miércoles, 24 de noviembre de 2010

Mc Luhan tiene razón

Hace unas semanas tomé contacto -por la fría red de Internet- con un maestro y amigo que hace años, no muchos, nos acompañó a hacer un diagnóstico rápido de comunicación en Tabasco. Introdujimos a Fernando Mendoza al mundo rural del trópico, mientras caminábamos por entre pastos, caminos, puentes y disfrutábamos de un restaurant de mariscos en Paraíso. Fernando estaba de muy buen humor, pese al calor infernal y a los mosquitos. En esa ocasión nos juntamos un grupo de comunicólogos-comunicadores-antropólogos para hacer varios recorridos y hacer el ya dicho trabajo: Jorge Martínez, Pesho, Don Pablo, Mercedes, Fernando y yo nos hicimos acompañar de El Gordo Almeida, un ingeniero retirado. Visitamos a Elías, en su rancho, cerca de El Rompido de Samaria. Y terminamos el viaje con la acostumbrada visita al Parque Museo La Venta, que imaginó y edificó Don Carlos Pellicer. Me quedo con ese Fernando, alegre, con ojos llenos de sorpresa, metido en la historia de los monumentos olmecas de los que Pesho contaba historias y explicaba su simbolismo. Me quedo con la imagen de Fernando subido en un árbol, sentado en una rama, oteando el aire caliente de Tabasco.
Mc Luhan tenía razón sobre los medios fríos y calientes: no era lo mismo escribirle a Fernando por Internet que a esos calurosos días, en los que descubrimos, por cierto, poemas de Pellicer en pequeñas botellas de salsa picante Chimay, mientras comíamos y reíamos de las visicitudes del día. O cuando escuchábamos por la radio, mientras hacíamos recorridos en camioneta, al Mensajero del aire. No es lo mismo el gélido contacto por los medios cibernéticos que una apacible tarde del trópico en compañía de los cuates y con el gusto de tener a Fernando arremetiendo como compañero de aventuras y de andanzas.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Un libro, dos historias

Hay libros que han quedado como imágenes grabadas en mis recuerdos. Hablo de cuando yo tendría unos cuatro o cinco años y observaba la portada de un libro con lomo color ladrillo, uno que estaba fuera del librero y que leía alguno de mis padres. La imagen de la portada me atraía y me repelía, me causaba cierto nudo angustioso que se me clavaba en la garganta. Era una mujer con un velo azul obscuro sobre la cabeza, sentada en una silla de madera, en un cuarto cuyo piso ajedreceado era la repetición de su propia soledad. Ninguna letra en la portada, ningún título, ni autor. Libro de semblante conocido por mí sólo por la ilustración que he mencionado y que describo de memoria. A veces lo tomaba, como si fuera a encontrar un secreto dentro de sus páginas que me impulsara a conocer quién era esa mujer y por qué permanecía en esa posición angustiosa. Tal vez leí el título, en esos pininos de aprendizaje de las letras; tal vez vi el nombre el autor. Ninguna de las dos cosas, recuerdo, me significaban algo. Una vez tomé una crayola color verde y, para hacer mío el libro, le pinté varias rayas en las guardas y en algunas páginas.

Años después, cuando fui a recoger unas cintas de audio a casa de Nora Brie, mientras me ponía de pie me encontré, en una repisa, frente a un lomo color ladrillo de un libro de dimensiones conocidas. Lo tomé sin pensar y me vi, de nuevo, a los cinco años frente a la misma imagen del libro. La sensación honda, esas emociones que nos asaltan de niños y que se hunden en el alma y salen a flote de vez en vez, la angustia por la figura en la portada. La misma señora, con el mismo velo color azul en la misma silla y con el mismo piso. Había permanecido más de treinta años en la misma posición. Nora me contó que ese libro tenía su historia: era su libro de cabecera, de años juveniles en los que vivió en Argentina. Cuando tuvo que salir de allí, un tanto por la dictadura, un tanto por hacer una nueva vida, junto con su hijo, en otro país, tuvo que dejar todas sus cosas y su biblioteca. Entre otras ediciones, se vio obligada a abandonar el libro y a la señora con el velo azul que la cubría. Muchos años después, una amiga de ella había venido a México y traía -como regalo, como recuerdo, como talismán- ese libro, que había rescatado de la biblioteca de Nora y había conservado por años. Nora lo había recuperado.

