lunes, 30 de mayo de 2011

Y los tigres se escapaban

El atractivo principal de la fiesta del tres de mayo eran los tigres en Zitlala. Por lo menos es lo que muchos artículos antropológicos y dizque etnográficos reiteraban. Ya en Zitlala, y al hacer un seguimiento del proceso de las fiestas vemos que no es así, sino que los tigres tienen un papel en la fiesta, pero no el único. Recuerdo el artículo de Andrés sobre Zitlala, en donde relata todo el proceso de la fiesta del tres de mayo. Pero la tentación de encontrarse con esos personajes míticos es irresistible. Cuando estuvimos en Zitlala se nos acercaron dos tigres del Barrio de San Francisco, sin sus disfraces, para invitarnos a cenar, invitación que no cumplimos porque nunca los encontramos. Sin embargo, al día siguiente los buscamos en su barrio y tuvimos suerte en hallar a algunos, medio vestidos, que nos invitaron a seguirlos por la senda de los tigres, hacia el cerro Cruzco, en donde ocurriría una parte importante de la ceremonia de petición y agradecimiento de lluvia. Pesho y Ricardo, El Chino, se quedaron a esperar a los tigres, mientras se reunían y cambiaban, en tanto Pepe Peguero y yo fuimos en busca de unas baterías, para los micrófonos.
Pepe y yo nos dirigimos por nuestra parte a la parte baja del cerro. Buscábamos a los tigres a lo lejos, pensábamos verlos cruzar, como relámpagos amarillos y negros, en una senda en el cerro de enfrente. Queríamos retratarlos en pleno movimiento mítico, estrellas fugaces, bólidos feroces. Detrás vendrían Pesho y El Chino, hechos otro bólido, como ellos, uno cargando la cámara de video y el otro el tripié, veloces. Nunca los vimos. Ni a unos ni a otros. Preferimos subir a la cima del cerro Cruzco, a donde llegarían.

Dos horas después nos alcanzó en la subida Ricardo, El Chino, y, guiado por un habitante de Zitlala, se adelantó, subió y desapareció. Pepe y yo ya estábamos algo cansados, con el sol a plomo sobre nuestras cabezas y yo, torpemente, habiendo olvidado mi sombrero. De pronto, sonó mi teléfono celular y El Chino me avisó que en la cima estaban los tigres, que estaban realizando una ceremonia en el altar mayor de las cruces. No había forma, ni corriendo, de alcanzar la cima. Así que fuimos, acelerando un poco el paso, pero descubrimos que habíamos llegado tarde cuando los tigres del barrio de San Francisco, ya sin máscaras, de nuevo, bajaron de la cima frente a nosotros, nos saludaron y tomaron por una senda llena de vegetación. Se perdieron en menos de un minuto. Se escabullían, así, los míticos tigres de Zitlala. Yo sólo pude tomar una fotografía, mientras, centellas humanas, desaparecían. Las espaldas de los tigres fue lo que apareció en mi foto. Y digo espaldas, porque me avergüenza un poco decir rabos…

domingo, 22 de mayo de 2011

Una de Tarzán

El escenario es el adecuado, ya que es una selva. Nuestro personaje va con su taparrabos y su melena larga. Ha probado dejarse la barba y el bigote, aunque no ha tenido el cuidado de arreglárselos bien y, por ello y por el polvo de la selva, aparecen como descuidados y sucios. De color de ala de cuervo, su cabello y la barba; su cuerpo ha sido curtido por la radiación solar que, dicen, está cada vez peor en estos días, por lo que ha tomado un color tostado tirando a café sucio. Como en la selva uno puede encontrarse piedras y otros materiales que hieren los pies, ha tenido el cuidado suficiente de hacerse de una especie de zapatos desaliñados y medio rotos o medio hechos que cumplen su función. Así que nuestro personaje va, caminando, con su taparrabos y sus zapatos, entre la selva. Desde un árbol muerto le observa un tecolote, retorciendo su cuello a más no poder, así como su razón: no puede creer lo que ve. Personas de algunas tribus le ven caminar y lo observan de forma extraña, es tan diferente a ellos, tan apartado… Y él ni siquiera les mira, continúa su camino. Un mastodonte gruñe al pasar; unas hienas sonríen y no evitan su desagradable risa, pero se alejan caminando, en manada. Pero nuestro personaje seguro sabe adónde ir, porque continúa su camino sin chistar, se inerna en la espesura…

Luego lo volveré a ver: sentado en la banqueta, con una botella de refresco en la mano, y continúa con sus zapatos improvisados y su taparrabos, en pleno Insurgentes. Creo que se le ha perdido la selva o, enamorado de su Chita, ha cruzado fronteras insospechadas para encontrarla en esta selva de asfalto.

sábado, 14 de mayo de 2011

Más tlacololeros

Pero días después, al bajar del cerro Cruzco, Pepe Peguero y yo escuchamos una voz de trueno a nuestras espaldas: “¡Esos dos cabrones, los vamos a latiguear!”. Y al voltear, casi al mismo tiempo, vimos al impresionante grupo de tlacololeros de San Mateo bajar del cerro, con las máscaras levantadas mostrando los rostros, con sus grandes sombreros, con sus trajes de costales y con sus látigos en las manos.

