En un intermedio, me encuentro en San Cristóbal de las Casas. Si tuviera oportunidad viviría en esa ciudad. El frío es acogedor, envuelve, me parece que me da la bienvenida. Salimos a caminar los compañeros y yo, después de arduo y largo día de trabajo. Aprovechamos para darnos un descanso, comemos en demasía y bebemos más. Nos estamos volviendo alcohólicos, ya bebemos vino, cerveza o tequila. Todos los días, el frío, la cena, la bebida, de regreso al hotel fumamos. Es increíble cómo rápidamente los seres humanos hacemos costumbres. O ritualidades, digo, para no estar fuera de lugar.
viernes, 30 de diciembre de 2011
lunes, 26 de diciembre de 2011
Todos fuman
Andando por la calle, sentados afuera de los bares y restaurantes, todo mundo fuma. Dejé de sentirme extraño cuando saco mi pipa para fumar; dejé de ser visto como bicho extraño. Los fumadores no nos sentimos fuera de lugar en París, ni sabemos de esas normas de apartheid tabaquístico. Es más, es común que a alguien que fuma le pidan prestado un encendedor. Es como la hermandad del tabaco, ¡fumadores del mundo, uníos! Un hombre que caminaba se detuvo unos pasos delante de donde me encontraba, se devolvió y en francés me preguntó algo sobre el tabaco. Le dije si hablaba español y me contestó que muy poco, pero se hizo entender: le había gustado el aroma de mi tabaco y me pidió que le dijera de qué marca era. Le mostré la envoltura y le dije que era tabaco mexicano. Abrió los ojos y me dijo que lo buscaría. No creo que lo encuentre: no hay Sanborns en París.
viernes, 23 de diciembre de 2011
Tres de música: jazz en bar
Casualmente llegué a ese restaurante bar, sin saber que habría música en vivo. Un anuncio en la mesa decía que tocaría el Romane Accoustique Trio. Observé a los músicos llegar, sacar sus instrumentos, afinarlos sin micrófono, acomodarse en el minúsculo escenario y pedir sillas adecuadas. Los vi hablando entre ellos, tal vez poniéndose de acuerdo en el repertorio que tocarían esa noche. Los vi tomando refresco o agua, volver a sus instrumentos, haciéndose señas entre ellos, claramente uno se había adelantado en el compás, cuando probaban los instrumentos. Luego, se pusieron de pie y dejaron descansar sus herramientas musicales. Ahí se quedaron, mudas, durante un buen tiempo. Los músicos regresaron, volvieron a beber, volvieron a tocar sus instrumentos para corroborar que estaban afinados. Los micrófonos se encendieron y ellos hicieron puebas de sonido. La guitarra no se escuchaba lo suficiente. El ingeniero de sonido hizo pruebas y, por fin, quedaron satisfechos. Comenzaron con una prueba de sonido, para verificar. Y, luego, empezaron a tocar. Una música agradabilísima. Dos minutos duraron. Dejaron sus instrumentos mudos y se pararon de nuevo. Me dejaron con ganas de escucharlos por más tiempo. Creo que los instrumentos también se quedaron igual, porque los vi moverse por sí solos, imperceptiblemente, buscando las manos que les ayudaran a sacar toda la música que tenían acumulada.
martes, 20 de diciembre de 2011
Tres de música: jazz callejero
Debería decir que llegué al lugar no porque mis pasos ahí me llevaron, sino porque escuché la música y ella fue la que me tomó de las orejas hasta conducirme a esa pequeña plaza, cerca de Rue Rivoli. El jazz flotaba como neblina, y la fuente eran esos tres músicos callejeros que tocaban rabiosamente, tanto que los niños pequeños se ponían a bailar al ritmo de la música. Era jazz-blues con aires de country; música ecléctica. Cuando me di cuenta, había dejado de sentir el frío. Nunca había experimentado el cobijo caliente de la música, hasta este momento.
