sábado, 25 de febrero de 2012

Idi Amín y Gadhaffi

Conocer Kampala. Hay lugares que son importantes de visitar para la gente que pasea a los extranjeros. Muchos de esos lugares son centros religiosos. Así, conocemos una iglesia con forma de tanque de agua, en cuyo interior hay imágenes de santos, todos con caracerísticas de las personas de Uganda, excepto la virgen. Conocemos una capilla estilo Gaudí que fue construida en el lugar donde un hombre fue torturado, quemado vivo, y luego fue convertido en santo. Conocemos un gran parque con un lago en el que sobresale una especie de isla o apéndice en donde se da misa al aire libre. Hay lugares sagrados y lugares no sacros. Viajando en la ciudad el guía nos indica que, a nuestra derecha, están las propiedades de quien fuera Idi Amín Dada, tras una cortina de árboles. Las casas tratan de erguirse, pero su decrepitud se encona a fuerza de su deterioro. Alguien debe vivir ahí porque se ven algunas ventanas abiertas y cortinas hechas a un lado. Son mansiones de color mostaza que no dejan de parecer siniestras, tal vez por la referencia al personaje a quien pertenecieron. La última parada del trayecto es la mezquita que regaló Gadhaffi a Uganda. Un palacio enmedio de la ciudad, situado en una especie de colina. El pueblo ugandés, según nuestro guía, está muy agradecido con Gadhaffi porque siempre mostró su simpatía y prestó ayuda al país. Una de las cosas que quedaron como referencia es la mezquita, en la que nos detenemos ante las rejas resguardadas por dos hombres. La hora de visita ha terminado, llegamos cinco minutos tarde. Idi Amín y Gadhaffi han muerto. Los lugares que construyeron permanecen. De uno se guarda silencio. Al otro se le agradece.

viernes, 17 de febrero de 2012

Español en artesanías

Hay una máscara de madera que no deja de verme, como pidiendo entablar un viejo diálogo interrumpido. No me atrevo a seguirle la palabra, sólo la observo y pienso si tal vez pudiera llevarla y ponerla a dialogar con una vieja máscara que compré hace muchos años en Taxco. A lo mejor se llevarían bien. Ahí estoy, en un mercado de artesanías africanas, viendo toda la diferencia hecha madera. Una pipa de ébano, esa sí la tomo. Tiene un lunar claro que le da un toque especial. También me habla, pero no entiendo bien: no hablo suajili y por más que agrando el oído no puedo entender qué me dice. Trato de hacer mi mejor esfuerzo para entender, cuando una voz a mis espaldas me trastoca el lenguaje: me habla en inglés, saluda, amablemente y me dice que de dónde soy. Es una muchacha encargada del puesto de artesanías en el que me encuentro. Me cuesta poner el oído del suajili al inglés y, no conforme con ello, cuando digo que vengo de México, la muchacha me habla en español. Triple oído que me saca de balance: suajili, inglés, español. Me sorprende lo bien que habla español y le pregunto acerca de ello. Me cuenta que estudia español porque es un idioma que le gusta, pero apenas está empezando. Pues tiene una capacidad especial para los idiomas, porque pronuncia excelentemente bien y tiene buen vocabulario. Pasamos del idioma a hablar de la moneda. Comparamos los billetes de “mentiritas” de México, ésos plastificados que han devaluado el honor del papel moneda, con los billetes de Schillings. Escojo algunas artesanías y le pido me ayude a decirme cuánto es en dólares, para tener una idea de cuánto tendría que pagar. Un dólar es igual a 200 Schillings. Me llevo la pipa y algunas otras cosas. Mientras va por el cambio, vuelvo a observar la máscara de madera. Esta vez guarda silencio, pero me mira con resentimiento. Y siento su mirada sobre mí mientras sigo visitando el mercado de artesanías.

