Nos despedimos con un fuerte
abrazo, sin intercambiar direcciones de correos, como si estuviéramos seguros
de poder encontrarnos fácilmente de nuevo. La maleta morada la toma una mujer
japonesa en un kimono corto de color escarlata y con pantalones de mezclilla,
quien espera a Jodo con una amplia sonrisa. Se reciben con gusto y con un mar
de besos en las mejillas. Un hombre alto, altísimo, flaco y con bigote, sonríe
y recibe un abrazo de Jodo. Él me presenta como un amigo, saludo a ambos y Jodo
se despide de mí. Me desea buen viaje a Marsella y se aleja, con lentitud,
entre la muchedumbre, con sus guardaespaldas, casi personajes creados por él. Me
da la impresión de que Jodo los creó específicamente para que lo recogieran en
el aeropuerto. Los veo alejarse. Yo tomo hacia la terminal de trenes, para
viajar a mi destino, Marsella. Ha sido un adiós con gesto de saludo.
jueves, 15 de noviembre de 2012
viernes, 9 de noviembre de 2012
Y nos metemos en un anuncio
Jodorowsky me dice, mientras
caminamos de nuevo juntos: “Mira, ¿vamos por ese pasillo o por ahí?” Y me
señala un anuncio pintado sobre una de las paredes del aeropuerto. Es un
anuncio que semeja los pasillos del aeropuerto Charles de Gaulle, pero con
colores pastel y figuras humanas estilizadas, amarillas, naranjas, azules. Me
detengo y él duda un poco, pero también se detiene. Señalo hacia el gran anuncio,
casi un mural. “Por ahí”. Y emprendemos el camino entre las figuras de colores,
que nos reciben con sonrisas de crayón. Caminamos sobre el piso azul claro y
nos asomamos a los aparadores que, de lejos, parecían contener sólo líneas
pintadas y que, ya de cerca, revelan artículos inexistentes en las tiendas del
aeropuerto. Objetos verduzcos con tres patas y una especie de bastón sobre
ellos; paraguas sin tela, pero con flores entrelazadas; sacos de cuatro mangas;
bufandas con pantuflas… Caminamos un buen rato, hasta que volvemos el camino,
cuando notamos que nuestra piel es de color naranja y tememos volvernos parte
del mural. Retomamos el camino hacia los aparadores reales del aeropuerto. Y
seguimos caminando por ahí, sin maravillarnos como lo hicimos momentos antes.
Noto que, pegado a mi zapato, traigo un color que se va deslavando, se esfuma,
conforme nos adentramos en la sala donde recogeremos el equipaje. Jodorowsky
toma, de la banda móvil, su maleta morada, muy parecida a los objetos que vimos
en nuestra pequeña excursión en aquel mural de colores pastel.
lunes, 5 de noviembre de 2012
Conversación pánica
Alejandro
Jodorowsky y yo descendemos por las escaleras del avión. El viento helado
golpea nuestros rostros. Bajamos lentamente y nos dirigimos al autobús que nos
llevará a una de las terminales del aeropuerto Charles de Gaulle.
Yo: Qué frío.
J: Sí.
Yo: Entonces,
Jodo, ¿estabas en México?
J: Sí, pero
viajaré a Santiago.
Yo: ¿Cómo?
¿Vía París?
(Estruendosa
carcajada).
J: Estuve en
Chile, pasé a México, vengo a París y regresaré a Chile en unas dos semanas. ¿Y
tú trabajas en qué?
Yo: Trabajar,
trabajar, en un instituto de agua. Hacemos estudios sociales sobre el agua.
Pero escribo, edito libros…
J: Ah,
entonces, eres un hacetodo. Mira, nos bajamos de un avión, nos subimos a otro
avión, pero sin alas, para que nos lleve al aeropuerto.
Yo: Un avión
oruga.
J: Pero
decime, estoy consiguiendo financiamiento para hacer una nueva película. Por
eso estuve en Chile y por eso voy a regresar.
Yo: ¿Y de qué
es la película?
J: Vos decime,
¿qué crees? ¿Qué el petróleo sea como la sangre de la tierra?
Yo: Bueno, yo diría que el agua.
J: Ya, pero tú
trabajas en agua. Si trabajaras en petróleo dirías que sí.
Yo: Tal vez…
J: ¿Tal vez
qué? ¿Qué la sangre de la Tierra es el petróleo? Bulle, está bajo su piel, se
le extrae como líquido preciado, es la huella y la presencia de los
dinosaurios, los antecesores. La sangre tiene a nuestros antepasados también. O
el petróleo de la Tierra es el agua como en el cuerpo humano.
Yo: Visto así,
puede ser. Pero, ¿por qué la semejanza de una con otra?
J: Es por la
película. El argumento principal es ése. Pero contame ahora de ti, ¿qué haces?
Yo: Somos los
loquitos sociales en un instituto de ingenieros. Hacemos toda clase de investigaciones
sociales sobre el agua, agua e indígenas, agua y conflictos, agua…
J: ¿Y vos
crees que las guerras del futuro serán por el agua?
Yo: Es una
exageración. No creo que sea para tanto.
J: Más bien el
sistema es el que quiere el control del agua. ¿Crees que hay un grupo que
controla lo que sucede en la Tierra?
Yo: Sí y no.
No un grupo, sino entes sin identidad definida, más bien consorcios, empresas,
agrupaciones de poderosos adinerados. Pero no personas, como en las películas
de espionaje. No creo que haya genios locos y dictadores moviendo tras
bambalinas lo que sucede en el mundo.
J: Ni yo, pero
de que hay un control y alguien o algo controla las cosas que pasan, creo que
lo hay. ¿Y estudias el simbolismo del agua?
Yo: A veces,
cuando trabajamos en comunidades indígenas.
J: Bueno, con
el simbolismo del agua siempre llegas a la madre. No hay otra cosa que decir
agua para decir madre, ¿no?
Yo: …
J: ¿Y te vas a
quedar en París?
Yo: No, mi
destino es Marsella.
J: Anda, vas
para que te lean el Tarot. ¿Conoces el Tarot de Marsella?
Yo: Claro,
pero no voy a que me lean el Tarot, ojalá… deberías leérmelo tú.
J: Lo leo en
un café en París, si tienes tiempo podes acercarte.
Yo: Ojalá
tuviera tiempo. Voy a Marsella por el Foro Mundial del Agua.
J: Claro, el
agua… Anda, que llegamos a la terminal.
Bajamos. Nos
separamos en la fila de migración. El agua, la sangre, el petróleo, el control,
las guerras, el simbolismo, el Tarot, Marsella… Y la larga fila que da vueltas
y vueltas como serpiente, como mis pensamientos. Todo se enreda.
viernes, 26 de octubre de 2012
Sueños y Moleskine
Durante el trayecto a París yo me
pongo a leer, veo películas y duermo. Cada que volteo a ver a Jodo, al otro
lado del pasillo, le encuentro o dormido o escribiendo. Se duerme. Luego, se
agita un poco y despierta, para tomar enseguida su libreta negra Moleskine y ponerse a anotar, supongo
que sus sueños o sus sensaciones. No puedo dejar de recapacitar que yo también
llevo mi libreta Moleskine negra, de
hojas amarillentas, igual que la de Jodo. Idéntica. Otra coincidencia. Por lo
menos usamos las libretas para anotar impresiones, sensaciones, descripciones,
sueños, no para anotar citas o recordatorios de asuntos que ni valen la pena.
Digo, porque conozco al menos dos personajes que así lo hacen. Uno ha copiado
al otro. Ambos trabajan en el mismo lugar que yo. Acá, hacia París, hay coincidencia.
Dos veces trato de hablar con Jodo, pero no lo veo de humor para conversar, así
que regreso a mi asiento, o camino un rato por el avión. Él sigue escribiendo y
durmiendo. Come poco y bebe mucha agua.
Once horas pasan. Yo duermo, también, pero al despertar no tengo ninguna
imagen; al contrario de Jodo, que platica con el extraño ser que ha soñado y
ahora se recuesta en su hombro, mientras un color extraño flota, haciendo
círculos, en el aire, sobre el asiento. Y Jodo sonríe. Y luego frunce el ceño.
