le
interrogan. Hasta donde entiendo pasó por México y va de regreso a Dubai. Tiene
un dolor agudo en un costado, aunque de pronto pienso que está fingiendo. Abren
su maleta y lo registran, minuciosamente. Lo dejan ir.
Revisan a los demás y al final quedo yo, con dos agentes de migración, la
malvada y un tipo de cabello corto y cara de amable. “El policía malo y el
bueno”, pienso. Empiezan a interrogarme, revisan mi maleta. Revisar es poco: la
vacían, caen al suelo unos calcetines, sacan a flote mis calzones. Me piden les
compruebe que tengo reservación de hotel, me solicitan que les muestre mi
itinerario y una invitación a la reunión a la que asistiré en Bruselas. Lo
único que llevo impreso es mi itinerario de vuelo. De Schipol saldré (o
saldría, pienso en ese momento), hacia Bruselas. Había anotado la dirección de
la reunión y de mi hotel en una libretita que me ha servido de memoria. Así lo
digo, “Let me see my memory card” y muestro mi libreta. A la guardia no le hace
gracia. El otro agente sonríe y la toma.
Revisan mi pasaporte, encuentran el visado de Uganda y comprueban que pasé
por Holanda hace tres días. Me preguntan mil cosas, arrebatándose la palabra.
Creen que tienen un caso: un mexicano que ha estado dos veces en menos de una
semana en Amsterdam. No pueden creer que
alguien haga un viaje así de largo en tan corto tiempo.
Me preguntan si tengo mucho dinero para costearme los viajes, no lo pueden
creer. No los culpo: ¿quién pudiera creer la estupidez regada en las
instituciones mexicanas por más que explico que por culpa del sospechosismo
fascista de la contraloría mexicana uno no puede tomar dos días de vacaciones,
uniendo dos destinos internacionales? Eso hubiera permitido un ahorro a la
Nación. Pero como el león cree que todos son de su condición, prefieren ver
corrupción por todos lados.
Los agentes aduanales se miran. Parece que comparten un código secreto. Me
piden les compruebe mi reservación de hotel en Bruselas. Les digo que si hay
conexión a internet puedo mostrarles mi correo de reservación. Se miran. Les
digo que traigo una computadora portátil (ellos ya la vieron, por supuesto). El
tipo acaba de sacar de mi maleta mi tubo de Salbutamol. Lo ve y le da vueltas
entre las manos. Hago mímica, mostrándole cómo lo utilizo. El tipo lo deja y entonces
toma mi cuaderno, lo abre, hojea, lee lo que su escaso entendimiento del español
le deja, mientras lo guarda; revisa mi “memory card”. Le señalo las direcciones
del hotel y del lugar de la reunión, anotadas por mi puño y letra.
Han pasado más de quince minutos. Cuando estoy por encender mi computadora,
me piden que la guarde. El tipo dice, de nuevo, que por qué en el primer viaje
fui de México a Amsterdam, luego a Nairobi y a Uganda. Y por qué regreso a Amsterdam
tres días después. No se lo pueden explicar. Les doy la razón, se los digo: la
estupidez mexicana no es explicable. He de argumentar más, me preguntan que
dónde trabajo, quién paga el viaje, el motivo, a quién voy a ver.
Interrogatorio de película y la guardia con su rostro agrio. Ya tengo ganas
de orinar y ellos siguen con sus preguntas… que cuántos días estaré en
Bruselas, que por qué sólo tres días, que por qué estuve antes en Amsterdam,
que a dónde voy, que si tengo direcciones o contactos… Me acuerdo de Markus, a
quien veré en la reunión y maldigo los viajes relámpago a Europa que me invita
a hacer… Y yo vuelvo a responder. Una, otra, otra y otra vez.