Ese día, en ese instante, ese libro y esa imagen poderosamente angustiante de la portada nos unía en historias diferentes.

Por la descripción, ya lo habrán adivinado, se trata de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Libros fantasma

En la búsqueda de libros, hay algunos que rebasan mi oficio de buscador. Son libros fantasmales, que parecerían no haber existido. Hay, por lo menos, dos, que se me han escapado y que he dudado, en su tiempo, de que existan. El primero es el de Fantomas contra los vampiros multinacionales, de Julio Cortázar. Durante años he buscado la edición hecha por Excélsior, sin éxito. Me encontré, recientemente, una edición muy mala en donde los dibujos, recortados por Cortázar y reescritos los globos no eran los mismos, sino una burda reproducción. Lo dejé de inmediato en el estante, desilusionado. Sé que el libro pudo haber existido, porque alguna vez, hace muchos años, tuve un ejemplar en mis manos y lo dejé ir. Desde ese día siempre he dicho que un libro hallado es un libro que uno debería llevarse de inmediato, porque es improbable volver a encontrarlo.

El segundo libro es el de La Diosa Blanca, de Robert Graves. Mi compañera estaba en su búsqueda y de inmediato sentí la extraña y calurosa sensación que me asalta cuando hay un reto, un nuevo libro qué encontrar. Me di a la tarea de buscarlo en varias librerías en México. A la mitad del camino me encontré que no era un solo tomo, sino dos. No pude hallar ninguna huella en librerías de viejo. El libro, al parecer, no existía. Pero las continuas referencias al libro, su mención como parte de la obra de Graves y la aparición del libro en el catálogo de bibliotecas, me hacía pensar que podía quedar un residuo fantasmal de él, aún. Sin poderlo encontrar, y ante la urgencia de mi compañera, me lancé a dos bibliotecas en donde encontré el rastro a través del catálogo. En ninguna de las dos el libro estaba disponible. En una, no estaba en el estante donde debería estar, ninguno de los dos tomos, como si se hubiera esfumado. En la otra, alguien se me había adelantado hacía cosa de dos días y había pedido ambos ejemplares y no los había devuelto. Seguí por esa pista. Regresé quince días después a la biblioteca. Aún no había sido regresado el libro. Tal vez nunca regresaría, me dije, o tal vez el libro nunca estuvo. O se lo llevó un lector fantasma, que buscaba un libro espectral para poder leer de nuevo en los días de espera. Quizá, me decía, La Diosa Blanca ha sido un mito literario creado por el propio Graves para despistar. No era posible que no hubiera huellas de ese libro.

Mi compañera lo consiguió, algunos días después, en fotocopia. Eso, para mí, no era la prueba contundente de que ese libro existió, porque mirábamos las copias, mas no el libro original. Aún ahora no he tocado el libro original, ni siquiera lo he visto. La Diosa Blanca se me ha negado.

martes, 9 de noviembre de 2010

Cazador

De lo que se trata es de afinar la vista, tener en la mente la imagen de la presa y lanzarse a la selva de concreto. Si la presa no aparece hoy, aparecerá próximamente. La mejor cualidad del cazador es la paciencia, saber que hoy puede no haber cacería en absoluto, pero que, el día indicado, en la calle adecuada, en la pila menos esperada, la presa será encontrada. Cazador de libros debería ser un oficio reconocido. Algunos lo ejercemos con gusto, porque sabemos que la honda impresión que nos causa encontrar un libro buscado será de la misma intensidad cuando lo entreguemos a quien tanto lo ha anhelado. Es menester para el cazador de libros que éstos aparezcan en los lugares menos esperados.
Un primer paso, moderno, es el de Internet. Pero cuando los libros están bajo el sello de “agotados” o “fuera de catálogo” no queda otra que buscar en librerías de varios tipos, incuyendo la de libros usados y viejos. Por ejemplo, recuerdo con tremendo gusto la ocasión en que rescaté de la librería El juglar, diez ejemplares de la novela El acercamiento, y se los llevé al autor, a Enrique Espinosa, “El Tata”, que ya no tenía ni uno solo. Durante un tiempo me dediqué a buscar libros de escritores que he conocido o con los que he entablado amistad. Así me encontré las novelas El ocaso y En el lugar de los hechos, de Rafael Ramírez Heredia, cuando había esperado más de veinte años para encontrar un ejemplar de la última. Buscando, hallé Retrato caído, Cosas del talión y C.O.D. de Andrés González Pagés (y en la dedicatoria de éste último me llamó “gambusino”, sí, algo paralelo al cazador de libros); la primera edición de El bautista, de Javier Sicilia; Conversatorio de Yaxchilán, de José Manuel Pintado; Inscripciones y señales, de Dionicio Morales; Secuencias, de Luis Francisco Acosta; Las jiras, de Federico Arana; Salón Calavera, de Alejandro Aura; encontré El agua de los arroyos, de Gally; la primera edición de El regreso de Chin Chin El Teporocho, de Armando Ramírez… Muchos de estos libros y otros más, seguramente estaban en poder de los autores y hubiera bastado pedirles un ejemplar para tener uno. Pero, ¿dónde quedaría entonces el oficio de cazador de libros? Hay otros ejemplos, libros que he buscado por ciertas referencias o por intereses intelectuales y literarios del momento o para consulta. Así he encontrado libros que parecerían no haber existido jamás. Son varios y sería ocioso mencionarlos. Lo que sí sé es que cuando cazo libros para mí, también está latente mi otro oficio (más obsesivo) que es el de coleccionista. Ahora sigo a la caza de libros. Varios son encargo de mi compañera y ella me ha puesto retos difíciles. Veamos qué sucede.