Y vuelve a dormir… Y yo con mi dormir fatigado, me asalta una sensación de
frustración, al no poder reencontrar mis propios sueños.
sábado, 20 de octubre de 2012
Un encuentro pánico IV
La señorita extiende la mano y me
repite que pase. Con la otra me entrega un pase de abordar. Me han conseguido
un lugar. Agradezco al muchacho tras el mostrador, quien me hace un gesto de
saludo y me indica que pase al avión, soy el último pasajero (no puedo dejar de
pensar en Ridley Scott) y me dirijo por la gran garganta metálica hasta la
puerta del avión, en donde una azafata con una gran sonrisa me dice
“Bienvenido” y, después de ver mi número
de asiento me indica por el pasillo que debo tomar.
Entro y lo primero con lo que me
encuentro es con el rostro expectante de Jodo. Se sonríe. Me sonrío y le vuelvo
a saludar. Le comento que el vuelo estaba lleno y que sólo he podido conseguir
lugar porque él iba en el vuelo. Eso sólo sucede contigo, le digo. Se ríe y me
dice que luego platicaremos. Veo mi pase de abordar y descubro que me han dado
un asiento en clase Premier, la misma donde viaja Jodo, es más, para colmo, en
la misma fila en la que va él, así que nos separa sólo un pasillo. Esto me pasa
sólo porque viaja Jodo, me digo. Luego elucubro toda clase de cuestiones, nada
racionales, pero todas emparentadas con Jodorowsky. Me siento en el mullido
asiento, el altavoz escupe la voz del capitán que anuncia la salida del vuelo.
Paladeo, como nunca, la copa de vino que me han ofrecido, antes de partir.
martes, 16 de octubre de 2012
Un encuentro pánico III
Con paso rápido me dirijo a la
puerta de salida del vuelo con destino a París. La cosa no se puede quedar sólo
así, porque entablar una promesa es cumplirla, aunque fuere con un desconocido.
Así que llego a la puerta y veo a algunas personas esperando lugares en el
vuelo, que, me entero, fue sobrevendido. Dos pasajeros pasan con sus maletas,
muy orondos, al final. Y yo garabateo una nota en mi libreta:
Estimado Jodo:
Incumplo mi promesa, no puedo viajar a París, no hay más lugar.
Buen viaje.
Le hago señas a una de las
señoritas que organizan el abordaje del avión. Le explico muy sucintamente la
historia y le extiendo el papel amarillento, doblado en cuatro y en cuya cara
frontal he anotado: “Alejandro Jodorowsky”, y una raya horizontal debajo. Ella
me pide que espere un poco. Se acerca al mostrador, al lado de la puerta que
tiene la gran garganta que conduce a la panza del avión. Duda. Regresa al
mostrador. Se dirige conmigo y me dice que espere un poco. Regresa al
mostrador. Duda. Ya es hora de que el avión parta. Ya no hay más pasajeros por
subir. En mi apuro no había notado que en el mostrador está el chico que me
documentó y que me dijo que me esperaría, junto con Jodorowsky, en la sala Premier.
La señorita se acerca conmigo, quita el cordón retráctil y me dice que pase.
Pienso que me dejará pasar, como una situación especial, para que me despida
personalmente de Jodo. Encuentro pánico de tan sólo minutos…
martes, 9 de octubre de 2012
Un encuentro pánico II
Ah, pero, cómo va a ser, si
Jodorowsky…, si me permite, joven, le digo al muchacho del mostrador de la
aerolínea, despedirme sólo del señor, porque le dije que viajaría con él. El
joven accede, un tanto apenado y me dice que me esperarán en la sala Premier del
aeropuerto. Que allá me dirija. Con mi pase de abordar a nueve horas de
diferencia, me voy directo a la sala de espera. Dos hombres en sillas de ruedas
se dirigen a mí en la puerta. Uno me pide mi pasaporte y el pase de abordar. Lo
ve con detenimiento y, con cierta pena, también, me dice que no pueden dejarme
pasar, porque faltan muchas horas para que parta mi vuelo. El otro hombre en la
silla de ruedas sólo me ve. Les cuento que sólo quiero pasar a una sala de
espera VIP para despedirme de alguien con quien viajaría a París pero que, como
el vuelo se llenó, no podré hacerlo. Ambos se miran y, como si se hablaran con
la mente, al unísono me dicen que avance. El segundo, que había permanecido en
silencio me dice, además, que esconda mi pase de abordar para que no lo vean
los agentes aduanales y me regresen. Así, entro. Franqueo sin problemas el
detector y me dirijo, casi corriendo, a la sala Premier.
La recorro, con la esperanza de
ver a Jodorowsky. Pero no está ahí. Seguramente ya han anunciado el vuelo y ha
ido abordar. Lo he perdido de nuevo. Un mesero se acerca y me ofrece algo de
tomar. Salgo de la sala Premier y permanezco unos segundos parado sin saber a dónde
ir. Me acerco al tablero de salidas y llegadas de vuelos. Identifico el vuelo
en el que me iría, el mismo en el que viajará Jodorowsky. El tablero marca que
el vuelo ya ha sido abordado y está a punto de salir. Me repito: un encuentro
pánico de tan sólo minutos.
sábado, 6 de octubre de 2012
Un encuentro pánico I
La fila es larga y he tardado
mucho tiempo en documentarme. Hay algún problema con el vuelo y la fila crece,
como cola de lagartija infinita. Al frente veo a un señor que me parece conocido,
canoso, mayor. Le llevan una silla de ruedas, a petición de una mujer que
parece acompañarle. Creo reconocer al hombre,
y para lograrlo enteramente me quedo mirándole fijo, aunque él ni cuenta
se dé. Estamos como a ocho metros de distancia. Al fin, con ayuda de un mozo
que toma la silla de ruedas, lo acercan al mostrador. La mujer que lo acompañaba pierde la
paciencia, algo le dicen sobre el vuelo. Camina, al frente de los mostradores,
como buscando algo que no encuentra y pasa frente a mí. Para corroborar mi
percepción, le pregunto por la identidad del susodicho, y ella me contesta
afirmativamente. Medio escucho que volará a París, igual destino que el mío.
El personaje que se me hizo
conocido termina su trámite de documentación y, mientras avanzo lentamente en la fila, él pasa frente a mí. Poso mi mano sobre su brazo, como si se tratara de un viejo amigo (para mí lo es, aunque yo
para él soy un perfecto desconocido) le saludo por su nombre y me presento. Le
digo que será un honor viajar con él a París. Me sonríe y me dice que también
el gusto será para él y que nos veremos en el avión. La mujer intercede: me
dice que viajará solo y que si puedo hacerme cargo de él. Ni hablar, qué mejor
momento y qué mejor oportunidad para conocer a Alejandro Jodorowsky, quien me
sonríe desde la silla de ruedas.
Mientras la fila avanza a paso de
tortuga, comienzo a fantasear sobre una conversación con Jodo, en el avión.
Pienso que sería una excelente oportunidad para que me lea el Tarot, si es que
él trae uno consigo. O tal vez hablar de algunos sueños recurrentes, o hacer un
cadáver exquisito entre los dos.
