El sillón espera a que alguien lo escoja, hoy. Ha esperado una noche completa, o descansado, porque no nos lo comunica. Ayer recibió varias visitas, desde el tipo trajeado de culo apestoso que no paraba de hablar por su celular sobre asuntos de negocios. De esos tipos que tristemente creen que todo se arregla mediante llamadas telefónicas. Desde las amigas adolescentes que hablaban a turnos sobre películas, la universidad, los problemas con sus respectivas madres, muy pocos minutos acerca de sus novios o pretendientes. Desde el policía de la puerta que, aprovechando una casi ausencia de clientes, se sentó en él por unos minutos, a descansar el día eterno que dura su turno, de pie, siempre de pie.
El más curioso visitante fue ese hombre cincuentón que tomaba a sorbos su café, que no pronunció palabra. Que no usó su celular. Que no jugueteaba con las piernas. Y que clavó su mirada en la ventana frente a él, donde se estrellaban las incesantes gotas de lluvia. En la soledad de ese hombre inmóvil, el sillón por fin se sintió identificado. Por eso hoy espera a que alguien lo escoja, pero esta vez su espera es gris y azul; su espera denota, por primera vez, un sentimiento desconocido. Nosotros podríamos llamarlo melancolía.
El más curioso visitante fue ese hombre cincuentón que tomaba a sorbos su café, que no pronunció palabra. Que no usó su celular. Que no jugueteaba con las piernas. Y que clavó su mirada en la ventana frente a él, donde se estrellaban las incesantes gotas de lluvia. En la soledad de ese hombre inmóvil, el sillón por fin se sintió identificado. Por eso hoy espera a que alguien lo escoja, pero esta vez su espera es gris y azul; su espera denota, por primera vez, un sentimiento desconocido. Nosotros podríamos llamarlo melancolía.