Ése que me dicen que existió, del cual tengo una foto en mi oficina, aparece en el sol nocturno de la nieve, entre destellos de miel amarilla de luz opaca, frente a mí, y no se deja retratar mas que con el frío encima de una última noche en el otro lado del orbe, la antítesis del trópico en una noche. Pero está ahí, el espíritu que aún viaja por todo el mundo y que, moderno icono, resplandece por sí solo aunque la cabalgante estupidez, la perfidia y el fascismo -como el que opera actualmente en México- se vistan de mejores galas. Hasta la victoria, siempre, pese al frío, pese a esta nieve redundante de última fase nocturna en Bruselas.
viernes, 31 de diciembre de 2010
domingo, 26 de diciembre de 2010
Ideomonólogos
Un ave nocturna se posa con sus patas invisibles sobre el respaldo de una de las bancas. Lamentablemente llega un hombre con la nieve cargada en sus espaldas, arrastrando los pies, nevado de tanta blancura que el mundo se le ha venido encima. Se sienta, quitando la nieve con sus manos enfundadas en guantes inmensos que hacen resaltar las manos como dos raquetas negras, cuando la banca lo recibe como el sillón acojinado de una casa con calefacción. El pájaro vuela en espirales, allegándose de la nieve que cae en la media tarde, apellidada noche. En la otra banca se ha sentado un hombre con turbante en la cabeza, pero con pantalón de mezclilla, el desparpajo a flor de cuerpo, no aparta la nieve, sino que se sienta sin más. Ambos hombres permanecen junto a sus pensamientos, hasta que éstos empiezan a helarse y los hombres se incomodan. No se han mirado. Se levantan, casi al mismo tiempo, con una coreografía sincronizada en plena blancura. Diez segundos después salen de cuadro, en direcciones opuestas y se internan en la luz amarillenta de las calles, entre la negrura de la, ahora, noche. Diez minutos después no queda traza de su estancia en las bancas, la nieve cubre cualquier huella. Si tan sólo hubieran reparado el uno en el otro habrían sabido que cada cual traía la respuesta correcta bajo la barbilla, la que le correspondía al otro. A su otro. La banca espera bajo la luz amarillenta del farol. Pero el ave no regresa aún.
jueves, 23 de diciembre de 2010
Pequeñas gárgolas
Día de llenarme los ojos, de caminar desde el metro hasta la edad media. Ha seguido nevando durante el camino y he vuelto a encontrarme con gárgolas, esta vez más pequeñas. Me pregunto si por la noche han volado desde Saint Gudule a ésta, Notre Dame du Sablon, siguiéndome, o tal vez yo las he seguido a ellas. Son como imanes. Son inalcanzables, aún con el miserable telefoto de la cámara digital. Apenas las veo, apenas distingo sus formas. Desde abajo me parecen tan iguales, tan sin identidad. La cámara las acerca un poco, tan sólo, pero lo suficiente para ver que son dragones, puercos, aves, demonios, seres con muecas y hasta sirenas. Encuentro que están puestas en parejas, algo que no había visto en otro lugar. Le doy la vuelta a toda la iglesia, como debe hacer un buen descubridor de gárgolas, para encontrar las que están alrededor. Algunas se esconden, no dejan que mi cámara las capture. En lo que ajusto el telefoto y las opciones de la cámara digital, parecen moverse. Vuelan de a brinquitos de un capitel a otro. Me cuesta trabajo ubicarlas, y cuando las tengo a punto de hacer el disparo fotográfico, hay un movimiento, un crujido, un ruido que me distrae por un segundo, tiempo suficiente para que la gárgola brinque de nuevo. Miren, son rápidas. Ahí ha brincado otra. Juguetean conmigo, como si el aire helado y la nevada no les hicieran mella.
viernes, 17 de diciembre de 2010
Gitaneada en vivo
El sonido me asalta de lejos. Me toma de la oreja y me guía, calles mediante, a donde se encuentra un grupo tocando música balcánica. Los instrumentos de viento tatúan su presencia en el aire helado de la tarde; la tímida guitarra acaricia el tímpano; la batería taladra su paso hacia el oído interno. Sorprendentemente me hallo casi tarareando las canciones desconocidas y me descubro, de pronto, en medio de la música, creyéndome un gitano avecindado en Bruselas y, lamentablemente, sin saber tocar ningún instrumento, mas que el túnel de la cantada, Rockdrigo dixit.
Es un sentido aguardando a ser tocado, este de la música, un solo ser que se forma del sonido del saxofón, del trombón, de la corneta, de la musicalidad a pleno vuelo en un espacio con eco nocturno de los balcanes: son los músicos que traen su melodía en la epidermis, es la música gitana que atrae el calor de una fogata y un carromato repleto de misterios. Ahí me quedo, tratando de registrar con la mente la música y usando la tecnología de bolsillo para captar algunos visos de esta noche gitana en Bruselas, la que se atraviesa de pronto en el caminar oportuno y obligado para conocer una ciudad extraña. “Música en condiciones difíciles”, me dicen un par de esos músicos, minutos después, en el metro. Noche vuelta concierto, pretendo responder. Noche convertida en hoguera, en fogata, en colectivo animal nocturno de concierto en plena calle.
martes, 14 de diciembre de 2010
Babel como encuentro
Y dicen que Babel hubo de comenzar por culpa de dios (todo es culpa de dios, por lo que he aprendido); por suerte la humanidad ha variado el rumbo. Por ejemplo, ahora en Bélgica, donde se habla francés, me hago entender en inglés, cuando hablo español. Pero uno de los meseros que me atiende en este restaurante (danés) me habla ya en francés, ya en inglés, ya en italiano. Y yo respondo ya en inglés, ya en masticado francés y en español. Babel ha permitido no la confusión, sino la diversidad y la diferencia de lenguas y que el ser humano preste atención a lo que el otro dice. Hemos aprendido a leernos por gestos, por expresiones, por mímica. Babel es el reconocimiento, es el habla, es la escucha, es la atención.
jueves, 9 de diciembre de 2010
Sala siniestra
Negros espejos, tal vez así era el de Tezcatlipoca. Negros espejos me observan desde la nada en negro y blanco, con la chimenea obscura que descubre un mundo aparte, un mundo que traga a quien entra en esta sala y permanece por unos minutos. Por un lado, los espejos negros absorben el alma, como hilo en madeja la jalan hacia la negritud. Por el otro, el avestruz en la pared sonríe con gesto macabro, como recordando los tiempos en que fue disecado. Nuestra vista se hace una en la corona mortuoria, blanca, semejando estar perlada de nieve, en el seno de la chimenea. Blanco y negro, con un color plateado en los asientos ovoides al centro de la habitación. Parecería que soy observado. No es la muerte, pero es lo siniestro asomando su ojo seco por entre los espejos negros que actúan como imanes y atrapan la vista, jalan el alma, los pensamientos, hacia esa ventana obscura donde me encuentro reflejado, junto con el avestruz, que sigue sonriendo, con el alma succionada por la boca tenebrosa de esos espejos, negros…
sábado, 4 de diciembre de 2010
Visión nevada
Una visión de otro mundo. Tengo la foto que atestigua que, mientras la nieve caía, un extraño ser, con una existencia paralela en otra dimensión, atribuía a la noche helada la visión de alguien observándolo desde un extraño rectángulo minúsculo, con un extraño aparato en las manos, que nosotros llamaríamos cámara fotográfica. Las dos lunas atestiguan esa existencia de otro mundo.
miércoles, 24 de noviembre de 2010
Mc Luhan tiene razón
Hace unas semanas tomé contacto -por la fría red de Internet- con un maestro y amigo que hace años, no muchos, nos acompañó a hacer un diagnóstico rápido de comunicación en Tabasco. Introdujimos a Fernando Mendoza al mundo rural del trópico, mientras caminábamos por entre pastos, caminos, puentes y disfrutábamos de un restaurant de mariscos en Paraíso. Fernando estaba de muy buen humor, pese al calor infernal y a los mosquitos. En esa ocasión nos juntamos un grupo de comunicólogos-comunicadores-antropólogos para hacer varios recorridos y hacer el ya dicho trabajo: Jorge Martínez, Pesho, Don Pablo, Mercedes, Fernando y yo nos hicimos acompañar de El Gordo Almeida, un ingeniero retirado. Visitamos a Elías, en su rancho, cerca de El Rompido de Samaria. Y terminamos el viaje con la acostumbrada visita al Parque Museo La Venta, que imaginó y edificó Don Carlos Pellicer. Me quedo con ese Fernando, alegre, con ojos llenos de sorpresa, metido en la historia de los monumentos olmecas de los que Pesho contaba historias y explicaba su simbolismo. Me quedo con la imagen de Fernando subido en un árbol, sentado en una rama, oteando el aire caliente de Tabasco.
Mc Luhan tenía razón sobre los medios fríos y calientes: no era lo mismo escribirle a Fernando por Internet que a esos calurosos días, en los que descubrimos, por cierto, poemas de Pellicer en pequeñas botellas de salsa picante Chimay, mientras comíamos y reíamos de las visicitudes del día. O cuando escuchábamos por la radio, mientras hacíamos recorridos en camioneta, al Mensajero del aire. No es lo mismo el gélido contacto por los medios cibernéticos que una apacible tarde del trópico en compañía de los cuates y con el gusto de tener a Fernando arremetiendo como compañero de aventuras y de andanzas.
Mc Luhan tenía razón sobre los medios fríos y calientes: no era lo mismo escribirle a Fernando por Internet que a esos calurosos días, en los que descubrimos, por cierto, poemas de Pellicer en pequeñas botellas de salsa picante Chimay, mientras comíamos y reíamos de las visicitudes del día. O cuando escuchábamos por la radio, mientras hacíamos recorridos en camioneta, al Mensajero del aire. No es lo mismo el gélido contacto por los medios cibernéticos que una apacible tarde del trópico en compañía de los cuates y con el gusto de tener a Fernando arremetiendo como compañero de aventuras y de andanzas.
viernes, 19 de noviembre de 2010
Un libro, dos historias
Hay libros que han quedado como imágenes grabadas en mis recuerdos. Hablo de cuando yo tendría unos cuatro o cinco años y observaba la portada de un libro con lomo color ladrillo, uno que estaba fuera del librero y que leía alguno de mis padres. La imagen de la portada me atraía y me repelía, me causaba cierto nudo angustioso que se me clavaba en la garganta. Era una mujer con un velo azul obscuro sobre la cabeza, sentada en una silla de madera, en un cuarto cuyo piso ajedreceado era la repetición de su propia soledad. Ninguna letra en la portada, ningún título, ni autor. Libro de semblante conocido por mí sólo por la ilustración que he mencionado y que describo de memoria. A veces lo tomaba, como si fuera a encontrar un secreto dentro de sus páginas que me impulsara a conocer quién era esa mujer y por qué permanecía en esa posición angustiosa. Tal vez leí el título, en esos pininos de aprendizaje de las letras; tal vez vi el nombre el autor. Ninguna de las dos cosas, recuerdo, me significaban algo. Una vez tomé una crayola color verde y, para hacer mío el libro, le pinté varias rayas en las guardas y en algunas páginas.
Años después, cuando fui a recoger unas cintas de audio a casa de Nora Brie, mientras me ponía de pie me encontré, en una repisa, frente a un lomo color ladrillo de un libro de dimensiones conocidas. Lo tomé sin pensar y me vi, de nuevo, a los cinco años frente a la misma imagen del libro. La sensación honda, esas emociones que nos asaltan de niños y que se hunden en el alma y salen a flote de vez en vez, la angustia por la figura en la portada. La misma señora, con el mismo velo color azul en la misma silla y con el mismo piso. Había permanecido más de treinta años en la misma posición. Nora me contó que ese libro tenía su historia: era su libro de cabecera, de años juveniles en los que vivió en Argentina. Cuando tuvo que salir de allí, un tanto por la dictadura, un tanto por hacer una nueva vida, junto con su hijo, en otro país, tuvo que dejar todas sus cosas y su biblioteca. Entre otras ediciones, se vio obligada a abandonar el libro y a la señora con el velo azul que la cubría. Muchos años después, una amiga de ella había venido a México y traía -como regalo, como recuerdo, como talismán- ese libro, que había rescatado de la biblioteca de Nora y había conservado por años. Nora lo había recuperado.
Ese día, en ese instante, ese libro y esa imagen poderosamente angustiante de la portada nos unía en historias diferentes.