La fila avanza. Al fin llego al mostrador, con el tiempo
peligrosamente recortado para la hora de mi vuelo. Me dan mil disculpas y me
dicen que el vuelo está lleno. Me ofrecen un viaje a París gratis, me ofrecen
una salida a París desde Miami (les digo que no puedo entrar a Estados Unidos),
me ofrecen una conexión en Cancún… Y al fin me dan un boleto para que salga
nueve horas después, con escala en Madrid; ello incluye comida pagada y
alojamiento para descanso en un hotel cerca del aeropuerto…
Se esfuman los pensamientos sobre
departir con Jodorowsky. También se esfuma el llegar a tiempo a mi hotel en Marsella, mi destino
final. Un encuentro pánico de minutos, con una promesa no cumplida. Mal inicio
de un viaje.
domingo, 30 de septiembre de 2012
No puedo dormir
He cenado en los
puestos navideños que se instalan en la plaza cerca de donde está mi hotel y me
he tomado una cerveza de las más obscuras que he podido encontrar. He pululado
por la plaza, aspirando el viento frío de la noche y me he quedado observando y
escuchando a un grupo de músicos callejeros, como acostumbro hacer. Me atrae la
música en plena calle, y me quedo perplejo ante las notas que se desprenden de
los instrumentos y que suben o bajan a media plaza, entre el barullo de la
gente que se amontona para comprar dulces, pasteles, cerveza, gorros, comida,
un poco de todo. Así, me voy a mi hotel, ya tarde. Y no puedo dormir. Al día
siguiente he de salir muy temprano. Pero no puedo conciliar el sueño: las
imágenes auditivas, olfativas, visuales son demasiadas para dejar en paz mis
sentidos. Recostado, en plena obscuridad, espero la llegada del sueño, rodeado
de recuerdos.
martes, 25 de septiembre de 2012
Tren a Bélgica
La noche se ha
instalado alrededor. Apenas llegué a tomar el tren de regreso, una hora más
tarde de lo que tenía programado, porque escaparme del pasado en Brujas me
costó trabajo. Tengo los ojos llenos de imágenes, el cuerpo, de sensaciones. No
duermo en el trayecto, sino que observo la noche y las luces que se deslizan
por las ventanas del vagón. Saco mi libreta, para anotar lo que he vivido
durante el día, pero las palabras se niegan a aparecer: son más fuertes las
imágenes y no puedo reducirlas a lenguaje escrito. Será más adelante. Mientras,
pienso en la inmensidad de la noche, del mundo, y en la inmediatez de mi
inminente regreso a mi país, al día siguiente. Me siento tan pequeño en un
mundo tan amplio, tan grande, tan rotundamente lleno de historia, de caminatas,
de maravilla. Me asalta la idea de perderme en Bélgica, de hacerme el
desaparecido. Las luces anuncian que el tren está próximo a llegar a una nueva
estación.
sábado, 8 de septiembre de 2012
Por casualidad, el Medioevo
Y cuando me
dirijo hacia la estación para tomar el siguiente tren, con una decepción por
estar escasas horas en Brujas, se me ocurre caminar por una calle aledaña por
la que penetré en la ciudad y encuentro un paisaje medieval que me atrapa y me
jala hacia él. Es un viaje en el tiempo, con un viejo castillo que se sostiene
con una enredadera escarlata que se adhiere a la piel de sus paredes. Un amplio
patio. Una casa de madera con la luna al frente y las enredaderas. Pequeñas
figuras en los remates, que no puedo identificar y que la cámara se niega a
enfocar con nitidez. Sigo caminando, bordeando el castillo y llego a un canal
con un puente de piedra. Camino con lentitud, saboreando el Medioevo,
descubriendo casas muy antiguas, puertas, ventanas. Atravieso el puente y los
cisnes alzan las cabezas, sin verme. Cascos de caballo perturban mis oídos
mientras atravieso el puente y me obligan a detenerme. Un carruaje pasa al
fondo y penetra en un arco de piedra. La luz se escapa del día y apenas alcanzo
a sacar algunas fotografías y a descubrir un destello del pasado. Una calle
revela el costado de una iglesia, una torre, el piso de piedra, la ausencia de
gente. Mientras la noche cae alrededor, camino por esa calle y me descubro
esperando las presencias de personajes antiguos, de seres que pueden caminar
eternamente por esta calle. Unas cuantas gárgolas esperan la llegada de la
noche, encaramadas en torres que se van obscureciendo. Sigo caminando. Me
detengo. He escuchado pasos tras de mí.
martes, 4 de septiembre de 2012
La cámara de los vientos
Los vientos
golpean desmedidamente el alto de la torre de la iglesia de Brujas. Son vientos
airados que recuerdan los relatos de mares embravecidos, de los vientos
terribles que soportó Gordon Pym. El viento tiene sustancia, empuja, mueve,
obliga a ladear el rostro para poder respirar. La parte más alta de la iglesia
es la cámara de los vientos, en donde se pasean a su antojo y se cruzan, fríos
como cuchillas de hielo. Ahí mismo, se observa Brujas en su esplendor. La plaza
principal, los canales antiguos… Y el viento que azota tratando de mantener la
conversación con sonidos ululantes que traspasan la torre de lado a lado.
Labradas en las piedras de la torre hay inscripciones indicando la distancia a
ciudades, como Bruselas, marcada con una línea la dirección recta, como una
brújula. Hay un mensaje en los vientos. Me quedo un buen rato allá arriba,
escuchando, tratando de descifrar esas palabras que golpean la cara, el cuerpo.
Debe haber un mensaje. Sigo escuchando.
domingo, 26 de agosto de 2012
Los rabinos en Brujas
Me encamino
hacia el centro de la ciudad, tratando de seguir a todos los turistas que han
descendido del tren. Paso junto a un edificio con una puerta abierta y alcanzo
a ver, con el rabillo del ojo, un pequeño jardín interior. Me detengo y aplico
reversa a mi andar. Me asomo. La puerta abierta invita a pasar. Y lo hago.
Adentro veo el jardín interior con plantas casi secas y un trío de orientales
con sus cámaras en mano. Observo el edificio por dentro, no es tan viejo como
parecía la fachada, o tal vez ha sido reconstruido. Los orientales sonríen y
toman fotos a dos rabinos jóvenes que están sentados al pie de una escalera.
Parece que posan para los orientales. No sé por qué, entrego mi cámara a uno de
los fotógrafos y le pido si puede sacarme una foto junto a los rabinos. Me siento
junto a ellos, los saludo, me sonríen y nos retratan. Luego, con un inglés
masticado, los rabinos me indican que es la primera vez en Brujas, que son de
Israel y que están maravillados con la ciudad. Yo les digo que también es mi
primera vez en Brujas y que soy mexicano. Abraham es el más amable y el que más
intenta hacerse entender en inglés. Charlamos un rato más y luego me despido.
Les doy la mano, ellos se despiden con el “Shalom” respectivo y yo les repito
su deseo. Salgo del edificio. De pronto me detengo, de nuevo. Me asalta la duda
de que si regreso unos pasos y vuelvo a penetrar al edificio, encontraré a los
rabinos, o se han esfumado. Prefiero quedarme con la imagen y la despedida. Por
lo menos la cámara sí nos registró, sonrientes, a los tres.
sábado, 18 de agosto de 2012
La pequeña puerta
Minúscula entrada en
plena ciudad. Entre dos tiendas. Con un arco y una figura que lo remata. El
letrero, más arriba: “Au bon vieux temps”. Me imagino la pequeña casa que
apenas debe ser tal, porque las dimensiones de la puerta son escasísimas. No
será ancha la estancia, sino larga. Pero la casa detrás de la puerta no debe
medir más que un brazo extendido. Me dirijo hacia allá y entro. Un pasillo
largo, un callejón, me espera, con paredes de ladrillo rojo, burdamente
terminadas, no hay grafitis y hay poca basura. Pero se trata de la entrada a un
callejón. De noche tal vez podría parecer siniestro. Me asomo, tratando de
dilucidar si estoy entrando a terreno prohibido o peligroso. Ventanas tapiadas
y con rejas, a la izquierda. A la derecha, la barda de ladrillo. Y al fondo
otro letrero: “Conserdork”, que no puedo descifrar, y una luz intensa al fondo,
donde debería haber obscuridad. Con la curiosidad alebrestada, me encamino
hacia la luz, por ese callejón incoherente en la zona comercial de la ciudad.
Llego a la zona de la luz y me asombro, pero a la vez me decepciono: se trata
de un centro comercial de grandes dimensiones, escaparates, luces… La entrada,
tal vez, funcionaba a ciertas horas, para que quien penetrara pudiera llegar a
los viejos tiempos de la ciudad y conocer otras épocas. Tal vez no había
entrado a la hora correcta.
sábado, 4 de agosto de 2012
Tin Tin
Siempre
corriendo lo veo, ya sea en escaleras o detrás de un aparador. En una escena
viene el capitán corriendo escaleras abajo, también. En la otra el fiel Milú.
Para mí no es moda ni aparece en escena con la película actual, porque ese
periodista explorador y aventurero ya existía mucho antes. Verlo en su tierra
natal es lo extraordinario.