Minutos antes, y sólo por jugar un poco, le mandé un mensaje, por celular, a Pepe, diciéndole que era el tlacololero de San Mateo y que dónde estaba. Yo hacía referencia al tlacololero que nos amenazó con golpearnos en el atrio de la iglesia principal de Zitlala. Y no supe que Pepe me había contestado el mensaje, diciendo que estaba bajando del cerro en ese momento.

Uno de los tlacololeros del grupo, en un tono agresivo, continuó diciendo que lo habíamos dejado plantado, que no le habíamos cumplido, porque Pepe le había propuesto hacerle una entrevista y que ya nos íbamos. Entonces Pepe sacó su celular y, mostrándole el mensaje escrito por mí (sin que Pepe supiera que yo lo había escrito) le dijo que un tlacololero había mandado ese mensaje y que él ya había respondido. El tlacololero se quedó de una pieza, sin saber qué contestar; volteó a ver a sus compañeros para ver quién de ellos había mandado el mensaje, pero todos se vieron con cara de incredulidad. Segundos de silencio y desconcierto, cuya duración me pareció eterna. Entonces el tlacololero suavizó el tono y le dijo a Pepe que se adelantaban, que si queríamos la entrevista nos veríamos abajo. Y pasaron delante de nosotros y bajaron el cerro, rápidamente.
Minutos después, a media bajada del Cruzco, le comenté a Pepe que yo era el autor del mensaje. Me vio, sorprendido, y luego dijo que ese mensaje nos había salvado. Fue de esos azares que destellan en momentos inesperados.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Un tlacololero

Se quita la camisa y escupe en la palma de las manos. Luego se restriega el escupitajo. No lo sabíamos entonces, sino hasta horas después, entrada la noche, al ver el mismo gesto ejecutado por dos hombres que, después de escupirse en las manos, inmediatamente proceden a duros golpes, sin piedad. Pero ahora, cuando este habitante del barrio de San Mateo nos amenaza con que el grupo de tlacololeros nos dará una golpiza si no les pagamos quinientos pesos por cabeza, se despoja de la camisa y hace el mismo gesto, en mi ignorancia lo tomo como un alardeo.

Estábamos en el atrio de la iglesia de San Nicolás, patrón de Zitlala. El tlacololero primero amenazó a Pepe Peguero, luego a mí y después a Ricardo, El Chino. Quería pelea y era en serio. Tal vez lo que nos salvó fue no conocer su código y utilizar la palabra. Bienaventurados los que ignoramos el código de pelea de Zitlala, de los tlacololeros y de los tigres. Nuestra ignorancia nos salvó de una mortal paliza.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Escena en un vaso maya

El conejo escriba de los mayas anuncia, pluma en alto, la próxima palabra en el pergamino, que podría convertirse en un códice. Y el mono aullador le observa, mientras da brincos de alegría al pensar en las palabras que se escribirán, que vendrán a marcar el desazón en la presencia de los afortunados Itzáes. Las figuras de los que podrían ser sacerdotes o gobernantes se debaten en subir o no a la balsa que ofrece Chaac, quien tiene un remo en la mano y no sabemos si es para remar o para golpear a quien deba, para ponerlo en el lugar que debería tomar, humildad mediante, y no inseguridad o soberbia. Hay un gobernante en el suelo-agua, tal vez golpeado ya por Chaac, es un líder caído que aún así tiende una mano a otro personaje que, ataviado con turquesas, se muerde la mano en señal de que no dice lo que piensa o no emite el mensaje requerido por su triste conciencia, si es que tiene alguna o si entiende el mítico lenguaje de Zuyuá. La escena transcurre en ocres y rojos, aunque el conejo escriba, el mono aullador y la copa de Xtabentun y el copal y el pozol se encuentren entre humo de tabaco, que no podía faltar, lo que le da a todo un tono azul grisoso. Y uno, al ver la escena, podría imaginar, en lenguaje de Zuyuá, lo que verdaderamente ocurre: que el conejo marca en el códice el futuro de una supuesta civilización que se viene cayendo a pedazos y que los Itzáes no quieren reconocer y se tapan los ojos unos a otros. Es entonces cuando el mono aullador pregunta por una luciérnaga y por la lamida del jaguar. Y, en el vaso, sólo el conejo, el mono y el cuenco de Xtabentun lo llegan a entender. Por otro lado, como sólo así podía ser.
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