Por la descripción, ya lo habrán adivinado, se trata de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.
Años después, cuando fui a recoger unas cintas de audio a casa de Nora Brie, mientras me ponía de pie me encontré, en una repisa, frente a un lomo color ladrillo de un libro de dimensiones conocidas. Lo tomé sin pensar y me vi, de nuevo, a los cinco años frente a la misma imagen del libro. La sensación honda, esas emociones que nos asaltan de niños y que se hunden en el alma y salen a flote de vez en vez, la angustia por la figura en la portada. La misma señora, con el mismo velo color azul en la misma silla y con el mismo piso. Había permanecido más de treinta años en la misma posición. Nora me contó que ese libro tenía su historia: era su libro de cabecera, de años juveniles en los que vivió en Argentina. Cuando tuvo que salir de allí, un tanto por la dictadura, un tanto por hacer una nueva vida, junto con su hijo, en otro país, tuvo que dejar todas sus cosas y su biblioteca. Entre otras ediciones, se vio obligada a abandonar el libro y a la señora con el velo azul que la cubría. Muchos años después, una amiga de ella había venido a México y traía -como regalo, como recuerdo, como talismán- ese libro, que había rescatado de la biblioteca de Nora y había conservado por años. Nora lo había recuperado.
Ese día, en ese instante, ese libro y esa imagen poderosamente angustiante de la portada nos unía en historias diferentes.
Por la descripción, ya lo habrán adivinado, se trata de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.
domingo, 14 de noviembre de 2010
Libros fantasma
En la búsqueda de libros, hay algunos que rebasan mi oficio de buscador. Son libros fantasmales, que parecerían no haber existido. Hay, por lo menos, dos, que se me han escapado y que he dudado, en su tiempo, de que existan. El primero es el de Fantomas contra los vampiros multinacionales, de Julio Cortázar. Durante años he buscado la edición hecha por Excélsior, sin éxito. Me encontré, recientemente, una edición muy mala en donde los dibujos, recortados por Cortázar y reescritos los globos no eran los mismos, sino una burda reproducción. Lo dejé de inmediato en el estante, desilusionado. Sé que el libro pudo haber existido, porque alguna vez, hace muchos años, tuve un ejemplar en mis manos y lo dejé ir. Desde ese día siempre he dicho que un libro hallado es un libro que uno debería llevarse de inmediato, porque es improbable volver a encontrarlo.
El segundo libro es el de La Diosa Blanca, de Robert Graves. Mi compañera estaba en su búsqueda y de inmediato sentí la extraña y calurosa sensación que me asalta cuando hay un reto, un nuevo libro qué encontrar. Me di a la tarea de buscarlo en varias librerías en México. A la mitad del camino me encontré que no era un solo tomo, sino dos. No pude hallar ninguna huella en librerías de viejo. El libro, al parecer, no existía. Pero las continuas referencias al libro, su mención como parte de la obra de Graves y la aparición del libro en el catálogo de bibliotecas, me hacía pensar que podía quedar un residuo fantasmal de él, aún. Sin poderlo encontrar, y ante la urgencia de mi compañera, me lancé a dos bibliotecas en donde encontré el rastro a través del catálogo. En ninguna de las dos el libro estaba disponible. En una, no estaba en el estante donde debería estar, ninguno de los dos tomos, como si se hubiera esfumado. En la otra, alguien se me había adelantado hacía cosa de dos días y había pedido ambos ejemplares y no los había devuelto. Seguí por esa pista. Regresé quince días después a la biblioteca. Aún no había sido regresado el libro. Tal vez nunca regresaría, me dije, o tal vez el libro nunca estuvo. O se lo llevó un lector fantasma, que buscaba un libro espectral para poder leer de nuevo en los días de espera. Quizá, me decía, La Diosa Blanca ha sido un mito literario creado por el propio Graves para despistar. No era posible que no hubiera huellas de ese libro.
Mi compañera lo consiguió, algunos días después, en fotocopia. Eso, para mí, no era la prueba contundente de que ese libro existió, porque mirábamos las copias, mas no el libro original. Aún ahora no he tocado el libro original, ni siquiera lo he visto. La Diosa Blanca se me ha negado.
El segundo libro es el de La Diosa Blanca, de Robert Graves. Mi compañera estaba en su búsqueda y de inmediato sentí la extraña y calurosa sensación que me asalta cuando hay un reto, un nuevo libro qué encontrar. Me di a la tarea de buscarlo en varias librerías en México. A la mitad del camino me encontré que no era un solo tomo, sino dos. No pude hallar ninguna huella en librerías de viejo. El libro, al parecer, no existía. Pero las continuas referencias al libro, su mención como parte de la obra de Graves y la aparición del libro en el catálogo de bibliotecas, me hacía pensar que podía quedar un residuo fantasmal de él, aún. Sin poderlo encontrar, y ante la urgencia de mi compañera, me lancé a dos bibliotecas en donde encontré el rastro a través del catálogo. En ninguna de las dos el libro estaba disponible. En una, no estaba en el estante donde debería estar, ninguno de los dos tomos, como si se hubiera esfumado. En la otra, alguien se me había adelantado hacía cosa de dos días y había pedido ambos ejemplares y no los había devuelto. Seguí por esa pista. Regresé quince días después a la biblioteca. Aún no había sido regresado el libro. Tal vez nunca regresaría, me dije, o tal vez el libro nunca estuvo. O se lo llevó un lector fantasma, que buscaba un libro espectral para poder leer de nuevo en los días de espera. Quizá, me decía, La Diosa Blanca ha sido un mito literario creado por el propio Graves para despistar. No era posible que no hubiera huellas de ese libro.
Mi compañera lo consiguió, algunos días después, en fotocopia. Eso, para mí, no era la prueba contundente de que ese libro existió, porque mirábamos las copias, mas no el libro original. Aún ahora no he tocado el libro original, ni siquiera lo he visto. La Diosa Blanca se me ha negado.
martes, 9 de noviembre de 2010
Cazador
De lo que se trata es de afinar la vista, tener en la mente la imagen de la presa y lanzarse a la selva de concreto. Si la presa no aparece hoy, aparecerá próximamente. La mejor cualidad del cazador es la paciencia, saber que hoy puede no haber cacería en absoluto, pero que, el día indicado, en la calle adecuada, en la pila menos esperada, la presa será encontrada. Cazador de libros debería ser un oficio reconocido. Algunos lo ejercemos con gusto, porque sabemos que la honda impresión que nos causa encontrar un libro buscado será de la misma intensidad cuando lo entreguemos a quien tanto lo ha anhelado. Es menester para el cazador de libros que éstos aparezcan en los lugares menos esperados.
Un primer paso, moderno, es el de Internet. Pero cuando los libros están bajo el sello de “agotados” o “fuera de catálogo” no queda otra que buscar en librerías de varios tipos, incuyendo la de libros usados y viejos. Por ejemplo, recuerdo con tremendo gusto la ocasión en que rescaté de la librería El juglar, diez ejemplares de la novela El acercamiento, y se los llevé al autor, a Enrique Espinosa, “El Tata”, que ya no tenía ni uno solo. Durante un tiempo me dediqué a buscar libros de escritores que he conocido o con los que he entablado amistad. Así me encontré las novelas El ocaso y En el lugar de los hechos, de Rafael Ramírez Heredia, cuando había esperado más de veinte años para encontrar un ejemplar de la última. Buscando, hallé Retrato caído, Cosas del talión y C.O.D. de Andrés González Pagés (y en la dedicatoria de éste último me llamó “gambusino”, sí, algo paralelo al cazador de libros); la primera edición de El bautista, de Javier Sicilia; Conversatorio de Yaxchilán, de José Manuel Pintado; Inscripciones y señales, de Dionicio Morales; Secuencias, de Luis Francisco Acosta; Las jiras, de Federico Arana; Salón Calavera, de Alejandro Aura; encontré El agua de los arroyos, de Gally; la primera edición de El regreso de Chin Chin El Teporocho, de Armando Ramírez… Muchos de estos libros y otros más, seguramente estaban en poder de los autores y hubiera bastado pedirles un ejemplar para tener uno. Pero, ¿dónde quedaría entonces el oficio de cazador de libros? Hay otros ejemplos, libros que he buscado por ciertas referencias o por intereses intelectuales y literarios del momento o para consulta. Así he encontrado libros que parecerían no haber existido jamás. Son varios y sería ocioso mencionarlos. Lo que sí sé es que cuando cazo libros para mí, también está latente mi otro oficio (más obsesivo) que es el de coleccionista. Ahora sigo a la caza de libros. Varios son encargo de mi compañera y ella me ha puesto retos difíciles. Veamos qué sucede.
Olfateo. Oteo por las calles. ¿Es éste el olor de un título buscado? Puede ser.
Olfateo. Oteo por las calles. ¿Es éste el olor de un título buscado? Puede ser.
martes, 2 de noviembre de 2010
La huracana y el vampiro
Es cosa de que una idea se le prenda en el cabello y empezará a moverse vertiginosamente. La huracana Mercedes tiene una fuerza inagotable, va y viene de un lado a otro y no hay frontera que la detenga, excepto una: la frontera de la gringuería. Pero esa es otra historia. Sucede que comenté a Mercedes un proyecto que me viene dando vueltas en la cabeza de hace tiempo, una novela sobre el personaje histórico de Drácula. Lo comenté con Pablo y con Mercedes y de inmediato me impulsaron a que grabáramos en video una historia sobre vampiros. La idea me alborotó otras y así, cuando menos pensamos, entre tequila y tequila, Pablo sería el director y camarógrafo del cortometraje, Mercedes parte guionista y productora. A mí me venían algunas imágenes y algunos objetos que no podían pasar desapercibidos en la grabación y que, por su significado, deberían aparecer en nuestro proyecto. Semanas pasaron. Mercedes me llamó para decirme que ya había contactado a un amigo suyo que tenía un ataúd de utilería y algunas otras cosas, que había visto una casa que podría servir de locación y que hasta a un actor ya tenía. Así, les digo, es Mercedes. De inmediato mi imaginación se avivó y pensé en poner en blanco y negro un primer guión que podría complementarse con lo que habría escrito, a estas alturas, Mercedes. Comenté con Pablo y, en esa sinergia que se crea por proyectos compartidos, planeamos un viaje a Guadalajara para vernos con Mercedes y seguir con el proyecto vampírico. Ya algunas ideas tenía yo, sobre el vampiro, sobre algunos personajes y algunos pasajes del cortometraje. La siguiente vez intercambiamos impresiones, hablamos de cómo estaría armado el cortometraje, Mercedes me prestó un libro de Luis Prieto (que no he devuelto, por cierto), sobre varios vampiros que habitan en México (uno de ellos en Chapala) y quedamos en adelantar en el guión de la historia. Seguramente Mercedes adelantó mucho más el guión de la historia que yo: me llamó diciéndome que tenía un avance en el guión y varias ideas y que teníamos que vernos para poner las cosas en claro y manos a la obra. Cada vez que hablo con ella asoma el reclamo, a veces a bocajarro, a veces enérgico, sobre el abandono del proyecto vampírico. Crear un vampiro entre tres tiene sus bemoles. Pero no he abandonado el proyecto, es sólo que no tengo la energía de Mercedes, la determinación, el temple ni la fuerza. Y el tiempo, que se me agota y por ello suelo guardar algunos segundos en frascos con gotero, para usarlos cuando más los necesite. No, no he abandonado el proyecto con Pablo y con Mercedes, prueba de ello es que estoy escribiendo esto. Y es seguro, segurísimo, que la huracana Mercedes comenzará a mover la tierra de nuevo en cuanto lea estas líneas y a recordarme al pobre vampiro que aguarda, sentado en la sala de espera.
viernes, 29 de octubre de 2010
Pijpenkabinet y Smokiana pipeshop
Hay que bajar algunas escaleras, porque ese lugar se halla en lo que podríamos denominar como sótano. Las ventanas dan al filo de la calle. Entrando, de inmediato uno se maravilla: anaqueles de pipas de todos tamaños y colores. A la entrada, a mano derecha, varios libros a la venta, escritos -unos en inglés y otros en neerlandés- por el dueño del lugar y curador del museo de la pipa. En una repisa que roza el suelo, los restos de pipas de cerámica. Enfrente, mesas cubiertas con vidrio y los anaqueles de pipas. Veo cajones cerrados, que también contienen estos artefactos de diversa manufactura. Veo dos o tres pipas que me agradan, pero el precio me hace desviar la mirada, como si no me hubieran llamado la atención.