Se aparece en la calle, a plena luz del día y de
noche, en el edificio iluminado que lleva su nombre. No se puede obviar una
visita a Bruselas sin darse un encontronazo con este personaje. Ahí está otra
vez y yo, como Alicia con el conejo, salgo disparado tras él.
jueves, 26 de julio de 2012
El árbol desmayado
Gigantesco árbol
navideño en la plaza mayor. He llegado ahí a tomar una cerveza, en un pequeño
restaurante que conocí en el viaje anterior. Ni modo, animal de costumbres.
Pero este arbolote necesita más nieve o más frío, porque está completamente
desmayado. Me parece que se inclina y que toca con su cresta a los transeúntes.
Los adornos cuelgan como ahorcados y tiene un toque fúnebre. Es curioso cómo
esta ciudad vive con la nieve y desfallece sin ella.
Bebo mi cerveza.
Observo cómo el árbol se agacha y, al fin, se recuesta sobre la acera. Me
descubro inclinando la cabeza, siguiendo su movimiento. Ahí se queda el árbol,
presto a pasar la noche, esperando algún copo de nieve que le impulse a
levantarse.
jueves, 19 de julio de 2012
Bruselas sin nieve
La ciudad es tan
diferente de cómo la dejé hace un año… La nieve la hacía ver, paradójicamente,
más cálida. Ahora no hay nieve, aunque hace frío. Pero la ciudad parece
decrépita. Las calles que caminé hace un año me hacían resbalar, ahora no hay
ni aguanieve. El viento sí es frío y la bufanda y los guantes me ayudan a
agarrar calor. He dejado a Markus tras la reunión de un día completo, en la
sede de la Comisión Europea y ahora camino a mis anchas. Markus, por cierto,
quedó afónico después de la reunión, no tanto por haber ejercitado hasta el
paroxismo sus cuerdas vocales, sino por los nervios de la reunión boxística que
tuvimos con los evaluadores de la Comisión Europea. Al dirigirme hacia el
metro, por cierto, encuentro a los tres evaluadores en una esquina. Me saludan
amablemente, me sonríen. Se ponen de acuerdo hacia dónde ir, seguramente a
cenar. Para mis adentros espero que no me inviten con ellos y no lo hacen.
Decido caminar hasta mi hotel. Decido ver esas calles de manera diferente a
como las había recorrido. Quiero una cerveza, obscura. Enciendo una pipa y me
fumo el caminar en la noche que va cayendo sobre la decrepitud de la ciudad sin
nieve.
martes, 10 de julio de 2012
Me detienen sin razón o Do we have a story here?
No he tocado aún suelo holandés, ya que estoy sobre la plataforma que conecta el avión con una sala del aeropuerto de Schipol. Me detienen agentes de migración vestidos de civil que me muestran, orgullosos, sus placas.
Me retiran mi pasaporte y me invitan a sentarme en la sala de espera.
Detienen a otros pasajeros más, todos con pinta de proceder de países “en vías
de desarrollo”. Una agente de migración guarda, con gestos de malvada, mi
pasaporte entre las manos, junto con los de los demás pasajeros detenidos. A un
hombre frente a mí, que se tocaba un costado y se doblaba del dolor, le
interrogan. Hasta donde entiendo pasó por México y va de regreso a Dubai. Tiene
un dolor agudo en un costado, aunque de pronto pienso que está fingiendo. Abren
su maleta y lo registran, minuciosamente. Lo dejan ir.
Revisan a los demás y al final quedo yo, con dos agentes de migración, la
malvada y un tipo de cabello corto y cara de amable. “El policía malo y el
bueno”, pienso. Empiezan a interrogarme, revisan mi maleta. Revisar es poco: la
vacían, caen al suelo unos calcetines, sacan a flote mis calzones. Me piden les
compruebe que tengo reservación de hotel, me solicitan que les muestre mi
itinerario y una invitación a la reunión a la que asistiré en Bruselas. Lo
único que llevo impreso es mi itinerario de vuelo. De Schipol saldré (o
saldría, pienso en ese momento), hacia Bruselas. Había anotado la dirección de
la reunión y de mi hotel en una libretita que me ha servido de memoria. Así lo
digo, “Let me see my memory card” y muestro mi libreta. A la guardia no le hace
gracia. El otro agente sonríe y la toma.
Revisan mi pasaporte, encuentran el visado de Uganda y comprueban que pasé
por Holanda hace tres días. Me preguntan mil cosas, arrebatándose la palabra.
Creen que tienen un caso: un mexicano que ha estado dos veces en menos de una
semana en Amsterdam. No pueden creer que
alguien haga un viaje así de largo en tan corto tiempo.
Me preguntan si tengo mucho dinero para costearme los viajes, no lo pueden
creer. No los culpo: ¿quién pudiera creer la estupidez regada en las
instituciones mexicanas por más que explico que por culpa del sospechosismo
fascista de la contraloría mexicana uno no puede tomar dos días de vacaciones,
uniendo dos destinos internacionales? Eso hubiera permitido un ahorro a la
Nación. Pero como el león cree que todos son de su condición, prefieren ver
corrupción por todos lados.
Los agentes aduanales se miran. Parece que comparten un código secreto. Me
piden les compruebe mi reservación de hotel en Bruselas. Les digo que si hay
conexión a internet puedo mostrarles mi correo de reservación. Se miran. Les
digo que traigo una computadora portátil (ellos ya la vieron, por supuesto). El
tipo acaba de sacar de mi maleta mi tubo de Salbutamol. Lo ve y le da vueltas
entre las manos. Hago mímica, mostrándole cómo lo utilizo. El tipo lo deja y entonces
toma mi cuaderno, lo abre, hojea, lee lo que su escaso entendimiento del español
le deja, mientras lo guarda; revisa mi “memory card”. Le señalo las direcciones
del hotel y del lugar de la reunión, anotadas por mi puño y letra.
Han pasado más de quince minutos. Cuando estoy por encender mi computadora,
me piden que la guarde. El tipo dice, de nuevo, que por qué en el primer viaje
fui de México a Amsterdam, luego a Nairobi y a Uganda. Y por qué regreso a Amsterdam
tres días después. No se lo pueden explicar. Les doy la razón, se los digo: la
estupidez mexicana no es explicable. He de argumentar más, me preguntan que
dónde trabajo, quién paga el viaje, el motivo, a quién voy a ver.
Interrogatorio de película y la guardia con su rostro agrio. Ya tengo ganas
de orinar y ellos siguen con sus preguntas… que cuántos días estaré en
Bruselas, que por qué sólo tres días, que por qué estuve antes en Amsterdam,
que a dónde voy, que si tengo direcciones o contactos… Me acuerdo de Markus, a
quien veré en la reunión y maldigo los viajes relámpago a Europa que me invita
a hacer… Y yo vuelvo a responder. Una, otra, otra y otra vez.
sábado, 23 de junio de 2012
La estupidez burocrática (40 horas en Cuernavaca)
Debido a que en
México uno es culpable hasta que pruebe su inocencia y los contralores prohíben
tomarse días de vacaciones durante comisiones internacionales, no me quedó más
remedio que regresar de Uganda a México, esperar 40 horas en Cuernavaca y salir
a Bélgica. Tiempo y dinero pudieron ahorrarse si tan sólo esas 40 horas las
hubiera podido pasar yo en Bélgica o en Amsterdam o en cualquier otro lugar,
enlazando mis dos viajes. Pero no, ya se ve, una prueba fehaciente de que la
estupidez avanza. Y una nota airada más: precisamente uno de estos personajes me
busca y me hace firmar un documento con fecha 30 de noviembre (cuando yo estaba
en África), el día 5 de diciembre, a escasas horas de salir con rumbo al
aeropuerto, de nuevo. Lo hace para salvar el pellejo de otro de sus colegas.
Díganme ustedes si esto no es estupidez. Ni modo, así están nuestras pobres
instituciones actualmente, pintaditas de azul mediocre. Y ustedes han de
disculpar.
lunes, 14 de mayo de 2012
Un día de conversación
Debíamos esperar unas diez horas
antes de salir al aeropuerto, para regresar cada quien a su país. Juan
Fernando, a Ecuador; yo, a México. El primer tramo lo haríamos juntos, hasta
Amsterdam. De ahí cada quien seguiría su camino. No podíamos salir a Kampala,
nos recomendaron no hacerlo solos, así que preparamos las maletas, desayunamos
con toda celeridad y, durante el día no hicimos otra cosa mas que tomar café,
fumar y conversar. Bueno, conversar es un decir porque soy muy mal conversador.