domingo, 12 de febrero de 2012

Las danzas africanas

Son movimiento puro, energía desbordada que se mueve entre la noche y el lago Victoria. Giros, saltos, gritos, los tambores que no cesan de cantar, con una potencia incontenible. Es el destello de energía humana que ilumina la noche. Es difícil captar tanto movimiento con la cámara, es invitante el movimiento para tratar de recortarlo como pedazo de memoria en una imagen, pero no se deja atrapar fácilmente. La potencia de los saltos, de la música, de los movimientos: torbellinos de luz, haces de manos en movimiento, tropel de piernas en constante griterío. Son un grupo de jóvenes, huérfanos, que bailan con toda la energía y despliegan electricidad a lo largo de la noche. Son el ardor hecho baile, baile hecho torbellino, torbellino vuelto hacia todos nosotros, los que miramos y queremos registrar en la memoria, en la fotografía, en el video, una minúscula parte de lo que observamos esa noche. Luego, la música arrecia y todos los asistentes se unen a la danza, contagiados por el ritmo, por ese tambor que no deja de arremeter sus sonidos de llamada al movimiento. Hay un momento en que la noche se transforma en la voz del tambor y en ráfagas de colores y de cuerpos humanos y no hay nada más. Todo es movimiento, el mundo sí se mueve.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Borda-borda

Hay algunas motocicletas que ofrecen servicio de transportación, como taxis. Los ugandeses no las recomiendan, porque, aunque sus cuotas son bajas, es común que se cometan asaltos. Les llaman borda-borda. En mi imaginario apareció el término en suajili y creí que había aprendido algunas palabras en ese idioma. Sin embargo, el chofer de la camioneta que nos llevó por la ciudad, aclaró que les llamaban así porque era, hace ya bastantes años, el único tipo de transporte para ir de Kenya a Uganda y cruzar, de esa forma, las fronteras. El nombre de ese extraño taxi venía de una derivación en la forma de pronunciar frontera-frontera (Border-border). Así que me decepcioné, cuando me di cuenta, una vez más, de los estragos que hace el inglés. ¿Por qué no llamarles a esos taxis-motos de una forma en suajili? ¿Por qué no llamarles mpaka-mpaka? El colonialismo, colega… Y el chofer sigue hablando en inglés…

jueves, 2 de febrero de 2012

Tráfico ugandés

Y, dentro de la camioneta, frente a nosotros se atraviesa una motocicleta con dos personas y unos bultos; con una pericia sin igual el motociclista penetra entre el tráfico de los autos, moviéndose como si se tratara de un pez, con la facilidad de andar en su medio. Dos segundos después, una bicicleta hace lo propio, seguido de otra moto y yo estoy apretando los nudillos y las piernas. Es increíble que nuestro chofer no tenga un incidente, una colisión, un breve y pequeño golpe a alguna de las bicicletas o motocicletas. Está acostumbrado a manejar en este continuo fluir de autos, camionetas colectivas, motos, bicis y, para mi sorpresa, personas, que se atraviesan entre el tráfico. Todos van hacia la misma dirección, cientos de ciclistas, algunos solos, otros con acompañantes, otros con bidones amarillos donde llevan agua, otros con bultos de todos tamaños y formas. Llega un momento, en el mero centro de la ciudad, que todos convergen y la calle se transforma en un gran estacionamiento. Sesenta camionetas delante de nosotros, sesenta más, a nuestra espalda. El chofer apaga el motor. Las bicis y los transeúntes son los únicos que siguen en movimiento, aprovechando los pequeños resquicios que dejan los animales de metal entre uno y otro. Las motos bajan la velocidad y pasan con dificultad. A veces no pueden avanzar y quedan varadas como nosotros en este mar de los sargazos urbano. Ahí estamos una media hora. Llego a pensar que nos quedaremos a dormir en ese lugar y se lo hago saber a nuestro chofer. Se ríe, ampliamente. Y, como dudando, ve por el retrovisor. Yo me acuerdo del cuento de Cortázar, La autopista del sur, y trato de arrellanarme en mi incómodo asiento. Lamento haberme acabado mi botella de agua.
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