Pipas largas, cortas, de madera, de cerámica, verdes, cafés, labradas, de hueso, de espuma de mar… De cazoletas muy anchas, con boquillas cortas y también larguísimas… cazoletas redondeadas, cuadradas, de pico de halcón, de cerezo, cónicas, de párroco…Tantas pipas por observar y tan poco tiempo porque el dueño del lugar, Don Duco, se levanta de su escritorio y nos dice, en correcto inglés, si nos puede ayudar en algo, porque está a punto de cerrar. Cuando identifica nuestro acento en español, hace una mueca: no le caen bien las personas de nacionalidad española, eso se nota en su tono de voz, eso leemos. Le dejo ver que somos mexicanos y entonces varía un poco su tono, se acerca y nos indica que las cazoletas usadas de cerámica son de varias marcas y toma un libro para enseñarnos cuáles son mejores que otras. Lo felicito por el estudio de pipas que ha hecho y que se refleja en sus libros. Medio sonríe, pero segundos después vuelve a comentar que está a punto de cerrar. Nos despedimos y Duco lo hace en español. El paraíso del fumador de pipa se cierra, pocos minutos después de las seis, para reabrise al día siguiente. Y yo me quedo con la sensación de que debía haber adquirido algunas pipas. Tal vez me sigan esperando. ¿Cómo sería fumar en una de ésas que vi, con formas diferentes? ¿Cómo sería fumar en una pipa verde? ¿Acaso en alguna de ellas el humo crearía formas nuevas, dando vueltas en espiral por el viento y recreando sueños de viejos fumadores?
Pipas largas, cortas, de madera, de cerámica, verdes, cafés, labradas, de hueso, de espuma de mar… De cazoletas muy anchas, con boquillas cortas y también larguísimas… cazoletas redondeadas, cuadradas, de pico de halcón, de cerezo, cónicas, de párroco…Tantas pipas por observar y tan poco tiempo porque el dueño del lugar, Don Duco, se levanta de su escritorio y nos dice, en correcto inglés, si nos puede ayudar en algo, porque está a punto de cerrar. Cuando identifica nuestro acento en español, hace una mueca: no le caen bien las personas de nacionalidad española, eso se nota en su tono de voz, eso leemos. Le dejo ver que somos mexicanos y entonces varía un poco su tono, se acerca y nos indica que las cazoletas usadas de cerámica son de varias marcas y toma un libro para enseñarnos cuáles son mejores que otras. Lo felicito por el estudio de pipas que ha hecho y que se refleja en sus libros. Medio sonríe, pero segundos después vuelve a comentar que está a punto de cerrar. Nos despedimos y Duco lo hace en español. El paraíso del fumador de pipa se cierra, pocos minutos después de las seis, para reabrise al día siguiente. Y yo me quedo con la sensación de que debía haber adquirido algunas pipas. Tal vez me sigan esperando. ¿Cómo sería fumar en una de ésas que vi, con formas diferentes? ¿Cómo sería fumar en una pipa verde? ¿Acaso en alguna de ellas el humo crearía formas nuevas, dando vueltas en espiral por el viento y recreando sueños de viejos fumadores?
viernes, 22 de octubre de 2010
Vecino de Ñuñoa
En una mano su bastón, en la otra estaba mi brazo. Se apoyaba en ambos mientras el mediodía se deslizaba por el barrio Ñuñoa, en Santiago de Chile. Me hacía ver el parecido del barrio con algunas calles de la ciudad de México, en la colonia Roma o la Del Valle. Me contaba desde la nostalgia que le acosaba de vez en vez, mientras hablábamos de mil cosas. Habíamos dejado de fumar, aunque la caminata podía invitar a encender las pipas de nuevo. Paso a paso, muy despacio, recorrimos unas cuantas calles más, hasta llegar a un pequeño y modesto restaurante con sillas verdes y mesas redondas. Rafa se sentó frente a los ventanales de piso a techo y yo me senté frente a él. “No, hermanito, siéntate acá” y Rafa señaló la silla junto a él. Pidió un vino (un Isla Negra, que me recomendó enseguida, sabedor de que era principiante en este gusto vinícola, vamos, que ni aprendiz de sommelier, y me dijo que me acordaría de ese vino si lo asociaba con Neruda). El mesero abrió la botella de vino, Rafa me hizo catarlo y, en ese entonces, cualquier vino me venía bien. Asentí y el mesero sirvió en las dos copas. Rafa tomó la suya, lentamente la llevó a la boca y degustó. Un gesto de satisfacción aprobaba no sólo el vino, sino la tarde completa. Llevábamos dos copas cada uno cuando pedimos de comer. Y fue entonces cuando Rafa me dijo que ése era el mejor lugar para sentarse y beber vino, con la vista puesta en la calle. Pronto sabría por qué. La hora de salida de la escuela en la misma calle del restaurante. Un desfile de minas con faldas cortas, un tropel de juventud cruzando frente a nosotros. El vino no podía saber mejor, según vi en la sonrisa, asomada entre la barba y el bigote cano de Rafa.
sábado, 16 de octubre de 2010
Rafa Baraona
Hoy me fumo una pipa a la salud de Rafa. Me entero que, a sus noventa años, ha seguido otro camino, andarín campesinólogo, este 25 de septiembre. De Rafa ya he escrito algunas andanzas. Hoy me perdonarán, no puedo escribir más. Vale el recuerdo de la última vez que vi a Rafa, en su casa, en Santiago de Chile, mientras comíamos, bebíamos vino y pisco. Es un Rafa que no pude volver a ver.
miércoles, 6 de octubre de 2010
¿Y las sirenas?
Se acabaron las sirenas, en Holanda eso pueden decir. La culpa ha sido de varios artesanos que a todas las atraparon, pintándolas en azul de platos y mosaicos de cerámica, en Delft. Observo varias sirenas con espejos, con conchas de mar, con otros seres mitológicos, acompañadas de peces, de tritones. No todas en los mosaicos han sido atrapadas, por suerte. A una sirena observo en el museo de cerámica; compartimos la sorpresa y la alegría de llegar juntos a este lugar.
jueves, 30 de septiembre de 2010
En las alturas
Desde acá, mientras tomo el barandal de piedra de la gran torre, la ciudad se ve tan pequeña, tan irreal: como un poblado de cuento en miniatura. Los tejados rojos, la plaza, los árboles y los canales. De pronto me da la impresión de que he regresado en el tiempo, de que algo tendrá que ver la teoría de la relatividad con el haber subido tantos escalones en espiral y que, mientras ascendía lentamente, el tiempo se comía el mundo y retrocedía a épocas medievales. Pero no, las bicicletas me avisan con su presencia que estoy en pleno Siglo XXI. La altura le da otra perspectiva a Delft. Y, nuevamente, me parece ver los edificios medievales y la gente que camina con ropajes extraños; los canales están poblados de patos y veo una pequeña embarcación con unas cajas de madera en su lomo. No hay movimiento, es como si viera una pintura en colores de mediodía. Ni el viento se mueve. La plaza permanece casi desierta, mientras la gente carga sus cubetas de madera, jala, con un cordón, al caballo o carga a una gallina. De pronto, me he convertido en gárgola de piedra y observo hacia abajo, con el tiempo suspendido. Mis manos tratan de moverse en el barandal y no lo consiguen. Me quedo estático, como todo, como la ciudad, las calles, la gente, el agua de los canales, los patos, el viento, el día, el cielo y las nubes. Sólo el roce de la mano de mi compañera me vuelve de carne de nuevo. Y me indica que aún falta un trecho por subir. Es decir, podré observar Delft en años más antiguos, todavía.
sábado, 25 de septiembre de 2010
Los canales que ya no fueron
Los canales de las ciudades holandesas acaparan mi atención. Me sorprende cómo puede haber una interrelación entre el urbanismo y el medio ambiente. Me pregunto si los frailes españoles que provocaron la desecación de canales en la ciudad de México hubieran tenido un poco de visión y si los urbanistas e ingenieros hispánicos hubieran tenido una mirada amplia, tendríamos actualmente en la ciudad de México una muestra de estrecha relación entre el crecimiento urbano y los canales prehispánicos. Podemos imaginar una ciudad llena de canales. Lástima que los urbanistas posteriores desecaron canales y entubaron ríos. Me viene a la memoria una fotografía del Canal de la Viga, por allá en los años treinta, que todavía se navegaba. O el recuerdo de mi madre del Río Consulado, que tenían que atravesar por un puente que se llenaba de fango. ¿Podemos imaginar, en un mundo alterno, la presencia del agua con toda su fuerza en la monstruosa ciudad de México? Ay, si los frailes del siglo XVI y XVII (sobre todo los jesuitas) no hubieran imaginado en los contornos de la zona lacustre del Valle de México a un monstruo marino, como nos dice Alain Musset, ¿se imaginan cómo sería el esplendor del complejo lagunar de la ciudad de México en tiempos actuales?
Estos pensamientos insanos e imposibles me vienen a la mente. Eso me pasa por especular sobre mi amada ciudad mientras camino por estas lejanas tierras holandesas…
Estos pensamientos insanos e imposibles me vienen a la mente. Eso me pasa por especular sobre mi amada ciudad mientras camino por estas lejanas tierras holandesas…
jueves, 16 de septiembre de 2010
Caminar en Delft
En un recodo de Delft observo a la mujer que amo. La encuentro en su esplendor, con la mirada abierta a toda esta novedad que nos circunda. Los pasos que damos en las calles nos llevan a imaginar, a pensar, a vivir un tiempo que no se repetirá. La fotografía poco puede expresar de estos momentos. Las palabras me resultan cortas. La memoria me satisface, mientras observo de nuevo las fotografías. Aquí caminamos, aquí plenamente disfrutamos Delft.
jueves, 9 de septiembre de 2010
Otra vez Las Meninas
Tantas Meninas me asaltan en La Haya, tantas y tantas con sus amplios vestidos, con sus miradas sin miradas. Quisiera ser Velázquez, para iniciar un cuadro tan multidimensional; quisiera ser Picasso para recordar su mirada ante esas Meninas. Tengo sólo mi cámara y mis ojos. Y no poseo ni al original en carne y hueso, ni los cuadros de Velázquez ni de Picasso, sino la obra en metal de Manolo Valdés. Deberé crear mis Meninas adecuadas con mis propios medios. Me detengo frente a la cabeza descomunal de una de ellas. Me observa. Desarmado, sólo atino a tomarle una rápida y discreta fotografía.
viernes, 3 de septiembre de 2010
Al pasar
Una muchacha vestida de mezclilla camina a lo largo de un canal, en un verde lugar entre Rotterdam y Utrecht. Su presencia azul se recorta entre el verdor y la grisitud, el campo y el cielo. ¿Qué hace, tan azul, caminando entre esa nada?
martes, 31 de agosto de 2010
Bicicletero mar
Mar de bicicletas que, a veces, suelta su ola por las calles y, otras, mantiene quieta la marea, llenando las calles, los barandales, los muros. Increíblemente el mar de bicicletas se extiende a mi alrededor mientras yo sigo buscando gárgolas en las alturas. Me afano en tratar de acercar, con el zoom inútil de una cámara digital, algunas que se me escapan y que se pliegan en las torres góticas. Pienso que hube de traer mi cámara reflex, que tiene un poderoso lente. Mis pasos me llevan a casi tropezar con las bicicletas, creaturas ignoradas por mi visión hacia lo alto. Pasa una bicicleta, una ráfaga verde y un cabello rojizo. Una mirada sale al paso entre ese océano y sólo en ese momento caigo en cuenta de que entre ese mar de bicicletas y la presencia de las gárgolas podrían tejerse todo tipo de historias. Bastó una mirada para ver un reflejo de una historia posible, sin contar, sin vivir aún. Que pudiera ser, en otro tiempo, en otra dimensión o en otra vida. Vuelvo desde ese mar a la caza de seres fantásticos. Pero imagino historias. Y esa breve mirada me dará vueltas en la cabeza, por un tiempo.
jueves, 19 de agosto de 2010
Presencias de piedra
Las gárgolas que encuentro en Utrecht aparecen como figuras salidas de la niebla. Difuminadas, increíblemente presenciales, testigos del paso del tiempo, conocedoras de la ciudad y de sus rincones. Viendo desde lo alto. Cada una con una actitud incólume, inmóvil, para siempre idéntica. Sopesan su existencia con la lluvia, que macera sus costras de piel endurecida. Arrebatan al pasado el espacio en que fueron construidas y mediante el cual permanecen.