Más bien acompañar a Juan Fernando en su conversación. Es increíble cómo se
pueden tocar temas tan íntimos con alguien que prácticamente se acaba de
conocer. Juan Fernando me contó parte de su vida, de su juventud, de su
estancia en México, de su regreso a Ecuador, de su vida en Nueva York. Sin
parar de fumar, ya caminando, ya sentados. Observando a las mujeres que barrían
los jardines del hotel, en esa posición de L extrema que tanto me sorprendió:
se agachaban para barrer el piso tan cerca de él que era imposible que quedara
una sola hoja tirada. Y la conversación continuó en el aeropuerto de Schipol,
mientras hacíamos compras y esperábamos la salida de los respectivos aviones.
Un día lleno de palabras.
domingo, 6 de mayo de 2012
“A glass of water”
Juan Fernando y yo coincidimos en
que el inglés que hablan los ugandeses es difícil de entender. Utilizan un
acento británico-suajili muy extraño para el oído latinoamericano. También
hemos notado que el tono al que se dirigen con los clientes denota un dejo de
sumisión, que nos parece molesto. En esa conversación estamos, sentados en uno
de los restaurantes del Hotel Speke, cuando se acerca la mesera para ver si se
nos ofrece algo. Pido una cerveza y Juan Fernando dice: “A glass of water”. La mesera lo ve fijamente, unos segundos, extrañada,
luego medio sonríe y me ve a mí. Le hace saber a Juan Fernando que no le ha
entendido. Él repite la frase. Ella refrenda el gesto de extrañeza. Él varía la
pronunciación: “A glass of warer”.
Ella lo mira fijamente, vuelve a sonreír; disculpándose, le dice que no le
entiende. Juan Fernando se comienza a desesperar, me ve y me dice en español
que cómo no entiende que quiere un vaso con agua. Vuelve a repetirlo, lentamente.
La mesera vuelve a sonreír, lo mira, me ve y repite que no entiende. En ese
lapso, recuerdo la pronunciación de una de las meseras, días antes. Le digo: “He wants a glass of wata”. Y a ella se
le ilumina el rostro. “Wata, wata, OK”.
Juan Fernando me ve, sorprendido. Un minuto después tiene frente a sí su
deseado vaso de agua. Yo temo que la mesera me traiga la cuenta, sin la
cerveza, de nuevo. Pero segundos después yo obtengo, también, mi cerveza.
miércoles, 2 de mayo de 2012
Desayuno a la orilla del Lago Victoria
El sol empieza a aparecer sobre las
nubes que ayer menguaron al soltar la lluvia que cargaban. Pese a ello no se
siente el bochorno que acompaña el cambio de un día húmedo a uno soleado,
como el que se anuncia hoy. El Lago Victoria recibe los colores rosados del día
que comienza y yo me siento frente a él, para degustar el desayuno. El día
vuelve a comenzar con los sabores extraños de estos lares, con la luz que no se
puede atrapar ni describir con precisión. El restaurante tiene una tarima de
madera que se posa sobre el lago. Una sombra pasa sobre mi desayuno, una sombra
alada: un pelícano sobrevuela el escenario y se posa en las rocas, cercanas al
lugar en donde me encuentro. Un café, el café africano es bueno. Nada hay como
disfrutar ese café a la orilla del Lago Victoria y comenzar la conversación con
ese pelícano viajero.
sábado, 28 de abril de 2012
Los orfanatos
Por los caminos rurales de Uganda
observo muchos niños, rapados y con túnicas de colores. He notado que la
mayoría de hombres y niños se rapan y sólo las mujeres conservan sus
cabelleras. Pero en el caso de estos niños de túnicas (amarillas, las más)
tanto niños como niñas portan su cabeza sin un solo cabello. El guía me indica
que ellos viven en orfanatos; pero yo he visto muchísimos niños con la misma
pinta. Me sorprende que exista tanto huérfano en el país. El guía me cuenta la
razón: sus padres han muerto debido a que la cuarta parte de la población de
Uganda tiene el mortal virus del VIH…
martes, 24 de abril de 2012
Almuerzo a las orillas de El Nilo
Cuando uno llega a pensar en la
estancia en un lugar famoso, generalmente la imaginación vuela y de inmediato
se piensa que, en ese lugar, se degustará un buen vino, observando la maravilla
encontrada; se fumará el cigarro con olor a ese lugar, con parsimonia; se
detendrá el tiempo; se degustará un platillo delicioso mientras se contempla la
gran maravilla natural o la sorprendente construcción debido al genio humano;
o, ya de perdida, se tomará un café que tendrá escondido en su sabor un poco de
esa maravilla que se observa. Estando en las orillas del Río Nilo, después de
observarlo, tomar fotografías, tocarlo y no dejar de sorprenderse, el hambre,
ese inoportuno invento de la naturaleza, aparece. La “delegación
latinoamericana” tiene dos opciones: o entrar en uno de los restaurancitos a la
orilla del río, para tomar el almuerzo que, gentilmente, les ha procurado
Margaret (más que una de las organizadoras del evento sobre agua, pobreza y
desarrollo local, casi una maga) o, la otra opción, sentarse a las orillas de
El Nilo. No dudan ni un instante en convertir un banco de piedras en mesas y
sillas, a escasos metros de la orilla del río. Abren la gran bolsa, sacan los
envoltorios y se aprestan a degustar el misterio que contienen, saboreando el
momento de comer a las orillas de tan importante río, esperando hacer del
momento uno especial… Pollo y papas fritas, con salsa de tomate… No todo se
puede tener en esta vida…
miércoles, 11 de abril de 2012
La disputa por el origen de El Nilo
Los exploradores creen que el lugar que pisan es desconocido. Engrandecen su experiencia de conocer un nuevo lugar creyendo que es la primera vez que la “civilización” lo conoce. Así le sucedió a John Hanning Speke, cuando arribó a las fuentes de El Nilo (1862) y proclamó haber descubierto su origen. Como siempre sucede, la envidia comenzó a afilar sus dientes y Sir Richard Francis Burton (el mismo que también exploró la India y “rescató” los relatos de El Rey Vikram y el Vampiro y tradujo varios libros hindúes), tuvo un colapso al enterarse de que Speke anunciaba haber hallado la auténtica fuente de tan renombrado río. El famoso escocés Dr. David Livingstone también trató de confirmar el hallazgo de Speke, pero se nos perdió y fue a dar a El Congo. Y fue Henry Morton Stanley, galés, quien vino a confirmar el “descubrimiento” de Speke, al darle la vuelta al Lago Victoria (Stanley fue famoso por la frase “El Dr. Livingstone, supongo”, cuando le halló en Ujiji). Para enojo de Burton, de Livingstone y del propio Stanley, el único que tiene un obelisco en su honor cerca del lugar donde nace El Nilo es Speke. Y, además, un letrero pintado que ostenta la visita de este último, junto con el anuncio de la cerveza nacional. Que, por otro lado, no podía faltar.
viernes, 6 de abril de 2012
Los cuatro puntos del Río Nilo
Frente a nosotros, estaba, al fin, tan cerca, el origen del Río Nilo. Era una tentación sensoria tocar el agua y sentir ese río. Atravesamos un puente hecho de vigas de metal, diríase improvisado, aunque supongo que tenía ya, muchos años, para llegar a unas estructuras de cemento a la mitad del río. Desde ahí se podía ver, hacia delante, el río creciendo en toda su inmensidad, viajando con nostalgia y energía, rumbo a Egipto. Hacia atrás podíamos ver el Lago Victoria, con su calma chicha. A la amitad de ambos estaba la línea divisoria que marcaba, con un movimiento casi imperceptible, el correr del agua del Lago y de los manantiales y que daban vida y nombre al río. Hacia la otra orilla se divisaba un monumento dedicado a John Hanning Speke (sí, como el nombre del hotel donde me hospedaba, en Kampala), explorador inglés que “descubrió” la fuente de El Nilo. En el último punto, la orilla en la que nos encontrábamos la “delegación latinoamericana” había varios puestos de artesanía y de comida. Eran los cuatro puntos de El Nilo, desde nuestra mirada. Yo tomé varias fotos del paisaje, de los compañeros en las estructuras y con fondo el río. Contemplando el movimiento del agua, cercado por el inmenso río, me pareció ver a los exploradores británicos arribando a este lugar, con miradas de azoro. Para los guías, tal vez, esa sorpresa había pasado. O tal vez no. El río siempre será el mismo, pero tan diferente. Heráclito me hablaba al oído. La voz de El Nilo era, siempre, más enérgica.
