martes, 31 de agosto de 2010

Bicicletero mar

Mar de bicicletas que, a veces, suelta su ola por las calles y, otras, mantiene quieta la marea, llenando las calles, los barandales, los muros. Increíblemente el mar de bicicletas se extiende a mi alrededor mientras yo sigo buscando gárgolas en las alturas. Me afano en tratar de acercar, con el zoom inútil de una cámara digital, algunas que se me escapan y que se pliegan en las torres góticas. Pienso que hube de traer mi cámara reflex, que tiene un poderoso lente. Mis pasos me llevan a casi tropezar con las bicicletas, creaturas ignoradas por mi visión hacia lo alto. Pasa una bicicleta, una ráfaga verde y un cabello rojizo. Una mirada sale al paso entre ese océano y sólo en ese momento caigo en cuenta de que entre ese mar de bicicletas y la presencia de las gárgolas podrían tejerse todo tipo de historias. Bastó una mirada para ver un reflejo de una historia posible, sin contar, sin vivir aún. Que pudiera ser, en otro tiempo, en otra dimensión o en otra vida. Vuelvo desde ese mar a la caza de seres fantásticos. Pero imagino historias. Y esa breve mirada me dará vueltas en la cabeza, por un tiempo.

jueves, 19 de agosto de 2010

Presencias de piedra


Las gárgolas que encuentro en Utrecht aparecen como figuras salidas de la niebla. Difuminadas, increíblemente presenciales, testigos del paso del tiempo, conocedoras de la ciudad y de sus rincones. Viendo desde lo alto. Cada una con una actitud incólume, inmóvil, para siempre idéntica. Sopesan su existencia con la lluvia, que macera sus costras de piel endurecida. Arrebatan al pasado el espacio en que fueron construidas y mediante el cual permanecen.
Soberbias, orgullosas, miran al espectador desde arriba, con las muecas irregulares tatuadas en su piedra, observan al observador desde la edad media y escuchan el cambio de la lengua. Registran los modos cambiantes del vestir, llevan un inventario del número de lenguas de los observadores. Las que se encuentran a mayor altura se dedican a contar los edificios que surgen o que se transforman. Algunas de ellas, aún ahora, contienen un suspiro por el recuerdo de las compañeras que fueron destruidas por el huracán que partió la iglesia en dos. Otras recuerdan la señorial presencia boscosa donde hoy existen obras realizadas por el hombre. Pero todas callan. Cuando, al unísono, las gárgolas dejen escapar sus voces, sus bufidos, sus gruñidos, sus rugidos, sus gemidos, sus trinos, sus lamentos, sus gritos, el mundo se habrá poblado de más historia y de más seres fantásticos, porque es bien sabido que el sonido emitido por una gárgola, al contacto con el aire, hace surgir un ser igual de fabuloso que extenderá sus alas en el crepúsculo o que estirará sus patas para fundar una nueva era en la que todo dejará de ser imposible.

jueves, 12 de agosto de 2010

Dos segundos

El viejo oficio de inspector, el hombre que verifica los boletos en los trenes. El temor de que él nos indique que hemos cometido un error, que nos hemos equivocado de tren, de destino o que hemos tomado un tren que no nos correspondía o no nos convenía. El terror en la espera entre que entregamos los boletos, alzamos la vista y le miramos a los ojos, mientras él verifica en su maquinita los dos boletos amarillos. Dos segundos escasos, pero dos segundos de zozobra para esperar el designio de este hombre trajeado, de mirada amable y lentes gruesos. Dos segundos en los que contenemos la respiración, como si la vida se nos fuera en la siguiente palabra, la próxima reacción. Dos segundos, nos mira por unas milésimas de tiempo; detrás de sus pupilas aguarda la sentencia. Amablemente nos dice “Ja” y nos entrega los boletos. Le toca a los siguientes pasajeros, entonces, sus dos segundos de zozobra.

domingo, 8 de agosto de 2010

A dos tiempos

Vivir a dos relojes no eterniza el alma, más bien la fragmenta entre la hora que no es aquí y la hora que es, más allá. Fragmentada, aún más, por las pocas horas obscuras de estos lares. Once de la noche y apenas obscurece. Las seis y ya ha amanecido. Neciamente me he negado a cambiar la hora del reloj, tal vez para tener un ancla en el regreso porque bien a bien, estas ciudades holandesas invitan a vivirse y a quedarse. Aunque la hora no sea o sea de manera contundente una que no es en alguna otra parte.

domingo, 1 de agosto de 2010

José Luis (brindis)

Hoy tuve recuerdos de José Luis al inicio de mis tribulaciones; las rasgué para ver tras los jirones y decidir algún desenlace: sosegado, tomaré pues por la noche unos cuantos tragos como si estuviera con él en la esquina donde acaban los suburbios, donde debo replantar aquel ficus por demás distante y socavar, con sus raíces, en mis cimientos, la perniciosa inmortalidad del alma que confisca la genuina materialidad de la vida; donde esta jacaranda tronchada y erguida ante mí me hace recordar, con sus porfiados renuevos, la emergencia imparable de mi vida echada a perder.

No me sorprende advertir que siempre que hablo de José Luis hablo de mí. Ahora su muerte asimila mi vida e imposta mi habla, se arremolina en los preludios de mis decesos civiles, que no acaban de sucederse pero tampoco de postrarme. En esa concurrencia nuestra se exaltan nuestras diferencias; su vida superó toda tentativa, todo obstáculo, incluso toda esperanza; campeó imbatible en toda batalla, igual que un cid. Fue mejor que yo.

No pude estar en su sepelio, escuchar la aldaba de su baúl cerrándose durante el enterramiento. ¿Escucharé al menos los ruidos que sobrevendrán en mi muerte, justo al momento de detenerse la sangre?; si los escuchara, ¿equivaldría eso acaso a haber asistido al entierro de José Luis?

Si moriré en paz en la próxima década, o antes, lo decidiré al brindar por mi amigo, que murió enhiesto en su montura a los 62 años de edad. ¡Cuánta vida! ¡Qué escaso tiempo! No hay descanso ni perdurabilidad para incubar la ilusión de tener esperanzas comunes.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.