Soberbias, orgullosas, miran al espectador desde arriba, con las muecas irregulares tatuadas en su piedra, observan al observador desde la edad media y escuchan el cambio de la lengua. Registran los modos cambiantes del vestir, llevan un inventario del número de lenguas de los observadores. Las que se encuentran a mayor altura se dedican a contar los edificios que surgen o que se transforman. Algunas de ellas, aún ahora, contienen un suspiro por el recuerdo de las compañeras que fueron destruidas por el huracán que partió la iglesia en dos. Otras recuerdan la señorial presencia boscosa donde hoy existen obras realizadas por el hombre. Pero todas callan. Cuando, al unísono, las gárgolas dejen escapar sus voces, sus bufidos, sus gruñidos, sus rugidos, sus gemidos, sus trinos, sus lamentos, sus gritos, el mundo se habrá poblado de más historia y de más seres fantásticos, porque es bien sabido que el sonido emitido por una gárgola, al contacto con el aire, hace surgir un ser igual de fabuloso que extenderá sus alas en el crepúsculo o que estirará sus patas para fundar una nueva era en la que todo dejará de ser imposible.
Soberbias, orgullosas, miran al espectador desde arriba, con las muecas irregulares tatuadas en su piedra, observan al observador desde la edad media y escuchan el cambio de la lengua. Registran los modos cambiantes del vestir, llevan un inventario del número de lenguas de los observadores. Las que se encuentran a mayor altura se dedican a contar los edificios que surgen o que se transforman. Algunas de ellas, aún ahora, contienen un suspiro por el recuerdo de las compañeras que fueron destruidas por el huracán que partió la iglesia en dos. Otras recuerdan la señorial presencia boscosa donde hoy existen obras realizadas por el hombre. Pero todas callan. Cuando, al unísono, las gárgolas dejen escapar sus voces, sus bufidos, sus gruñidos, sus rugidos, sus gemidos, sus trinos, sus lamentos, sus gritos, el mundo se habrá poblado de más historia y de más seres fantásticos, porque es bien sabido que el sonido emitido por una gárgola, al contacto con el aire, hace surgir un ser igual de fabuloso que extenderá sus alas en el crepúsculo o que estirará sus patas para fundar una nueva era en la que todo dejará de ser imposible.
jueves, 12 de agosto de 2010
Dos segundos
El viejo oficio de inspector, el hombre que verifica los boletos en los trenes. El temor de que él nos indique que hemos cometido un error, que nos hemos equivocado de tren, de destino o que hemos tomado un tren que no nos correspondía o no nos convenía. El terror en la espera entre que entregamos los boletos, alzamos la vista y le miramos a los ojos, mientras él verifica en su maquinita los dos boletos amarillos. Dos segundos escasos, pero dos segundos de zozobra para esperar el designio de este hombre trajeado, de mirada amable y lentes gruesos. Dos segundos en los que contenemos la respiración, como si la vida se nos fuera en la siguiente palabra, la próxima reacción. Dos segundos, nos mira por unas milésimas de tiempo; detrás de sus pupilas aguarda la sentencia. Amablemente nos dice “Ja” y nos entrega los boletos. Le toca a los siguientes pasajeros, entonces, sus dos segundos de zozobra.
domingo, 8 de agosto de 2010
A dos tiempos
Vivir a dos relojes no eterniza el alma, más bien la fragmenta entre la hora que no es aquí y la hora que es, más allá. Fragmentada, aún más, por las pocas horas obscuras de estos lares. Once de la noche y apenas obscurece. Las seis y ya ha amanecido. Neciamente me he negado a cambiar la hora del reloj, tal vez para tener un ancla en el regreso porque bien a bien, estas ciudades holandesas invitan a vivirse y a quedarse. Aunque la hora no sea o sea de manera contundente una que no es en alguna otra parte.
domingo, 1 de agosto de 2010
José Luis (brindis)
Hoy tuve recuerdos de José Luis al inicio de mis tribulaciones; las rasgué para ver tras los jirones y decidir algún desenlace: sosegado, tomaré pues por la noche unos cuantos tragos como si estuviera con él en la esquina donde acaban los suburbios, donde debo replantar aquel ficus por demás distante y socavar, con sus raíces, en mis cimientos, la perniciosa inmortalidad del alma que confisca la genuina materialidad de la vida; donde esta jacaranda tronchada y erguida ante mí me hace recordar, con sus porfiados renuevos, la emergencia imparable de mi vida echada a perder.
No me sorprende advertir que siempre que hablo de José Luis hablo de mí. Ahora su muerte asimila mi vida e imposta mi habla, se arremolina en los preludios de mis decesos civiles, que no acaban de sucederse pero tampoco de postrarme. En esa concurrencia nuestra se exaltan nuestras diferencias; su vida superó toda tentativa, todo obstáculo, incluso toda esperanza; campeó imbatible en toda batalla, igual que un cid. Fue mejor que yo.
No pude estar en su sepelio, escuchar la aldaba de su baúl cerrándose durante el enterramiento. ¿Escucharé al menos los ruidos que sobrevendrán en mi muerte, justo al momento de detenerse la sangre?; si los escuchara, ¿equivaldría eso acaso a haber asistido al entierro de José Luis?
Si moriré en paz en la próxima década, o antes, lo decidiré al brindar por mi amigo, que murió enhiesto en su montura a los 62 años de edad. ¡Cuánta vida! ¡Qué escaso tiempo! No hay descanso ni perdurabilidad para incubar la ilusión de tener esperanzas comunes.
No me sorprende advertir que siempre que hablo de José Luis hablo de mí. Ahora su muerte asimila mi vida e imposta mi habla, se arremolina en los preludios de mis decesos civiles, que no acaban de sucederse pero tampoco de postrarme. En esa concurrencia nuestra se exaltan nuestras diferencias; su vida superó toda tentativa, todo obstáculo, incluso toda esperanza; campeó imbatible en toda batalla, igual que un cid. Fue mejor que yo.
No pude estar en su sepelio, escuchar la aldaba de su baúl cerrándose durante el enterramiento. ¿Escucharé al menos los ruidos que sobrevendrán en mi muerte, justo al momento de detenerse la sangre?; si los escuchara, ¿equivaldría eso acaso a haber asistido al entierro de José Luis?
Si moriré en paz en la próxima década, o antes, lo decidiré al brindar por mi amigo, que murió enhiesto en su montura a los 62 años de edad. ¡Cuánta vida! ¡Qué escaso tiempo! No hay descanso ni perdurabilidad para incubar la ilusión de tener esperanzas comunes.
martes, 27 de julio de 2010
José Luis (Ría)
Durarán varios años sus palabras escritas en los cuadernos de trabajo, después se irán a la basura junto con otras carpetas. Lo mismo ocurrirá con las imágenes que grabó o con las fotografías que hizo. En mis recuerdos inconstantes durarán sus risas hechas con el sonido de un formón desbastando las caras de los muebles que ensambló cuando era joven. Durará en mis afectos su mirada de hermano compasivo que perdona las estupideces del amigo tonto e inexperto. Un muy largo tiempo durará esa mirada, la memoria de su generosidad.
No tomamos en cuenta, ah imprudentes, que el revés de la magnífica buena suerte de habernos conocido nos llevó a cada cual a naufragar en las páginas ya no escritas de nuestras bitácoras.
¿A alguien le es dado dormir bajo un techo rentado o prestado y despertar en la desembocadura de su destino, en el camarote o en la cubierta de una nave que está a punto de zarpar hacia el final de una extraña vida perpleja, y mirar a ésta indivisa? Me parece que algunos podrán, pero no muchos lo harán en los puertos de una amistad sostenida por un irrepetible trasiego fraternal.
Si de desembocaduras se tratara el curso hacia un destino, para confortarme diré que tuve una vez la fortuna de estar con José Luis en río Lagartos, de platicar ahí, con unas cubetas de cervezas, acerca de nuestros hijos, de sus destinos, de nuestros fantasmas que se extasiaban durante unos momentos con las agrupaciones de flamencos, rosados, casi rojizos, como el sol que más tarde se habría de poner, mientras la Tierra daba media vuelta más y cada uno se tuteaba, vitalmente, con los brazos de mar. José Luis murió no tan lejos, como vivo yo aquí, de esa ría evocada. Él me ideó en su amistad. Lo voy a inventar embarcándose en los esteros hasta decirle adiós en las puertas del mar. No lo veré nunca más.
No tomamos en cuenta, ah imprudentes, que el revés de la magnífica buena suerte de habernos conocido nos llevó a cada cual a naufragar en las páginas ya no escritas de nuestras bitácoras.
¿A alguien le es dado dormir bajo un techo rentado o prestado y despertar en la desembocadura de su destino, en el camarote o en la cubierta de una nave que está a punto de zarpar hacia el final de una extraña vida perpleja, y mirar a ésta indivisa? Me parece que algunos podrán, pero no muchos lo harán en los puertos de una amistad sostenida por un irrepetible trasiego fraternal.
Si de desembocaduras se tratara el curso hacia un destino, para confortarme diré que tuve una vez la fortuna de estar con José Luis en río Lagartos, de platicar ahí, con unas cubetas de cervezas, acerca de nuestros hijos, de sus destinos, de nuestros fantasmas que se extasiaban durante unos momentos con las agrupaciones de flamencos, rosados, casi rojizos, como el sol que más tarde se habría de poner, mientras la Tierra daba media vuelta más y cada uno se tuteaba, vitalmente, con los brazos de mar. José Luis murió no tan lejos, como vivo yo aquí, de esa ría evocada. Él me ideó en su amistad. Lo voy a inventar embarcándose en los esteros hasta decirle adiós en las puertas del mar. No lo veré nunca más.
viernes, 23 de julio de 2010
José Luis (Vio)
Durante una semana demasiado atroz por la ingesta inopinada de Caña Viejo, José Luis recapituló su vida; fue un jueves. Él salió muy temprano de la oficina; había ido aunque estaba de vacaciones porque quería terminar un trabajo urgente. En la tarde me llamaron por teléfono para avisarme que mi amigo estaba mal, hablaba con rara ilación junto a la ventana de la casa rentada. Arturo estaba junto a él cuando llegué. José Luis había quedado deslumbrado –él mismo me dijo– con el atisbo repentino de sus más de cincuenta años de vida. Una luz lo cegó entonces. Yo no cumplía aún los cincuenta, no podía entender un extrañamiento así. Salió de la casa. Encandilado, caminó a solas por el estacionamiento del vecindario, me dejó hablándole a la botella de alcohol. Él hablaba a solas, a voz en cuello, por detrás de los autos aparcados. Merodeaba zonas desconocidas, gallardo, bizarro, sumamente seguro de sí. Se fue silenciando con la aparición de la noche. Volvió a la casa. La noche de ese jueves durmió como si fuera a vivir para siempre, satisfecho, exultante, confiado. Lo acomodé en su sofá. Me derrumbé en la esterilla del piso de arriba. La mañana siguiente fuimos a trabajar como si acabáramos de salir ilesos del derrumbe de las minas en que nacimos. Pero en verdad nunca salimos de esas excavaciones, algo de él, algo de mí, quedó atrapado para siempre bajo las lumbreras que derramaban columnas de luz en la oscuridad. Ciegos, vimos lo que se podía inventar. Tengo cincuenta y dos años, y todavía no he visto lo que vio José Luis.
jueves, 15 de julio de 2010
José Luis (Días)
Una vez terminado mi turno, los domingos, como a las nueve de la noche, lo veía en la casa que él rentaba y donde me daba asilo; casi siempre estaba metido en una playera de algodón y pantalones cortos; sudaba, había terminado de barrer y trapear el suelo con afán inusitado; sintonizaba boleros cubanos, cumbias o huarachas en un radiecito y bebía Caña Viejo, un aguardiente tosco para la lengua e intimidante para el cerebro. Después de pláticas banales y exquisitas, tras bebernos un litro y medio de aguardiente, él quedaba tumbado en un sofá maltrecho de la planta baja; yo, en el suelo, sobre una esterilla, en uno de los dos cuartos del primer piso. Antes de subir, catatónico debido a los martillazos del Caña Viejo, me detenía unos segundos para ver a José Luis descogotado, indefenso, roncando con la mandíbula desencajada, abatido por un cansancio que buscaba conseguir a cualquier precio. Necesitaba trabajar y beber frenéticamente, hacer todo con perfección única, con acuciosidad infatigable. También necesitaba no estar solo, no sentir la soledad haciendo mella en su trepidante biografía. Cada cual dormía a la vera de sus historias, tantas veces contadas entre nosotros, en segmentos de días sobrios y ebrios tan cercanos entre sí que desaparecía a simple vista la separación entre las partes. La vida era dichosamente imperfecta y monolítica. En aquella clase de tareas y de entretenimientos iba dejando José Luis sus últimos días saludables. Con esa clase de sueños corría el cerrojo de sus últimas ventanas; yo también cerraba mis postigos. Nos íbamos quedando solos, cada uno en su soledad. Así se nos iba la vida por esos días.