sábado, 31 de marzo de 2012
Llegada a El Nilo
Ahí estaba, frente a nosotros, el famoso y legendario río Nilo. Varios de la “delegación latinoamericana” se tomaron fotografías llevándose como fondo al famoso río. Es curioso cómo en nuestra mente tenemos ideas preconcebidas. Cuando se habla de El Nilo inmediatamente uno lo asocia con los egipcios. Pero El Nilo es uno de los ríos más largos del mundo y nace en Uganda, en el Lago Victoria. La cuenca de El Nilo incluye Etiopía, Sudán, Eritrea, El Congo, Burundi, Etiopía, Kenia, Ruanda, Tanzania y Egipto. El guía nos anunció que no podríamos ir a las cataratas (tal vez las de Ripon) porque la presa retenía el agua que las hacía fluir. Nos miramos un poco decepcionados, pero el guía hizo que abriéramos los ojos cuando mencionó que podría llevarnos al origen de El Nilo. La expedición daba un vuelco. Viajar a las fuentes de El Nilo era lo menos que alguno de nosotros había pensado al llegar a Uganda. No había tiempo qué perder. Subimos a las camionetas y emprendimos el camino.
miércoles, 28 de marzo de 2012
Safari II
En algún lugar de Uganda, seguíamos sobre la camioneta, en pleno safari. Claro, nunca vimos ningúnanimal, ni cebra, ni jirafa ni leones. Lo que sí vimos fue una caravana de camionetas blancas, con vidrios polarizados, que sacaban del camino a todos los autos, sin miramientos. Al dar el volantazo, porque una camioneta se nos venía encima, de frente, el chofer se detuvo en el acotamiento y arguyó que se trataba de un ministro y de su séquito. Actitudes prepotentes como ésa la vemos en todos lados, no era nuevo. Una manada de animales de metal a toda velocidad.
sábado, 24 de marzo de 2012
Safari I
Yendo de safari, en una camioneta en la que se podía abrir el techo, nos sentíamos realizados. En la camioneta íbamos Elma, Juan Fernando, el chofer y yo. Pasamos por una de las pocas carreteras asfaltadas y el chofer nos indicó que el lugar por el que transitábamos en ese momento era el reducto de selva que una tribu africana se dispuso a defender por todos los medios. Era un tramo muy corto de la carretera y, además, esa selva estaba partida en dos. Esa vieja concepción de África que uno tiene en la mente y que alimentan las películas está lejos de la realidad. Recordé que uno de los participantes en el taller al que me habían invitado, un profesor trajeado de la Universidad de Makerere, era jefe de su tribu y, me habían dicho, tenía su bastón de mando. La globalización, los tiempos posmodernos, los tiempos líquidos… Una selva partida en dos, un jefe de tribu trajeado. Todo tan alejado de los estereotipos de la época de Johnny Weismüller…
miércoles, 21 de marzo de 2012
La cerveza y la cuenta
La mesera me extendió una carpeta, cuando acabamos de cenar la mayoría de la “delegación latinoamericana”: Juan Fernando, Elma, Carolina, Nelson y yo (el resto de esta delegación eran David, Leticia y Carla Roberta). La abrí y vi la cuenta completa de la cena de todos. Me sorprendí, porque nos habían invitado y cada vez que comíamos nos entregaban un boletito que canjeábamos por nuestros alimentos. Fue Juan Fernando quien soltó la sonrisa primero. Pero mi sorpresa era porque yo no había pedido la cuenta. Después de la cena, en la que se incluía un refresco, se me había antojado una cerveza y yo le había pedido a la mesera una. “A beer”. Pero, al parecer, ella había entendido “The bill”, la cuenta. Le expliqué que no quería la cuenta, extendiéndole la carpeta y añadiendo que había pedido una cerveza y que, además, la cuenta ya estaba pagada porque habíamos canjeado nuestros boletitos. Ella me explicó que yo había pedido la cuenta, en un inglés que yo no podía entender muy bien. Así que, cuando reiteré que no era así, se puso muy nerviosa. Me dijo que era imposible devolver la cuenta y que tenía que pagarla. Creo que fue Elma quien me dijo que hablara con el capitán de meseros y eso le hice saber a la mesera quien, al escuchar que quería hablar con su supervisor directo, se puso más nerviosa todavía. Me llevó con él, casi temblando y le expliqué la confusión. Los minutos que habían pasado le parecieron eternos a la mesera, supongo. Pero el supervisor entendió de inmediato la confusión y me dijo que no había ningún problema. También le hice saber al supervisor que la mesera no había tenido la culpa, que era una simple confusión lingüística. Tal vez la forma de pronunciar el inglés, tan especial de los ugandeses cuya primera lengua era el suajili y la forma de pronunciar el inglés de los mexicanos. Pensé que si la mesera tenía problemas con los clientes ello podría derivar en que perdiera su empleo. Lo intuí por la actitud nerviosísima de ella. Al final regresé a la mesa. Todo parecía arreglado, pero mi cerveza nunca llegó. Lo bueno es que tampoco regresó la cuenta…
viernes, 9 de marzo de 2012
Comida y comida
Desde el viaje en avión siento que no he parado de comer. Y todo el tiempo tengo hambre. Los desayunos son espectaculares: el buffet ofrece de todo: hígado de buey, unas salchichitas con un sabor rarísimo, que dejo a un lado. Un yoghurt agrísimo. Jugo de naranja casi marrón. Una taza de muy buen café. Dátiles, que no puedo dejar de servirme en demasía. Pan.
Espero con ansias el receso en el seminario al que me han invitado, para comer algunas galletas (dulces, pero con alguna sustancia picosa), unas empanadas y tomar café. Luego viene la hora de la comida, en donde aprovecho el buffet para conocer tantos sabores nuevos. Me sirvo en mi plato lo que parecen frijoles refritos y descubro que es una especie de puré de cacahuate. Puré de yuca. Los diversos y tan diferentes sabores del chutney: rojo, verde, amarillento; uno es picante. El arroz con sabores fuertes. Frijoles enteros, dulces; puré de plátano. Y mi hambre atroz que me empuja, en cada oportunidad que se presenta, para probar nuevos sabores. Carne, pollo, huevo, todo sabe diferente. Y luego la cena… Aún ya, a punto de dormirme, viene el hambre de nuevo y se instala con ganas de platicar un rato. “Mañana”, le digo, “Espera a mañana”. Y tomo un sorbo de mi botella de agua.
Espero con ansias el receso en el seminario al que me han invitado, para comer algunas galletas (dulces, pero con alguna sustancia picosa), unas empanadas y tomar café. Luego viene la hora de la comida, en donde aprovecho el buffet para conocer tantos sabores nuevos. Me sirvo en mi plato lo que parecen frijoles refritos y descubro que es una especie de puré de cacahuate. Puré de yuca. Los diversos y tan diferentes sabores del chutney: rojo, verde, amarillento; uno es picante. El arroz con sabores fuertes. Frijoles enteros, dulces; puré de plátano. Y mi hambre atroz que me empuja, en cada oportunidad que se presenta, para probar nuevos sabores. Carne, pollo, huevo, todo sabe diferente. Y luego la cena… Aún ya, a punto de dormirme, viene el hambre de nuevo y se instala con ganas de platicar un rato. “Mañana”, le digo, “Espera a mañana”. Y tomo un sorbo de mi botella de agua.