viernes, 16 de diciembre de 2011
Tres de música: Break dance
Son tres hombres y una mujer, jóvenes. Alternan el francés y el inglés, con alguna que otra palabra en español. Ha obscurecido, pero eso es normal en invierno, a las siete ya existe la sensación de que son las diez de la noche. Extraño efecto. Cada uno de ellos lleva su sombrero, comienza la música, anuncian el baile. Uno de ellos me impide tener los brazos cruzados, hace que mueva los brazos para relajarlos y me dice que necesitan energía para el baile y que los brazos cruzados cortan la energía. Y minutos después veo esa energía en movimiento: brincos, vueltas, maromas, los cuerpos detenidos en un solo brazo, convertidos en destellos. Cada uno baila por turno; sudan; aplauden, hacen que el público aplauda al compás de la música. El último pone su sombrero en el piso y de una maroma logra calzarlo en su cabeza. Continúa. Vueltas: luego los cuatro juntos, un espectáculo energizante. Luego pasan los sombreros para recibir propinas. En francés dan un largo discurso para solicitar dinero. Cuando cambian al inglés sólo dicen: “Do you like it? You have to pay”.
Mientras tomo una cerveza, frente al lugar donde han bailado, en el Barrio Latino, los veo en una pastelería enfrente, tomando algo caliente y saboreando pasteles o pan. Se reparten las ganancias y se dispersan, minutos después. Queda uno, que se sienta en una saliente de un comercio cerrado. Paso frente a él, ya con rumbo a dormir, y le saludo, le felicito por el baile. Sonríe, levanta el pulgar y me da las gracias.
Horas después, cuando me llega el insomnio, pasadas las tres de la mañana, escucho a lo lejos la misma música de break dance. No sé si continúan bailando o se trata de un eco que ha quedado rebotando por las calles.
sábado, 10 de diciembre de 2011
Falta de aire
Son las palabras que entiendo, mientras tomo su cuerpo flaco en mis brazos. Una mujer de unos cincuenta y pico de años que se ha desplomado en la calle, cerca de mí, al filo de las ocho de la mañana. Le ayudo a levantarse y no para de hablarme en francés. La acompaño hasta la puerta de su casa, no sin hacer algunas paradas porque me repite que le falta el aire. Y es entonces cuando le contesto –paradójicamente- en francés, que no hablo francés. Entonces todo cambia: es ella quien me ve con una mirada de infinita compasión.
domingo, 4 de diciembre de 2011
Le Bistrot 30
Mesas diminutas y miradas continuas de los transeúntes hacia el interior de este lugar. Buscan un lugar que les convenza, para cenar. Se detienen a ver el menú que yo observé, también, antes de entrar. Es un lugar tradicional de comida francesa y eso fue lo que importó para que yo entrara. Pero ahí me observan cómo escribo en esta libreta de páginas amarillentas. Todos hablan francés, menos la pareja que está en la mesa pegada a una ventana y un ventanal. Hablan en inglés. La mujer es la única que lleva una especie de short y una blusa escotada. Todo mundo trae sus bufandas, suéteres y chamarras. Somos dos que cenamos solos, ambos en su propia mesa, vueltos hacia la puerta. Es un joven que sopla a su chocolatín, para enfirarlo un poco, antes de degustarlo; y yo, que tomo mi café exprés, mientras escribo. Y pasa, además, algo curioso. Escucho las conversaciones en francés y las comprendo. He podido entrar en un estado de entendimiento extraño. Suena la música en francés, que no había escuchado; se escondía tras las conversaciones. Las señoras de la mesa de junto acaban de mencionar que la vida en París se hace cada vez más cara. Ya no entiendo, es decir, ya no me entiendo. Creo que la comida ha modificado mi entendimiento. ¿Y si hubiera cenado en uno de esos restaurantes libaneses, griegos o turcos, estaría enterándome de historias acerca del Bósforo?
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