viernes, 9 de julio de 2010
José Luis (Ya)
Los domingos llegaba antes de las ocho de la noche. Se detenía en la banqueta de la portería. Era parco. Usaba frases cortas. Unas veces me regañaba porque le parecía ominoso que yo fuese portero. Me reprendía sin que tuviera oportunidad de rezongar ni de reexponer las causas que me llevaron a tomar ese empleo. Y era claro que él mismo me había ayudado a buscar ocupaciones simples y de pago ínfimo pero inmediato. De hecho, celebramos el día en que me aceptaron como vigilante de la unidad habitacional. José Luis me provocaba como si fuese el hermano mayor que no tengo. Junto a la caseta de vigilancia, me señalaba con el dedo, amenazante, echándome en cara que estuviera en la banqueta todo el fin de semana pudiendo ganarme algunos pesos atareado en otra clase de faenas, aunque en verdad no las conseguía. Me recriminaba por dejar irse la vida a través de mi absoluta incapacidad para ganar dinero y de mi estólida, empecinada, responsabilidad. Pero sobre todo me atosigaba por el hecho de ser portero, de barrer las banquetas y tomar pedidos de gas. —Eres un imbécil, me decía a gritos. Y se iba caminando muy orondo por el estacionamiento. (Sordo a mis excusas, me dejaba indefenso). Era una manera de incluirme en los círculos concéntricos de sus afectos, a los que había entrado desde hacía muchos años. Sin embargo nunca fue tan claro el conocimiento de saberme en esos terrenos como cuando me vituperaba con sus regaños de hermano mayor. Me gritaba, manoteaba en el aire, refunfuñaba, se apartaba de la portería, iba a la casa donde me esperaba para beber, fumar y platicar, para dejar que el tiempo nos consumiera, y ya.
sábado, 3 de julio de 2010
José Luis (Y…)
Inseparable de la oscuridad, mi amigo se deshace entre los forros de su cámara. No requiere luz. Va tornándose cada vez un poco más indistinto de su espacio, aunque en lo que reste de él se conservará durante muchos años la firma biológica de su identidad, en aquello que resulte de irse sustrayendo dentro de su caja: desbaratamiento secular. No irá a ninguna otra parte, porque para los muertos no la hay. Decir que su alma dejó su cuerpo y que sale del humus o se reintegra a la Tierra o que se lanza al cielo o se abalanza al inframundo es una idea. El alma existe en el lenguaje como sugerencia de significación a menudo fortuita, no tiene otro lugar probable que la hospede ni la geste: un cuerpo vivo es sólo eso, un cuerpo muerto también es lo propio. En fin, hablar del alma de los montes o de los animales y del espíritu de los encinos o de las selvas es un tropo demasiado grande, un recurso útil para llegar gradual y no abruptamente al despojamiento de un principio proteico de verdad.
La vida es majestuosa y frágil. La muerte es imperial y fuerte. Lo muerto reclama lo vivo. Los muertos tienen los nombres que los vivos les dan. Los José Luis no son José Luis. Son los. Fue él. Yo en la vida. Él en la muerte. Me pesa extremadamente no verlo más, no encontrarlo a la vuelta de una carta, al otro lado del teléfono, aunque fuere en el cuarto de convalecencia de un hospital, con la tibia esperanza de que será dado de alta otra vez. Me duele no verlo frente a la taza de café en que bebo mezcal. No conseguiré mirarlo por encima de esa ausencia suya que, de tan densa, me impide hablar de los últimos años de una vida extremosa y llorar –simplemente llorar.
La vida es majestuosa y frágil. La muerte es imperial y fuerte. Lo muerto reclama lo vivo. Los muertos tienen los nombres que los vivos les dan. Los José Luis no son José Luis. Son los. Fue él. Yo en la vida. Él en la muerte. Me pesa extremadamente no verlo más, no encontrarlo a la vuelta de una carta, al otro lado del teléfono, aunque fuere en el cuarto de convalecencia de un hospital, con la tibia esperanza de que será dado de alta otra vez. Me duele no verlo frente a la taza de café en que bebo mezcal. No conseguiré mirarlo por encima de esa ausencia suya que, de tan densa, me impide hablar de los últimos años de una vida extremosa y llorar –simplemente llorar.
martes, 22 de junio de 2010
José Luis (No)
No llegará el viento y esparcirá los polvos que con los años será José Luis. No fertilizará la tierra con su descomposición; seguirá en su estuche de luto. Un tiempo criará gusanos y durante otro tiempo más largo dará vida a colonias de bacterias, finitas como él. Porque nada es eterno, aunque en las historias que solemos contar haya ciclos inacabables desarrollados en una complejidad que se alimenta de lo elemental. Son ciclos de carbono, compuestos de oxígeno, aros de hidrógeno, bases de nitrógeno… lazos de fósforo que dan sostén a las escaleras fundamentales y multiplicadoras de la vida que conocemos. Lo más pequeño que eso (las invisibles partículas develadas por un arrojo conjetural) se agita entre un sol que nació en un gigantesco estallido y que se apagará envuelto en las llamas avivadas de su conflagración, un chispazo insignificante observable en otra región estelar millones de años después de haberse extinguido su origen. ¿Algo o alguien enormemente distante podría captar esa agonía, ese resplandor final, esa especie de luz de la muerte? Luego, después de colapsarse el camino lácteo y diluirse en sus vecindades, ¿José Luis y algo de lo que habremos sido todos bullirán como polvo del cosmos? Quiero decir, me parece que no serán nuestros ínfimos componentes disgregados, los de cada quien, nunca más, posiblemente otra vez reunidos, una forma de la conciencia que fuimos. De no ser así, si existiesen nuevas reuniones, ¿se producirían historias tramadas con sensibilidades y lenguajes que forjen, al nombrarla porque se ejerce, algo parecido a la amistad? Me tuteo con el azar, lo arrostro, pero terminan por imponérseme su creatividad y su letalidad abstrusas. Con José Luis encaré varias veces las oleadas adversas del azar. Lo único seguro en esas marejadas fue nuestra amistad, solamente.
Ahora, en torno a mi amigo, ni el hidrógeno ni el fósforo se inflamarán, no habrá linterna o bujía alguna que lo vele. Está solo en un cajón que fue comprado para él, un cajón escogido de entre tantos iguales para contenerlo nada más que a él. Dentro, su masa decrece entre pudriciones, en su gasificación. Está muerto. Muerto es. Esa es la inmaculada verdad. Lo extraño. Esa es otra verdad, que no tiene consuelo ni finalidad, sino sólo, digo yo, una causa contundente de expansión pertinaz. No hay marcha atrás. No.
Ahora, en torno a mi amigo, ni el hidrógeno ni el fósforo se inflamarán, no habrá linterna o bujía alguna que lo vele. Está solo en un cajón que fue comprado para él, un cajón escogido de entre tantos iguales para contenerlo nada más que a él. Dentro, su masa decrece entre pudriciones, en su gasificación. Está muerto. Muerto es. Esa es la inmaculada verdad. Lo extraño. Esa es otra verdad, que no tiene consuelo ni finalidad, sino sólo, digo yo, una causa contundente de expansión pertinaz. No hay marcha atrás. No.
sábado, 5 de junio de 2010
José Luis (Allá)
Una vez me dijo don Rubén que alguien bastante diferente de mi amigo necesitaba silencio para poder vivir, un silencio excepcional, podría decirse que verdadero, diríase que literalmente en todo punto indispensable. Sólo podía valer uno que otro ruido interior. Por ejemplo el corazón encogiéndose y ampliándose: un autómata. Por ejemplo el resuello: otro autómata. Por ejemplo un acomodo visceral: un autómata más. Nada más.
Don Rubén me dijo que ese hombre halló el silencio suficiente dentro de una cueva larga y honda, después de haber agotado todos los recursos que tuvo antes a su alcance: páramos extensos y lejanos, cuartos aislados y cerrados, cuevas menos profundas, incursiones narcóticas en su interioridad. Ese hombre no necesitó morir para producir el silencio imaginado.
José Luis encontró un silencio que no buscaba. Era sin embargo un silencio para el que se había preparado durante cuatro años en los que sabía que se le suspendería más o menos pronto el aliento. Fue afortunado: pudo prepararse durante un año más, no obstante el dolor de dejar a sus hijos, a las mujeres que amó, la obra que construyó y sobre todo la que podría hacer. Él ya no puede estar acá. Está en su nuevo lugar. Me gustaría estar junto a él, en la oscuridad, sin conversar, sin cantar, sabiendo que las uñas y el pelo le crecerán durante varios años: más autómatas. Me gustaría oír el silencio de su derredor, sin pulsos, sin soplos, tal vez alguna crepitación sofocada o el roer de varios insectos, y ya. Allá en su recipiente está él, no más allá. No hay más.
Don Rubén me dijo que ese hombre halló el silencio suficiente dentro de una cueva larga y honda, después de haber agotado todos los recursos que tuvo antes a su alcance: páramos extensos y lejanos, cuartos aislados y cerrados, cuevas menos profundas, incursiones narcóticas en su interioridad. Ese hombre no necesitó morir para producir el silencio imaginado.
José Luis encontró un silencio que no buscaba. Era sin embargo un silencio para el que se había preparado durante cuatro años en los que sabía que se le suspendería más o menos pronto el aliento. Fue afortunado: pudo prepararse durante un año más, no obstante el dolor de dejar a sus hijos, a las mujeres que amó, la obra que construyó y sobre todo la que podría hacer. Él ya no puede estar acá. Está en su nuevo lugar. Me gustaría estar junto a él, en la oscuridad, sin conversar, sin cantar, sabiendo que las uñas y el pelo le crecerán durante varios años: más autómatas. Me gustaría oír el silencio de su derredor, sin pulsos, sin soplos, tal vez alguna crepitación sofocada o el roer de varios insectos, y ya. Allá en su recipiente está él, no más allá. No hay más.
sábado, 22 de mayo de 2010
José Luis (Allí)
Ahí estuvo. Los mercados de la miel parecían un buen camino para las familias, por eso explayó la vida de las abejas europeas y criollas; mostró a campesinos mayas un mundo ordenado con celdas hechas por ellas, de cera, miel y jalea. Un mundo, era, es, de mandatos biológicos hechos celo por sintetizar la floresta en estructuras de incubaciones y alimentos selectos: imperios fabriles de especializaciones químicas y arquitecturas simétricas, universo de fronteras tenues entre la esclavitud y la obediencia, de linderos duros entre las alianzas y las guerras, de tránsitos suaves entre la repetición y la diferencia. Con lo mismo, pero de más complicada manera, debió trabajar para unir a las abejas africanas con las meliponas y las trigonas.
Detalló el paso de la flor al panal, una proeza de las camperas y las operarias u obreras: la emergencia del dulce artificio sostenido primero por las ramas y quizá luego en el suelo (intervenido, construido a mano), más o menos cerca de una Ceiba o de un huerto de naranjos y limoneros. Dicho de otro modo, puso a la vista lo que crece por dentro desde afuera y viene así a la presencia: la colmena.
No he dicho que ha muerto. Desde el 29 de abril está en su célula, en su celda. Reunido él solo con el proceder íntimo de la naturaleza, José Luis se desintegra minuciosamente bajo su propio peso, así, trabajando en eso con todo el tiempo que tiene ahora para no ser. Será recordado en memorias montadas en ámbar o miel, materias que en la imaginación se consolidan eternas, preciadas y bellas.
Algún campesino que siendo niño conoció a mi amigo lo recordará cuando venda miel o cera, o críe reinas, en Calotmul, Tixcancal o Dzonot Carretero. Allí estará. Y en mi terca tristeza.