lunes, 5 de marzo de 2012
La llamada de las 4: 40 AM
Suena el teléfono móvil. Pero no es la alarma que sirve de despertador, sino el anuncio de una llamada. En la obscuridad mis ojos tratan de buscar un punto de referencia. No sé en dónde estoy. Alcanzo a vislumbrar la habitación y sé que estoy en un hotel. Luego viene, como torrente, la memoria jalando su carreta y recuerdo en dónde estoy. Veo el teléfono. Las 4:40 de la madrugada. Aún adormilado no veo el nombre de quien llama, pero me temo que sean malas noticias. Aún recuerdo cuando estuve en Roma y me enteré de la muerte de Rafael Ramírez Heredia. El corazón me da un vuelco. Tomo el teléfono y contesto. En un segundo de silencio me preparo para una mala noticia. ¿Puede uno estar preparado para una mala noticia alguna vez? Por lo menos percibo que mi cuerpo está tenso. La pierna izquierda, que he estirado para acomodarme y poder tomar el teléfono sufre un jalón que amenaza con convertirse en un calambre. La cambio de posición de inmediato. Oigo la voz, lejana, proveniente de no sé qué reinos extraños, más allá de la neblina que separa este continente. Mi mano toma con fuerza el teléfono, acercándolo más al oído, para no perderme una sola palabra de quien me llama. Los dedos se me crispan. Y una voz me saluda, afablemente. “Hola, manito”, escucho. Es Andrés, quien me llama para saludar. Mi cuerpo se distiende y devuelvo el saludo con una sonrisa en la obscuridad de mi habitación. Le hago saber a Andrés que estoy en Uganda, con nueve horas de diferencia y se apena; platicamos cortamente, nos despedimos. El sueño se ha ido. En el lapso de casi hora y media después de la llamada Tolstoi me abruma con sus Confesiones. Me quedo dormido en algún momento, entre los pliegues de la madrugada. Suena el teléfono móvil…
jueves, 1 de marzo de 2012
La invitación a misa
El sacerdote, vestido con un traje azul claro y una corbata negra, abre los brazos al vernos y sonríe, cerrando la brecha de nuestra distancia con él. Nos da la mano y nos pregunta el país de donde vinimos. Su grey, detrás de él, sonríe, viéndonos; no sé si les parecemos extraños, raros o es un simple gesto de bienvenida. Aún hay que aprender a leer los gestos de la gente de por acá. El sacerdote nos invita a la misa que dará dentro de lo que parece ser un tanque de agua y es una iglesia. Agradecemos el amable gesto, pero yo me niego. Otro de los que pertenecen a la “delegación latinoamericana” se enfurruña. Y repite en inglés, una y otra vez: “La religión es el opio del pueblo”. No sé si el sacerdote y su grey le escuchan, pero siguen sonriendo y se dirigen a la iglesia. No dejan de sonreír y mi colega no para de enfurruñarse.
sábado, 25 de febrero de 2012
Idi Amín y Gadhaffi
Conocer Kampala. Hay lugares que son importantes de visitar para la gente que pasea a los extranjeros. Muchos de esos lugares son centros religiosos. Así, conocemos una iglesia con forma de tanque de agua, en cuyo interior hay imágenes de santos, todos con caracerísticas de las personas de Uganda, excepto la virgen. Conocemos una capilla estilo Gaudí que fue construida en el lugar donde un hombre fue torturado, quemado vivo, y luego fue convertido en santo. Conocemos un gran parque con un lago en el que sobresale una especie de isla o apéndice en donde se da misa al aire libre. Hay lugares sagrados y lugares no sacros. Viajando en la ciudad el guía nos indica que, a nuestra derecha, están las propiedades de quien fuera Idi Amín Dada, tras una cortina de árboles. Las casas tratan de erguirse, pero su decrepitud se encona a fuerza de su deterioro. Alguien debe vivir ahí porque se ven algunas ventanas abiertas y cortinas hechas a un lado. Son mansiones de color mostaza que no dejan de parecer siniestras, tal vez por la referencia al personaje a quien pertenecieron. La última parada del trayecto es la mezquita que regaló Gadhaffi a Uganda. Un palacio enmedio de la ciudad, situado en una especie de colina. El pueblo ugandés, según nuestro guía, está muy agradecido con Gadhaffi porque siempre mostró su simpatía y prestó ayuda al país. Una de las cosas que quedaron como referencia es la mezquita, en la que nos detenemos ante las rejas resguardadas por dos hombres. La hora de visita ha terminado, llegamos cinco minutos tarde. Idi Amín y Gadhaffi han muerto. Los lugares que construyeron permanecen. De uno se guarda silencio. Al otro se le agradece.
viernes, 17 de febrero de 2012
Español en artesanías
Hay una máscara de madera que no deja de verme, como pidiendo entablar un viejo diálogo interrumpido. No me atrevo a seguirle la palabra, sólo la observo y pienso si tal vez pudiera llevarla y ponerla a dialogar con una vieja máscara que compré hace muchos años en Taxco. A lo mejor se llevarían bien. Ahí estoy, en un mercado de artesanías africanas, viendo toda la diferencia hecha madera. Una pipa de ébano, esa sí la tomo. Tiene un lunar claro que le da un toque especial. También me habla, pero no entiendo bien: no hablo suajili y por más que agrando el oído no puedo entender qué me dice. Trato de hacer mi mejor esfuerzo para entender, cuando una voz a mis espaldas me trastoca el lenguaje: me habla en inglés, saluda, amablemente y me dice que de dónde soy. Es una muchacha encargada del puesto de artesanías en el que me encuentro. Me cuesta poner el oído del suajili al inglés y, no conforme con ello, cuando digo que vengo de México, la muchacha me habla en español. Triple oído que me saca de balance: suajili, inglés, español. Me sorprende lo bien que habla español y le pregunto acerca de ello. Me cuenta que estudia español porque es un idioma que le gusta, pero apenas está empezando. Pues tiene una capacidad especial para los idiomas, porque pronuncia excelentemente bien y tiene buen vocabulario. Pasamos del idioma a hablar de la moneda. Comparamos los billetes de “mentiritas” de México, ésos plastificados que han devaluado el honor del papel moneda, con los billetes de Schillings. Escojo algunas artesanías y le pido me ayude a decirme cuánto es en dólares, para tener una idea de cuánto tendría que pagar. Un dólar es igual a 200 Schillings. Me llevo la pipa y algunas otras cosas. Mientras va por el cambio, vuelvo a observar la máscara de madera. Esta vez guarda silencio, pero me mira con resentimiento. Y siento su mirada sobre mí mientras sigo visitando el mercado de artesanías.
domingo, 12 de febrero de 2012
Las danzas africanas
Son movimiento puro, energía desbordada que se mueve entre la noche y el lago Victoria. Giros, saltos, gritos, los tambores que no cesan de cantar, con una potencia incontenible. Es el destello de energía humana que ilumina la noche. Es difícil captar tanto movimiento con la cámara, es invitante el movimiento para tratar de recortarlo como pedazo de memoria en una imagen, pero no se deja atrapar fácilmente. La potencia de los saltos, de la música, de los movimientos: torbellinos de luz, haces de manos en movimiento, tropel de piernas en constante griterío. Son un grupo de jóvenes, huérfanos, que bailan con toda la energía y despliegan electricidad a lo largo de la noche. Son el ardor hecho baile, baile hecho torbellino, torbellino vuelto hacia todos nosotros, los que miramos y queremos registrar en la memoria, en la fotografía, en el video, una minúscula parte de lo que observamos esa noche. Luego, la música arrecia y todos los asistentes se unen a la danza, contagiados por el ritmo, por ese tambor que no deja de arremeter sus sonidos de llamada al movimiento. Hay un momento en que la noche se transforma en la voz del tambor y en ráfagas de colores y de cuerpos humanos y no hay nada más. Todo es movimiento, el mundo sí se mueve.
