Durarán varios años sus palabras escritas en los cuadernos de trabajo, después se irán a la basura junto con otras carpetas. Lo mismo ocurrirá con las imágenes que grabó o con las fotografías que hizo. En mis recuerdos inconstantes durarán sus risas hechas con el sonido de un formón desbastando las caras de los muebles que ensambló cuando era joven. Durará en mis afectos su mirada de hermano compasivo que perdona las estupideces del amigo tonto e inexperto. Un muy largo tiempo durará esa mirada, la memoria de su generosidad.
No tomamos en cuenta, ah imprudentes, que el revés de la magnífica buena suerte de habernos conocido nos llevó a cada cual a naufragar en las páginas ya no escritas de nuestras bitácoras.
¿A alguien le es dado dormir bajo un techo rentado o prestado y despertar en la desembocadura de su destino, en el camarote o en la cubierta de una nave que está a punto de zarpar hacia el final de una extraña vida perpleja, y mirar a ésta indivisa? Me parece que algunos podrán, pero no muchos lo harán en los puertos de una amistad sostenida por un irrepetible trasiego fraternal.
Si de desembocaduras se tratara el curso hacia un destino, para confortarme diré que tuve una vez la fortuna de estar con José Luis en río Lagartos, de platicar ahí, con unas cubetas de cervezas, acerca de nuestros hijos, de sus destinos, de nuestros fantasmas que se extasiaban durante unos momentos con las agrupaciones de flamencos, rosados, casi rojizos, como el sol que más tarde se habría de poner, mientras la Tierra daba media vuelta más y cada uno se tuteaba, vitalmente, con los brazos de mar. José Luis murió no tan lejos, como vivo yo aquí, de esa ría evocada. Él me ideó en su amistad. Lo voy a inventar embarcándose en los esteros hasta decirle adiós en las puertas del mar. No lo veré nunca más.
No tomamos en cuenta, ah imprudentes, que el revés de la magnífica buena suerte de habernos conocido nos llevó a cada cual a naufragar en las páginas ya no escritas de nuestras bitácoras.
¿A alguien le es dado dormir bajo un techo rentado o prestado y despertar en la desembocadura de su destino, en el camarote o en la cubierta de una nave que está a punto de zarpar hacia el final de una extraña vida perpleja, y mirar a ésta indivisa? Me parece que algunos podrán, pero no muchos lo harán en los puertos de una amistad sostenida por un irrepetible trasiego fraternal.
Si de desembocaduras se tratara el curso hacia un destino, para confortarme diré que tuve una vez la fortuna de estar con José Luis en río Lagartos, de platicar ahí, con unas cubetas de cervezas, acerca de nuestros hijos, de sus destinos, de nuestros fantasmas que se extasiaban durante unos momentos con las agrupaciones de flamencos, rosados, casi rojizos, como el sol que más tarde se habría de poner, mientras la Tierra daba media vuelta más y cada uno se tuteaba, vitalmente, con los brazos de mar. José Luis murió no tan lejos, como vivo yo aquí, de esa ría evocada. Él me ideó en su amistad. Lo voy a inventar embarcándose en los esteros hasta decirle adiós en las puertas del mar. No lo veré nunca más.