Detalló el paso de la flor al panal, una proeza de las camperas y las operarias u obreras: la emergencia del dulce artificio sostenido primero por las ramas y quizá luego en el suelo (intervenido, construido a mano), más o menos cerca de una Ceiba o de un huerto de naranjos y limoneros. Dicho de otro modo, puso a la vista lo que crece por dentro desde afuera y viene así a la presencia: la colmena.
No he dicho que ha muerto. Desde el 29 de abril está en su célula, en su celda. Reunido él solo con el proceder íntimo de la naturaleza, José Luis se desintegra minuciosamente bajo su propio peso, así, trabajando en eso con todo el tiempo que tiene ahora para no ser. Será recordado en memorias montadas en ámbar o miel, materias que en la imaginación se consolidan eternas, preciadas y bellas.
Algún campesino que siendo niño conoció a mi amigo lo recordará cuando venda miel o cera, o críe reinas, en Calotmul, Tixcancal o Dzonot Carretero. Allí estará. Y en mi terca tristeza.
sábado, 15 de mayo de 2010
Recuerdos sobre José Luis Meléndez
Este 28 de abril me llega un correo anunciando que un amigo ha tomado mejores rumbos. Tomó una nueva ruta a las tres de la mañana en Yucatán. Tempranero, como era él cuando trabajaba, de seguro no ha parado en su viaje. A él lo conocí allá por 1990 en circunstancias no muy favorables y que no relataré. No es el José Luis con el que me quedo, sino con el cuate trabajador, como he dicho, que nos acompañó en una loca investigación en las cercanías de Tizimín, Yucatán, cuando buscábamos recuerdos campesinos acerca de la comunicación rural. Ese José Luis, el que iba dormido en la parte de atrás de una camioneta pick-up, mientras Toño Requejo y yo íbamos en la cabina, escuchando a Eric Clapton, en los caminos nocturnos hacia Tizimín. Ese José Luis que tocaba la ventanita y nos hacía señas de detenernos para tomarnos un refresco. Ese mismo José Luis que nos trajo de arriba a abajo durante varios días, con el que comíamos muy temprano, antes de iniciar la jornada y con el que cenábamos en un puesto de tacos a punto de cerrar, en el dicho Tizimín. El mismo José Luis que estaba muy interesado en recuperar la memoria de su experiencia como comunicador rural, que siempre iba detrás de empresas casi imposibles, que tomaba las ideas más descabelladas para tratar de hacerlas realidad. El mismo que hace tres años, ya enfermo, pero con todo el ánimo de trabajar de nuevo en campo, nos ayudó al registrar una ceremonia maya del Chaak Chaak. El mismo que vi en un hospital en la ciudad de México, delgado como aguja, pero con unas ganas de platicar que inundaban la fría habitación del hospital. El mismo al que le mandamos algunas entrevistas para que las transcribiera y con el que seguíamos en contacto. Más, mucho más amigo de Don Pablo que mío; pariente cercano de Don Pox; sobreviviente de la vida, del fuego, de las enfermedades, del pulmón perforado, de la diálisis, del catéter mal puesto, del trabajo hasta altas horas de la madrugada...
Ese José Luis que abre la brecha que habremos de seguir algún día. Colega, nos encontraremos en un lugar de esa ruta. Llevaré algunos refrescos, por supuesto, recordando las señas en esas noches tiziminescas; seguro estarás con cámara en mano, elaborando algún documental que después veremos, luego de las largas horas de edición. Y también tendré disponible una botella de tequila, mezcal o, si paso por las tierras de Chiapas antes, de pox. Salud, José Luis Meléndez.
Ese José Luis que abre la brecha que habremos de seguir algún día. Colega, nos encontraremos en un lugar de esa ruta. Llevaré algunos refrescos, por supuesto, recordando las señas en esas noches tiziminescas; seguro estarás con cámara en mano, elaborando algún documental que después veremos, luego de las largas horas de edición. Y también tendré disponible una botella de tequila, mezcal o, si paso por las tierras de Chiapas antes, de pox. Salud, José Luis Meléndez.
domingo, 2 de mayo de 2010
Mensajes otoñales
Veo por la ventana de mi oficina cómo revolotean mariposas blancas al filo del otoño. Demarcan su territorio con su ráfaga albicante llena de misterio. ¿De dónde vienen estas páginas blancas que vuelan y qué buscan? Un destinatario perdido, porque son cartas al viento que han sido marcadas por un mensaje comprensible sólo a una persona en particular. Me pregunto si encontrarán algún día su destino. O tal vez caigan en manos de quien no es el destinatario elegido, provocando una confusión de sentimientos al recibir una misiva con mensajes crípticos. Mientras, las mariposas siguen revoloteando, en esta frontera que desemboca en un otoño más lleno de mensajes con alas, que veo por la ventana de esta, mi oficina.
jueves, 22 de abril de 2010
El río encarcelado
Ay de este pobre río que vive tan intensamente: demuestra no dejarse llevar por la estupidez humana que trata de controlarlo y en su nombre se gastan y se guardan en bolsillos de funcionarios corruptos millones de pesos que se tiran a la basura en obras inútiles, mal planeadas y mal construidas. Este pobre río que ha sido maldecido, simplemente por crecer tanto como su naturaleza lo precisa. Este río que se carcajea y tiemblan los hombres. Este pobre río que ha sido marcado e insultado. Tal vez por ello debe encarcelarse. Tal vez por ello se construyeron esas bardas terribles en sus márgenes. Hoy día es el único caso de río preso que conozco. El pobre Grijalva, tan encerrado entre sus paredes de cemento mal construido. Y que en su próxima crecida, reinvindicará su nombre y su libertad, demostrando que ni los más astutos y corruptos personajes o instituciones podrán con la poderosa fuerza de la naturaleza violentada.
domingo, 11 de abril de 2010
Escocia en México
Fue esa tarde la primera que vi a Andrés preparar café. Tomó la cafetera de émbolo y, explicando el funcionamiento, puso a hervir agua, sirvió el café molido —dos cucharadas y dos pilones— y esperó. Luego virtió el agua en la cafetera y presionó el émbolo a la mitad. Enseguida la cocina se llenó de un aroma a café que me recordó la misma cafetera, la misma preparación y el mismo olor, pero de una casa de huéspedes —bed and breakfast— en Edimburgo, Escocia. Allá, la plática del casero, pausada, para que no perdiéramos detalle y pudiéramos comprenderlo mejor. Acá, haciendo una pausa después de hablar de dos libros en los que trabaja Andrés. La coincidencia es inevitable: el café y lo pausado de la charla. El café, como el tabaco, insisto, ayuda a escuchar, a hablar, a conversar. Ninguno de los dos es dañino, sino al contrario. Sentarse a fumar o a tomar un café con alguien prepara la escucha atenta, incita la conversación. Andrés y yo seguimos hablando en la tarde que comenzaba a caer o, precisamente como decía Pellicer, en la noche que empezaba a subir.
sábado, 3 de abril de 2010
Destello pasado
Fue justo a la mitad del cigarro que su vista pareció encontrarse anclada en un viejo recuerdo. Hablábamos un poco de un congreso que acabamos de organizar, un poco de algunas publicaciones sobre la historia del agua. Y fue cuando la ceniza hubo de esperar, suspendida en la punta del cigarrillo, a que el recuerdo llegara con la claridad necesaria. Las mujeres, con una pose perfecta, erguida, gesticulando y platicando; en la cabeza los jarros y los recipientes vacíos que después serían llenados con agua. La perfecta verticalidad en el cuello de esas mujeres que, sin usar las manos, en minutos tendrían sobre sus fuertes cabezas y músculos del cuello el recipiente lleno de agua, para transportarlo a sus casas. Había sucedido en una región de España, creo que en Extremadura, en un recuerdo de infancia que se le sale a Jacinta Palerm tan de pronto que nos sorprende y que me hace ver a esas mujeres descritas, como si estuvieran ahí, en la sala. Luego, cuando la ceniza no puede detenerse más y se esparce por el aire antes de llegar al suelo, desperdigándose, así la imagen de esas mujeres se esfuma. Imágenes instantáneas de recuerdos que aparecen, así, de pronto, sin que uno sepa bien cómo…
martes, 30 de marzo de 2010
Un sentimiento desconocido
El sillón espera a que alguien lo escoja, hoy. Ha esperado una noche completa, o descansado, porque no nos lo comunica. Ayer recibió varias visitas, desde el tipo trajeado de culo apestoso que no paraba de hablar por su celular sobre asuntos de negocios. De esos tipos que tristemente creen que todo se arregla mediante llamadas telefónicas. Desde las amigas adolescentes que hablaban a turnos sobre películas, la universidad, los problemas con sus respectivas madres, muy pocos minutos acerca de sus novios o pretendientes. Desde el policía de la puerta que, aprovechando una casi ausencia de clientes, se sentó en él por unos minutos, a descansar el día eterno que dura su turno, de pie, siempre de pie.
El más curioso visitante fue ese hombre cincuentón que tomaba a sorbos su café, que no pronunció palabra. Que no usó su celular. Que no jugueteaba con las piernas. Y que clavó su mirada en la ventana frente a él, donde se estrellaban las incesantes gotas de lluvia. En la soledad de ese hombre inmóvil, el sillón por fin se sintió identificado. Por eso hoy espera a que alguien lo escoja, pero esta vez su espera es gris y azul; su espera denota, por primera vez, un sentimiento desconocido. Nosotros podríamos llamarlo melancolía.
El más curioso visitante fue ese hombre cincuentón que tomaba a sorbos su café, que no pronunció palabra. Que no usó su celular. Que no jugueteaba con las piernas. Y que clavó su mirada en la ventana frente a él, donde se estrellaban las incesantes gotas de lluvia. En la soledad de ese hombre inmóvil, el sillón por fin se sintió identificado. Por eso hoy espera a que alguien lo escoja, pero esta vez su espera es gris y azul; su espera denota, por primera vez, un sentimiento desconocido. Nosotros podríamos llamarlo melancolía.
miércoles, 24 de marzo de 2010
Caminata sobre Juárez
Después de tantos años redescubro el placer de caminar por el centro de la ciudad de México, saboreando la lluvia necia de mediodía en este febrero loco. Es la misma sensación de recorrer Avenida Juárez de ida y vuelta, como hace veinte años no hacía, desde Reforma hasta el Zócalo (cuando Juárez se transforma en Madero). Caminata acostumbrada por las tardes, para llenarme los ojos con imágenes que se convertían en magros apuntes para desarrollar crónicas y cuentos, tiempo después. Exacto como ahora. Pero antes la caminata por Juárez olía aún a terremoto y los edificios a medio caer o derruir tenían una presencia fantasmal que le daba a la Alameda la visión complementaria de Tánatos y de Eros, con una profusión de verde y de muchachas desnudas de piel de bronce. Hoy grandes edificios reconstruidos tapan la memoria del sismo y se yerguen sobre una Avenida Juárez remozada. Ahí camino, despacio, disfrutando la lluvia, junto a un colega mayor que yo y que el destino nos ha hecho coincidir de nuevo. Con su barba y cabello completamente blancos, Álvaro Urreta y yo hablamos de Mesoamérica, del agua, de los campesinos, mientras Tlaloc festeja ese mediodía acuoso de este febrero loco, como he dicho.
viernes, 19 de marzo de 2010
Actriz (7)
Ha de irse al camerino. Ha de acabarse al fin toda escena.
Se ve orillada a cruzar desnuda el cuarto con los zapatos de tacones espigados puestos, a reclinarse por última vez con un brazo extendido en la pared y hacia el techo pretendiendo escapar de un halo que la impregna, con el otro brazo flexionado y enguantada su mano con el pelo mientras envuelve la nuca con semejante enredadera, con la cara oculta y la espalda estirada que acentúa el nacimiento de la cadera en la cintura. La sombra que se queda en el muro muestra que ha sido ella.
Ha actuado conforme a las palabras y éstas han cobrado forma en atención a ella. Es su oficio torneado por el mío y el mío labrado con el de ella. Es imagen. Es volumen. Es materia. Ha sido. Ha de ser ella.
Se ve orillada a cruzar desnuda el cuarto con los zapatos de tacones espigados puestos, a reclinarse por última vez con un brazo extendido en la pared y hacia el techo pretendiendo escapar de un halo que la impregna, con el otro brazo flexionado y enguantada su mano con el pelo mientras envuelve la nuca con semejante enredadera, con la cara oculta y la espalda estirada que acentúa el nacimiento de la cadera en la cintura. La sombra que se queda en el muro muestra que ha sido ella.