miércoles, 8 de febrero de 2012
Borda-borda
Hay algunas motocicletas que ofrecen servicio de transportación, como taxis. Los ugandeses no las recomiendan, porque, aunque sus cuotas son bajas, es común que se cometan asaltos. Les llaman borda-borda. En mi imaginario apareció el término en suajili y creí que había aprendido algunas palabras en ese idioma. Sin embargo, el chofer de la camioneta que nos llevó por la ciudad, aclaró que les llamaban así porque era, hace ya bastantes años, el único tipo de transporte para ir de Kenya a Uganda y cruzar, de esa forma, las fronteras. El nombre de ese extraño taxi venía de una derivación en la forma de pronunciar frontera-frontera (Border-border). Así que me decepcioné, cuando me di cuenta, una vez más, de los estragos que hace el inglés. ¿Por qué no llamarles a esos taxis-motos de una forma en suajili? ¿Por qué no llamarles mpaka-mpaka? El colonialismo, colega… Y el chofer sigue hablando en inglés…
jueves, 2 de febrero de 2012
Tráfico ugandés
Y, dentro de la camioneta, frente a nosotros se atraviesa una motocicleta con dos personas y unos bultos; con una pericia sin igual el motociclista penetra entre el tráfico de los autos, moviéndose como si se tratara de un pez, con la facilidad de andar en su medio. Dos segundos después, una bicicleta hace lo propio, seguido de otra moto y yo estoy apretando los nudillos y las piernas. Es increíble que nuestro chofer no tenga un incidente, una colisión, un breve y pequeño golpe a alguna de las bicicletas o motocicletas. Está acostumbrado a manejar en este continuo fluir de autos, camionetas colectivas, motos, bicis y, para mi sorpresa, personas, que se atraviesan entre el tráfico. Todos van hacia la misma dirección, cientos de ciclistas, algunos solos, otros con acompañantes, otros con bidones amarillos donde llevan agua, otros con bultos de todos tamaños y formas. Llega un momento, en el mero centro de la ciudad, que todos convergen y la calle se transforma en un gran estacionamiento. Sesenta camionetas delante de nosotros, sesenta más, a nuestra espalda. El chofer apaga el motor. Las bicis y los transeúntes son los únicos que siguen en movimiento, aprovechando los pequeños resquicios que dejan los animales de metal entre uno y otro. Las motos bajan la velocidad y pasan con dificultad. A veces no pueden avanzar y quedan varadas como nosotros en este mar de los sargazos urbano. Ahí estamos una media hora. Llego a pensar que nos quedaremos a dormir en ese lugar y se lo hago saber a nuestro chofer. Se ríe, ampliamente. Y, como dudando, ve por el retrovisor. Yo me acuerdo del cuento de Cortázar, La autopista del sur, y trato de arrellanarme en mi incómodo asiento. Lamento haberme acabado mi botella de agua.
jueves, 26 de enero de 2012
Fuegos fatuos
La noche se viste de pequeños fuegos fatuos en medio del ruido de la ciudad, los autos, las motocicletas. De noche, esos fuegos fatuos destellan y no se mueven, estáticos, sólo moviendo su cuerpo arriba y abajo, transformándose sus colores del azul al naranja, meciéndose, a veces, con el viento que ha empezado a soplar. En formaciones, se observan a lo lejos, y llama la atención la uniformidad con la que están dispuestos. Se recortan en la noche, mágicamente, entre esa absoluta obscuridad que limita la falta de alumbrado público en Kampala. Fuegos fatuos que develan, al acercarse, un rostro en azul, en naranja y en objetos casi irreconocibles que yacen a los pies de los fuegos: las pequeñas velas dispuestas sobre cajas de madera que sirven de apoyo a los vendedores. Se vende un poco de todo, muy difícil de distinguir en la obscuridad. Aunque no se distingue con claridad, todo lo que venden debe tener vida, debe tener un alma, sólo así se explica que el fuego siga ardiendo, hasta ya muy entrada la noche.
jueves, 19 de enero de 2012
Dormir, dormir
Con el tiempo cuatrapeado (nueve horas de diferencia entre Uganda y México), he dormido muchísimo durante el vuelo, a cada ocasión que encuentro cabeceo. Llego al hotel en Kampala y me lleva un botones, a mi cuarto. El cuarto es amplio y la cama tiene un tul encima. Le pregunto al botones si hay mucho mosquito y me dice que no, así que quito el tul y lo dejo a un lado. No sé cuánto darle de propina al botones, así que le estiro dos dólares y se los guarda con una mirada que no descifro. Se desvive conmigo, diciéndome que puede traerme lo que yo necesite. Le doy las gracias y lo acompaño a la puerta. Me ducho, ya necesitaba un buen baño después de tantas horas de viaje. Me relajo. No alcanzo mas que a destender la cama y me echo, desnudo. Me pierdo. Entre la eternidad, de pronto oigo que alguien entra al cuarto. Con el rabillo del ojo veo que es la mucama que me deja una botellita de agua (creo). Ni me muevo ni me acongojo, puede más mi cansancio. Sigo durmiendo. Ese día no sueño o no me acuerdo. Agotado, me despierto, como buen vampiro, cuando la noche ha subido (como decía Pellicer). Y con un hambre del demonio. Por un momento dudo si estoy en África. Recuerdo los letreros en el avión, en inglés y en suajili. Voy a cenar. Luego, a dormir. Dormir…
viernes, 13 de enero de 2012
La desorientación de la pseudo nobleza
Es en el lobby del hotel de lujo al que he llegado (para un seminario sobre pobreza; paradoja) que caigo en cuenta de que mi nombre no está en la lista de habitaciones reservadas. Antes, al llegar al aeropuerto de Entebbe, me había recibido una señora gorda, con mal genio, diciendo que no había escuchado del evento al que fui invitado. Hablaba por celular a gritos, y, por fin, alguien le dijo que me llevara a el hotel Speke. Hasta el penúltimo día de mi salida a África yo sabía el lugar en donde se realizaría el evento, pero el hotel Speke no era tal. Estaba desorientado. Pero podía más mi cansancio. Una vez en el hotel buscaría a los organizadores por teléfono, lo tenía en en mi correo electrónico. Así que me subí a un taxi con un holandés y un africano. Pagamos entre los tres. Y ya frente al escritorio de registro en el hotel, no encuentran mi nombre. Seguro me había equivocado de lugar, seguro. Luego me dicen que mi nombre sí aparece, pero en otra lista y me dan la llave de mi habitación. En esas estoy, esperando amablemente al holandés y al africano a que terminen de registrarse, cuando paseo por el lobby. Se me acerca un hombre delgado, me pregunta que si asisto al evento de agua y pobreza y, alegre de encontrar a alguien del evento, le digo que sí. Pienso que es uno de los organizadores y me indica que no, que también es un participante. Llegó, al igual que yo, al aeropuerto (él desde Ghana) y se desorientó cuando le dijeron que lo llevarían al hotel Speke. Intercambiamos nombres: él se llama Prince. Yo, por un estudio genealógico hecho por una tía de cuyo nombre no quiero ni acordarme, se supone (como se dice, cuenta la leyenda que…) que provengo de un cuate apellidado Morillo que, a la sazón, era Marqués de la Puerta, en el siglo XVIII, en España. Así que ahora somos dos, pseudo nobles, desorientados. Yo, por mi parte, me siento verdaderamente honrado de conocer a un príncipe africano. ¿Es o no este lugar en donde se llevará a cabo el evento al que fuimos invitados? Quedamos de intercambiar información más adelante, para confirmar o ver qué podemos hacer. Mi cansancio no me deja más; miro por el rabillo del ojo y tanto el holandés como el africano ya han terminado su registro. Un botones nos carga las maletas. Me despido de Prince. Si es el lugar o no, lo averiguaré después de un buen sueño.
sábado, 7 de enero de 2012
Los changos
No vi un solo perro en las calles, ni en las afueras del aeropuerto, ni en las partes rurales que visité. No había canes, sólo changos. Cuando salía del aeropuerto de Entebbe, cargando mi maleta a hombros, dos de ellos jugueteaban afuera, entre el asfalto, se correteaban y, al fin, brincaron a un árbol. Creí adivinar que se reían de mí, de mi pinta tan extraña. Después vi más changos, todos acostumbrados a los seres humanos, unos comiendo fruta a desparpajo. Las cosas son muy distintas por estas tierras.
lunes, 2 de enero de 2012
Espesa neblina
Aeropuerto de Nairobi, después de mil horas de vuelo y de espera. Bajo en la pista del aeropuerto, con mucho frío y una neblina densísima. Seguro es la frontera que separa las aventuras europeas de las africanas. Estoy a dos horas de llegar a mi destino final: Kampala, Uganda, en el continente de los exploradores. La neblina es el límite que hay que pasar para llegar al otro lado.
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