Desde el segundo piso del hotel en que me hospedo en Mérida se contempla mucho mejor el espacio contiguo. Fue Roberto el que me sugirió que mirara. Vaya, Roberto, que a los quince minutos de que lo dijiste, ahí estaba yo, como mirón de pueblo, asomado desde el pasillo del hotel, viendo hacia abajo, hacia la casa de junto. Una casa extraña, no podría ubicar su antigüedad en realidad ni saber si pertenecía a la vieja y colonial Mérida o fue construida después. Tal vez habría sido remodelada desde una casa en ruinas. El techo de tejas podría informar que se trataba de una casa antigua, más rústica de las que se asientan alrededor. Además, las tejas están sucias, enmohecidas, algunas rotas. Es una casa en la que nadie se para hace tiempo o, tal vez sólo sea que nadie sube al tejado ya a limpiarlo. La casa tiene una forma ligeramente oblonga y desde arriba casi se ve cuadrada. Los cuartos están dispuestos alrededor de un espacio abierto al aire libre y todos tienen puertas de piso a techo, con canceles oxidados que alguna vez semejaron un color plateado. Cada puerta tiene una cortina blanca cubriendo las miradas curiosas, como la mía, reguardando los interiores. Pero son cortinas muertas, abandonadas, casi mortajas. Parecería que ya no descorren. Algunas puertas tienen mosquitero, otras ya no lo conservan. Y todas las puertas están a una distancia de cincuenta centímetros del espacio central, a cielo abierto, en donde reposa una alberca de color azul. Parecería que la casa está construida para albergar a ancianos o a enfermos que necesitaran algún tipo de hidroterapia y que requieren ir de su cuarto a la alberca y viceversa. Desde mi posición percibo que el espacio entre las puertas y la alberca es incómodo para recorrerlo, pero adecuado para salir, sumergirse y luego retornar a las habitaciones. Como toda la casa, la alberca parece no usarse más. Me parece, con el rabillo del ojo, haber visto un movimiento de una cortina, pero fue sólo, seguramente, el vapor del calor de la tarde que da cobijo al viento frío que, extrañamente, se desata sobre la ciudad en estos días.
O tal vez la casa perteneció a extraños seres anfibios que salían a refrescarse y volvían a resguardarse tras los cortinajes para cuidarse del sol. Casi puedo imaginar que algunos de los sobrevivientes otean por entre las cortinas, como esperando que la lluvia llene la alberca y puedan salir de nuevo, cuando la noche se instala, lejos de los ojos de esos otros seres que les circundan. Faltan algunos meses para la llegada de las lluvias. Sus pieles deben ser más ásperas. No queda más que esperar la temporada húmeda para acicalar su vida durante unos meses. Esperan.
Luego de cenar y antes de entrar a mi habitación, no puedo dejar de inclinarme sobre el barandal y ver de nuevo la casa. No hay nadie. No hay movimiento. Percibo que una de las puertas está abierta.
O tal vez la casa perteneció a extraños seres anfibios que salían a refrescarse y volvían a resguardarse tras los cortinajes para cuidarse del sol. Casi puedo imaginar que algunos de los sobrevivientes otean por entre las cortinas, como esperando que la lluvia llene la alberca y puedan salir de nuevo, cuando la noche se instala, lejos de los ojos de esos otros seres que les circundan. Faltan algunos meses para la llegada de las lluvias. Sus pieles deben ser más ásperas. No queda más que esperar la temporada húmeda para acicalar su vida durante unos meses. Esperan.
Luego de cenar y antes de entrar a mi habitación, no puedo dejar de inclinarme sobre el barandal y ver de nuevo la casa. No hay nadie. No hay movimiento. Percibo que una de las puertas está abierta.