Olfateo. Oteo por las calles. ¿Es éste el olor de un título buscado? Puede ser.

martes, 2 de noviembre de 2010

La huracana y el vampiro

Es cosa de que una idea se le prenda en el cabello y empezará a moverse vertiginosamente. La huracana Mercedes tiene una fuerza inagotable, va y viene de un lado a otro y no hay frontera que la detenga, excepto una: la frontera de la gringuería. Pero esa es otra historia. Sucede que comenté a Mercedes un proyecto que me viene dando vueltas en la cabeza de hace tiempo, una novela sobre el personaje histórico de Drácula. Lo comenté con Pablo y con Mercedes y de inmediato me impulsaron a que grabáramos en video una historia sobre vampiros. La idea me alborotó otras y así, cuando menos pensamos, entre tequila y tequila, Pablo sería el director y camarógrafo del cortometraje, Mercedes parte guionista y productora. A mí me venían algunas imágenes y algunos objetos que no podían pasar desapercibidos en la grabación y que, por su significado, deberían aparecer en nuestro proyecto. Semanas pasaron. Mercedes me llamó para decirme que ya había contactado a un amigo suyo que tenía un ataúd de utilería y algunas otras cosas, que había visto una casa que podría servir de locación y que hasta a un actor ya tenía. Así, les digo, es Mercedes. De inmediato mi imaginación se avivó y pensé en poner en blanco y negro un primer guión que podría complementarse con lo que habría escrito, a estas alturas, Mercedes. Comenté con Pablo y, en esa sinergia que se crea por proyectos compartidos, planeamos un viaje a Guadalajara para vernos con Mercedes y seguir con el proyecto vampírico. Ya algunas ideas tenía yo, sobre el vampiro, sobre algunos personajes y algunos pasajes del cortometraje. La siguiente vez intercambiamos impresiones, hablamos de cómo estaría armado el cortometraje, Mercedes me prestó un libro de Luis Prieto (que no he devuelto, por cierto), sobre varios vampiros que habitan en México (uno de ellos en Chapala) y quedamos en adelantar en el guión de la historia. Seguramente Mercedes adelantó mucho más el guión de la historia que yo: me llamó diciéndome que tenía un avance en el guión y varias ideas y que teníamos que vernos para poner las cosas en claro y manos a la obra. Cada vez que hablo con ella asoma el reclamo, a veces a bocajarro, a veces enérgico, sobre el abandono del proyecto vampírico. Crear un vampiro entre tres tiene sus bemoles. Pero no he abandonado el proyecto, es sólo que no tengo la energía de Mercedes, la determinación, el temple ni la fuerza. Y el tiempo, que se me agota y por ello suelo guardar algunos segundos en frascos con gotero, para usarlos cuando más los necesite. No, no he abandonado el proyecto con Pablo y con Mercedes, prueba de ello es que estoy escribiendo esto. Y es seguro, segurísimo, que la huracana Mercedes comenzará a mover la tierra de nuevo en cuanto lea estas líneas y a recordarme al pobre vampiro que aguarda, sentado en la sala de espera.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.