Ha actuado conforme a las palabras y éstas han cobrado forma en atención a ella. Es su oficio torneado por el mío y el mío labrado con el de ella. Es imagen. Es volumen. Es materia. Ha sido. Ha de ser ella.
martes, 16 de marzo de 2010
Actriz (6)
Un poco de gala lleva su nariz espléndida al levantarse recta sobre un labio alto que besará al labio que todavía no llega, el otro suyo, su otro labio. Así será porque aunque mantenerse medio abierta esa boca es signo fasto de que fue hecha para probar del día la humedad aérea, pronunciar de la noche la tibieza o percibir los besos vagos que por ejemplo mi boca dice y mis dedos escriben con las yemas, está clausurada la caricia de su boca con otra boca que la espera. Mas sospecha que en el espacio corto de esa espera algún alfabeto ha rozado ya su garbo, y que en virtud de ello la abertura de su boca es letra que al cerrarse besa.
sábado, 13 de marzo de 2010
Actriz (5)
Parte como mira por la ventana desde donde se dirigen las guerras con languidez y constancia, marcha suave dentro de sí del modo que indican sus ojos de sima sin retorno y ceremonias de agua. Como ve y como viaja dentro de ella es como recorre los pisos de la casa cubiertos de papel opalino en que se escriben los nombres de las artes amatorias y de las honorables armas blancas. Ahí, dentro de sí, lámparas de aceite chorrean su piel y la aclaran, y están incólumes su actitud y su cuerpo. Una forma de conciencia aletea y se ensancha. Así, pájaro que es de alimentaciones intermitentes, colibrí de sus tentaciones impúdicas, en su desnudez se abalanza y se fija en los marcos de las puertas y otra vez en el de la ventana. Su brava disposición es de calma. Yace más acá sentada en el suelo con estampa de leona o saeta estilizada encima del edredón que sorbe los escurrimientos del techo y la transpiración de su cuerpo. Ha abierto la semilla y dentro no hay nada, excepto ella. Salvo ella, nada mora en el corazón expuesto de quien la ha tocado en sus identidades pasadas. Exige así con el rostro largamente perfecto. Con la mirada extasiada suplica comparecer ante los dibujantes, los escultores, los retratistas del sexo y los seduce y se aleja y vuela y gime y araña y danza y anda con las fieras afiebradas de la excitación que arroja contra estas palabras que no piden piedad al escribirse incendiadas con el tocamiento de sus pezones, de sus nalgas, de sus hendiduras ocultas en la vastedad y en las esquinas de la habitación donde ella miró cómo partía, cómo se marchaba a través de esa luz rectangular que es una vez más la ventana.
La guerra dentro de ella la devuelve a la casa. Y se atavía de sí. Es natural en ella actuar con la boca húmeda y entreabierta, boca que pide ser besada, que mitiga la sangre e inflige ansia.
La guerra dentro de ella la devuelve a la casa. Y se atavía de sí. Es natural en ella actuar con la boca húmeda y entreabierta, boca que pide ser besada, que mitiga la sangre e inflige ansia.
sábado, 6 de marzo de 2010
Actriz (4)
Colgada de nada está en puntas sobre las cajas que se mantienen cerradas y las manos juntas en alto rezan y piden o exigen y golpean clavadas en las muñecas o atadas al yeso del muro con una cinta larga de seda invisible, o esperan sus nalgas la formación de los cotiledones que abrirán paso a las siluetas de almendras, acróbatas, mangos, figuras gemelas, unas copas de tulipán cargadas de néctares densos. Pregunta con voz inaudible por la constitución de su espalda, la maduración de sus senos, interroga a la historia secreta de las pieles de cera hirviente y dice con su pose que seguirá en ese sitio, casi callada, en espera, sin saber quién es mientras no llegue la mirada que le dé el nombre que más le convenga, en espera de un placer que no conoce y que necesita experimentar para llamarse, y que anuncia como sospecha de un deseo agudo e insano a quien la mire, deteniendo el edredón donde no sabe si enjuga lágrimas, acalla risas con pena o con disfrute, o todo, o nada. O donde fulmina con su cabellera desordenada el último indicio de su identidad revelada y vuelta hacia las sombras albas en las que estalla para desdoblarse nuevamente. Se escucha al recogerse mientras da la espalda.
sábado, 27 de febrero de 2010
Actriz (3)
De su contraria nace, se concibe en la sombra, en la penumbra se gesta y decide ser luminosa con quien tenga cerca o con quien a lo lejos la vea a través de la ventana en su habitación sin más orden desconocido que el de su cuerpo porque de las cajas cerradas no saldrá otra cosa en secuencia que tersos pelajes, coloridas plumas, iridiscentes cutis, en fin tantas materias retenidas por la memoria del tacto y el avance de los inmortales deseos mientras que sus muslos, sus hombros, su ombligo corresponden al reino de lo que no se conoce con la vista y sin embargo lleva consigo el germen de una probable belleza, una partícula infinitamente pequeña o un nudo cuántico que se amarra como si fuera un enlace de las horas con los metros y que produce en su enroscamiento nebulosas polícromas, piedras tersas, olorosas yerbas; o mejor aún la lumbre negra que sólo calienta y no aluza y que baila y vive arraigada en su pubis. En torno a él todo revuela y la luz se curva ante su presencia y da forma y da fuerza a esa mujer que comienza su danza cuando se hace silencio. Todo es nuevo en ella cada vez que da vuelta. Se le ve siempre por vez primera.
viernes, 19 de febrero de 2010
Actriz (2)
Afinca los pies en el centro del inmenso florero transparente y alza los brazos y se abre a lo largo junto a la ventana cerrada al monzón y abierta del firmamento, bajan por los pechos hasta el suelo las leyes de sus formas y movimientos, los preceptos de las posibilidades del cuerpo, semillas de su aspecto, granos de su desenvolvimiento. Toma del trapecio el arco y las flechas deseosas de sangres y vuelos, las deja despeñarse por detrás del cuello y aviva con los brazos en alto unos cuantos hachones humeantes de su pelo, afila las armas suyas hechas con esos sus fuegos, mira absorta, arrobada queda, muda su imagen fortificada o ahíta a la plancha muy alta del techo. Para que al acostarse se vea entrando y saliendo de la realidad de los sueños.
sábado, 13 de febrero de 2010
Actriz (1)
Llega entera y en partes se queda entre el edredón que la envuelve y la ventana larga que la devela, y funda una forma semidesnuda del arrebato que se dice mujer en espera de algo que la extienda más allá de la observación, lo que será, la que es ya mientras ocurren estas letras, columna de leche escurriendo con piernas serenas, parafina extraída de un molde de velas.
Toda está ahí, sin arder, sin manar, sin beber, sin irradiar aún en pleno su luz de Bengala que desde la primera chispa remeda al sol que no cesa y llama a la vista que no mengua.
Toda está ahí, sin arder, sin manar, sin beber, sin irradiar aún en pleno su luz de Bengala que desde la primera chispa remeda al sol que no cesa y llama a la vista que no mengua.
miércoles, 10 de febrero de 2010
Destinatario para una carta
Hace su recorrido tres veces a la semana. Hoy, sábado, le toca volver a realizarlo, desfilando entre las calles de generales; colonia Observatorio. Lleva su maleta de cuero, ésa que hace ya años les dieron, con su uniforme prácticamente nuevo, que estrena los colores de la nueva imagen de correos mexicanos.
Desde donde estoy puedo observar cómo va, se inclina para dejar una carta, camina, busca el buzón, la hendidura en la puerta por donde dejar la correspondencia o, ya en el peor de los casos, el mejor espacio para aventarla por debajo de la puerta. A contraesquina veo a un teporocho que, también, va y viene. Se detiene de pronto a ver a la muchacha con un chalina azul rey en la cabeza y sigue, como el cartero, desfilando en estas calles de generales. En un movimiento igual a los demás, el cartero se inclina para lanzar la carta por debajo de un portón color indeterminado: medio café, medio lila. Ahí, un sobre se desliza hacia la banqueta, pasando desapercibido por el cartero que se yergue y sigue con su camino. Alcanzo a ver el sobre y me parece que no se trata de ningún estado de cuenta o de un sobre que contenga propaganda o publicidad. Me da la impresión de que en el sobre aparece letra manuscrita. Ahí queda la carta.
El teporocho se acerca, la observa. La rodea con movimientos lentos y erráticos. La mira con cuidado, casi podría decir que con respeto. Y al fin, se agacha y la toma. Le da vuelta en sus manos: el teporocho sabe leer. Permanece así unos segundos. Luego, sin quitarle la vista de encima, él camina erráticamente por la calle. Se pierde tras unos autos; ya no puedo verlo.
Casi media hora después vuelve a aparecer, con unas hojas llenas de dobleces entre las manos. Camina y lee. Su caminar ya no es errático. Parece sonreír. Tal vez al fin llegó la carta que esperaba hace tantos alcohólicos años.
Casi media hora después vuelve a aparecer, con unas hojas llenas de dobleces entre las manos. Camina y lee. Su caminar ya no es errático. Parece sonreír. Tal vez al fin llegó la carta que esperaba hace tantos alcohólicos años.
domingo, 24 de enero de 2010
Sueño alejandrino
Caminaba detrás de Alejandro Aura y de Milagros, quienes iban tomados de la mano. Nos dirigíamos hacia una extraña pared de agua que se levantaba, con toda su presencia azul, frente a nosotros, sin nada que la contuviera, mágicamente suspendida en el espacio. Podría alargar mi mano y tocar esa masa de agua. Detrás veíamos a personas que se movían lentamente, braceando, algunas sin despegarse del piso, como si caminaran. Largo rato nos quedamos observando ese fenómeno, hasta que Alejandro nos indicó que era hora de continuar, así que avanzamos un poco y rodeamos esa masa de agua, para descubrir que no era tal, sino una cortina translúcida de color azul que semejaba agua. Las personas que antes observamos como si nadaran, seguían en sus movimientos, completamente secas y braceando al aire. Y ya Alejandro nos llevaba detrás de la cortina, hacia un pequeño jardín con escalones de piedra, restos de una antigua construcción, tal vez medieval. Allí llegamos a descubrir varias mesas en las que se serviría, según, Alejandro, la comida. Había mucha gente que se acercaba a él y yo no conocía. Por fin todo mundo se sentó en diversas mesas. El lugar se había convertido en uno que tenía varios desniveles, terrazas donde la gente esperaba a ser servida. Así, yo estaba en una mesa en una terraza un poco más abajo de la que ocupaban Alejandro y Milagros. De pronto, yo me levantaba y un niño me guiaba hacia una especie de establo de madera, con puertas gigantescas. Dentro veía tendida, sobre la paja, recargando la cabeza en un brazo, a una mujer desnuda, hermosa. Eso fue todo. Abrí los ojos para recibir otro día…
sábado, 16 de enero de 2010
¿Qué dice que dijo?
Parlachín conductor del taxi que todo el trayecto me vino hablando y hablando de mil cosas que nunca acabé de entender porque más bien se dedicaba a decir y no a oír aunque los claxonazos se hicieran presentes y fueran constantes y ni por eso la plática se veía afectada porque ocurría en una dimensión diferente mientras yo iba en el asiento de atrás y tratando de saber de qué diablos me hablaba el taxista que se afanaba sobre las palabras como amasándolas y sin lograr una comunicación efectiva porque era sólo un sentido no señor ahora es de dos sentidos me refiero a la plática del taxista no a las calles que cambian de un día para otro como si el rumbo se fuera a cambiar así de fácil ojalá así fuera porque serviría al pobre país en el que vivimos para tomar otro camino pero el taxista me sigue envolviendo aunque trato de zafarme pensando en otras cosas como la del sentido pero no lo logro porque me atosiga y me agarra de nuevo y ahí voy ora vez en el tobogán de su discurso hasta que ya no puedo más cuando él se detiene me dice son treinta y cinco pesos le doy cuarenta y me bajo mareado en quién sabe qué lugar…
miércoles, 13 de enero de 2010
Trátese a tiempo
Que por no hacer caso a los ruidos que sacaba desde su panza, ruidos que fueron intensificándose al pasar de las semanas… al fin no pudo dar un paso más y quedó tirado en una calle de la ciudad de México.
El especialista había dicho que era urgente un tratamiento, que no era asunto menor el que le provocaba esas agruras y esos ruidos extraños. Además se notaba su andar cansado, y su continuo detenerse a plena calle. Sobre todo ocurría cuando la calle estaba llena, cuando paso a pasito había que seguir el continuo pero desesperante andar de una fila. Se notaba más, por cierto, en las mañanas, pero lo adjudicábamos al frío matinal. Es que ha ha hecho tanto frío en las últimas semanas… Hoy por la mañana fuimos a la ciudad, y aunque su panza seguía emitiendo ruidos extraños, ahora más ruidosos y notorios, pensamos que era por el cambio de altura y ninguno quiso darle importancia. Fue Ori, de pronto, que intuyó que algo podría pasar este día y ocurrió así. En plena colonia Condesa, cuando nos dirigíamos a la librería El Péndulo, iba caminando como si nada cuando, de pronto, se detuvo. Avanzó unos metros más, alcanzando la banqueta y no pudo más. Ahí mismo se quedó tirado, mientras yo usaba el celular para llamar con urgencia y pedir ayuda. Mientras Ori me dictaba el teléfono del especialista que siempre lo ha atendido. Yo que tanto despotriqué en contra de los teléfonos celulares y ya me han sacado de varios apuros.
Llegó la ayuda y pedí que nos trasladaran a Cuernavaca, pese a que me ofrecieron un lugar en la propia ciudad. Preferí ir con el especialista que, desde hace años, lo ha visto y conoce sus entrañas y sus males.
Así, lo dejamos en buenas manos. Y prometieron darlo de alta en tres días. Iré entonces por él, con la firme convicción de que cualquier acontecimiento anómalo lo trataré de inmediato. En cuanto salga, como regalo, también iré a comprarle unas llantas nuevas al pobre de mi carrito.
El especialista había dicho que era urgente un tratamiento, que no era asunto menor el que le provocaba esas agruras y esos ruidos extraños. Además se notaba su andar cansado, y su continuo detenerse a plena calle. Sobre todo ocurría cuando la calle estaba llena, cuando paso a pasito había que seguir el continuo pero desesperante andar de una fila. Se notaba más, por cierto, en las mañanas, pero lo adjudicábamos al frío matinal. Es que ha ha hecho tanto frío en las últimas semanas… Hoy por la mañana fuimos a la ciudad, y aunque su panza seguía emitiendo ruidos extraños, ahora más ruidosos y notorios, pensamos que era por el cambio de altura y ninguno quiso darle importancia. Fue Ori, de pronto, que intuyó que algo podría pasar este día y ocurrió así. En plena colonia Condesa, cuando nos dirigíamos a la librería El Péndulo, iba caminando como si nada cuando, de pronto, se detuvo. Avanzó unos metros más, alcanzando la banqueta y no pudo más. Ahí mismo se quedó tirado, mientras yo usaba el celular para llamar con urgencia y pedir ayuda. Mientras Ori me dictaba el teléfono del especialista que siempre lo ha atendido. Yo que tanto despotriqué en contra de los teléfonos celulares y ya me han sacado de varios apuros.
Llegó la ayuda y pedí que nos trasladaran a Cuernavaca, pese a que me ofrecieron un lugar en la propia ciudad. Preferí ir con el especialista que, desde hace años, lo ha visto y conoce sus entrañas y sus males.
Así, lo dejamos en buenas manos. Y prometieron darlo de alta en tres días. Iré entonces por él, con la firme convicción de que cualquier acontecimiento anómalo lo trataré de inmediato. En cuanto salga, como regalo, también iré a comprarle unas llantas nuevas al pobre de mi carrito.
sábado, 9 de enero de 2010
¿De dónde viene?
Y decía que el viento no venía del norte, porque el sur era todavía más frío. Mientras tanto, agitaba la cabeza como si tratara de afirmar doblemente lo que decía, a la par que comía algunas palomitas de maíz que llevaba en una misteriosa bolsa de papel de la que, momentos antes, había sacado un pan a medio morder. Y de pronto echó a andar por la calle, así como me había encontrado. De pronto recordé el episodio, tal vez debido a que últimamente he pasado por las calles del centro de Cuernavaca y me he encontrado al anciano que vende cacahuates (antes vendía guayabas) y que afirma que él no sube su mercancía, que la bolsa es a diez y que recuerde que siempre será a diez. Ojalá esa filosofía la hubiera tenido el imbécil de Carstens o el retrasado de Calderón. Recuerdo que a partir de enero mi sueldo bajará y los impuestos subirán. Así las cosas. Y el pordiosero del que hablaba al principio decía que el viento no venía del norte…
martes, 5 de enero de 2010
Credencial
En tres meses más habrán pasado treinta años de conocer a José Luis. Llegaron consecutivamente su fama, una muestra de su obra y su voz a través de un auricular. Por fin conocí su rostro tras editar tres cortometrajes suyos en cerca de un año, luego de haber intercambiado precisiones y alternativas de expresión con imágenes mediante llamadas telefónicas de larga distancia. Vivió varios años en el oriente de Yucatán, en Tizimín. Dormía en hamaca y él solo producía un video por mes, lo que era y sigue siendo una hazaña. Sus cortometrajes mostraban maneras sencillas y correctas de hacer huertos de traspatio, cultivar y cocinar con chipilín y chaya; también enseñaban maneras de trabajar con colmenas, criar cerdos y gallinas, y difundían experiencias de comercialización de miel. Visitaba comunidades mayas y recorría caminos solitarios durante muchas horas. Nada lo frenaba. Escribí con él un par de guiones para video sobre intentos campesinos por gestionar sus recursos con autonomía. Nos llevó cuatro semanas editar un par de videos que relatan la experiencia de mujeres y hombres ahora mitológicos de Kuxeb. José Luis regresó a la capital del país, pero estaba enamorado de Yucatán y volvió allá para casarse y vivir.
Cuando lo conocí, José Luis ya era sobreviviente de un incendio que le había quemado una cuarta parte del cuerpo, y de un accidente con una sierra de ebanistería. Años después de eso sobrevivió a las muy duras jornadas con que hicimos del trabajo una ruda forma de vida y una realización de ideas dignas de recordar y revivir. Sobrevivió a sus enamoramientos afiebrados, a mis monsergas de compañero de trabajo y a la lectura de mis pésimos poemas que por fortuna no tuvieron difusión y hoy están perdidos. Sobrevivió al alcohol que bebimos durante años en casas prestadas, rentadas y en cantinas de arrabal. Ayer desayuné con José Luis. Tiene sesenta y dos años, los riñones estropeados y un catéter mal puesto que le une una oreja con el corazón. Hoy iría a un hospital de la medicina pública. Viajó de Tizimín al D. F. para que le repusieran un catéter dañado. Necesitándolas, lleva trece días en espera de hemodiálisis que deben desintoxicarle la sangre una vez por semana. Tiene el rostro hinchado, camina lento. Cuando me despedí de él me preguntó si ya tenía credencial del INAPAM; le dije que en ocho años la podría tramitar y, como él, viajar sin pago o cobro en el transporte público. Le dije adiós con la mano cuando subió al trolebús, pero no pudo verme: el transporte se alejó mientras mi amigo caminaba con paso honroso hacia su ignorado destino colosal. Nada lo frena. Es seguro que halló un asiento reservado para él. Además de que había poco pasaje en el trolebús, llevaba su credencial en la mano.
Cuando lo conocí, José Luis ya era sobreviviente de un incendio que le había quemado una cuarta parte del cuerpo, y de un accidente con una sierra de ebanistería. Años después de eso sobrevivió a las muy duras jornadas con que hicimos del trabajo una ruda forma de vida y una realización de ideas dignas de recordar y revivir. Sobrevivió a sus enamoramientos afiebrados, a mis monsergas de compañero de trabajo y a la lectura de mis pésimos poemas que por fortuna no tuvieron difusión y hoy están perdidos. Sobrevivió al alcohol que bebimos durante años en casas prestadas, rentadas y en cantinas de arrabal. Ayer desayuné con José Luis. Tiene sesenta y dos años, los riñones estropeados y un catéter mal puesto que le une una oreja con el corazón. Hoy iría a un hospital de la medicina pública. Viajó de Tizimín al D. F. para que le repusieran un catéter dañado. Necesitándolas, lleva trece días en espera de hemodiálisis que deben desintoxicarle la sangre una vez por semana. Tiene el rostro hinchado, camina lento. Cuando me despedí de él me preguntó si ya tenía credencial del INAPAM; le dije que en ocho años la podría tramitar y, como él, viajar sin pago o cobro en el transporte público. Le dije adiós con la mano cuando subió al trolebús, pero no pudo verme: el transporte se alejó mientras mi amigo caminaba con paso honroso hacia su ignorado destino colosal. Nada lo frena. Es seguro que halló un asiento reservado para él. Además de que había poco pasaje en el trolebús, llevaba su credencial en la mano.
domingo, 3 de enero de 2010
Fin
La taza está vacía, la hoja casi en blanco. La última carta de Santiago sigue sin respuesta mía. Sus cartas son muy extensas, sobrias, elegantes, memorables, instructivas. Leerlas y corresponderlas es una rueda de la fortuna en la feria de las palabras. La taza perdura en su cavidad ancha y redonda: un tiro de mina por el que descendí a la riqueza del café hace un par de horas. La hoja lleva cuatro líneas y media.
Ayer conversé a través del chat con Carlos y Yamileth mientras contestaba la penúltima misiva de Santiago. Ella deshojaba la dulzura y Carlos la envolvía con cariño, hasta que cerca de la medianoche dejó de ser incierto el fruto de ese día, cosechado por mis ojos y mi memoria. Entretanto, aumentaba o se preparaba el aumento de muertes por ráfagas de balas en Chihuahua y el noroeste. Entre ayer y hoy mataron a una niña de seis años y a sus padres mientras viajaban en un auto, en Ciudad Juárez. Hallaron dos cuerpos decapitados en Tijuana. En Sinaloa amanecieron dos cadáveres colgados en un puente. Una parte de los más de los 202 mil soldados del ejército se preparan para afrontar posibles golpes de narcotraficantes contra civiles; quizá ocurran en Michoacán, en Guerrero... La sangre del Jefe de jefes escurre en un tobogán que progresa por espiras.
A partir de mañana aumentará más el precio de los combustibles y de la energía eléctrica; las dos primeras piezas del dominó derrumban otra colección de fichas que en conjunto muestra el contorno de una república sumamente desigual, arrodillada.
La taza seguirá vacía. En los próximos días terminaré la carta que debo a Santiago. A Carlos lo hallaré siempre, en alguna plaza o en algún resquicio de la ciudad que hicimos. La hoja tiene ya una cortina de párrafos cerrada o abierta hasta la mitad, la parte baja permanecerá en blanco. Por ahí se irá hoy este año y mañana llegará algo que no conozco. Tras la cortina hay un rellano y sobre su superficie un libro en blanco. Me dispongo a leerlo comenzando por el fin, donde se hace visible poco a poco una palabra corta, dura, lenta, roja.
Ayer conversé a través del chat con Carlos y Yamileth mientras contestaba la penúltima misiva de Santiago. Ella deshojaba la dulzura y Carlos la envolvía con cariño, hasta que cerca de la medianoche dejó de ser incierto el fruto de ese día, cosechado por mis ojos y mi memoria. Entretanto, aumentaba o se preparaba el aumento de muertes por ráfagas de balas en Chihuahua y el noroeste. Entre ayer y hoy mataron a una niña de seis años y a sus padres mientras viajaban en un auto, en Ciudad Juárez. Hallaron dos cuerpos decapitados en Tijuana. En Sinaloa amanecieron dos cadáveres colgados en un puente. Una parte de los más de los 202 mil soldados del ejército se preparan para afrontar posibles golpes de narcotraficantes contra civiles; quizá ocurran en Michoacán, en Guerrero... La sangre del Jefe de jefes escurre en un tobogán que progresa por espiras.
A partir de mañana aumentará más el precio de los combustibles y de la energía eléctrica; las dos primeras piezas del dominó derrumban otra colección de fichas que en conjunto muestra el contorno de una república sumamente desigual, arrodillada.
La taza seguirá vacía. En los próximos días terminaré la carta que debo a Santiago. A Carlos lo hallaré siempre, en alguna plaza o en algún resquicio de la ciudad que hicimos. La hoja tiene ya una cortina de párrafos cerrada o abierta hasta la mitad, la parte baja permanecerá en blanco. Por ahí se irá hoy este año y mañana llegará algo que no conozco. Tras la cortina hay un rellano y sobre su superficie un libro en blanco. Me dispongo a leerlo comenzando por el fin, donde se hace visible poco a poco una palabra corta, dura, lenta, roja.
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