martes, 28 de abril de 2009

Viajes

Magnetismo lleva Carlos en su estampa, porque desde que lo conozco me ha inducido a estrellarme con el hierro de la sangre y el acero del alma, y a ensayar literatura con sus ademanes, con sus palabras. Será el fervor con que narra sus variadas vidas, sus historias; bien vistas pueden ser como las de todos, pero infunde en el arte de contarlas el significado máximo de una vida que se agiganta y estalla desde el trueno de una chispa espontánea, la de la palabra que muta sus referentes. Siempre que veo a Carlos me conmuevo, río, la vida se extiende.

Así vino una tarde por mí y nos fuimos en su auto a Cuautla, tomando antes de llegar allá un desvío que nos hacía volver hacia el mismo punto donde nos encontramos; había balnearios, un puente viejo, policías o soldados, un sol postrero y sembradíos de caña.
Sin parar el coche bebimos vino barato y un mezcal que nos donó otro Carlos, conocido de mi amigo y emparentado conmigo por una heráldica desconocida. La mezcla de una y otra bebida resultó en una poderosa infusión de bugambilia con sabor a roble.

En recorridos como ése, por los mismos rumbos, meses atrás, antes de que Mamanecha se enfrascara con la noche, escuchamos un par de veces a Rafael Alberti y a Paco Ibáñez cantándose ellos mismos y a León Felipe, a García Lorca. También bebimos sin frenar el coche y nos detuvimos en una gasolinera para mear a la manera de los perros bien educados y perdidos. ¡Cuántos guijarros salieron disparados de nuestras hondas y formaron conglomerados que compusieron playas en instantes, estatuas de Rodin, torres de Babel, contrafuertes de Gaudí, polvos estelares! ¡Cuántos caballos cuatralbos galoparon hasta los mares! Las instituciones del país seguían desmoronándose. Resistimos.

De la última vez que Carlos y yo nos vimos conservo un puñado de palabras que nos hizo más humanos, más animales, más amables, más cercanos a Mamanecha cobijada con el manto de la muerte. De éste nos acercó y también nos apartó Carlos al cruzar a cerca de 100 kilómetros por hora las curvas cerradas del Cañón de Lobos. Pudimos haber muerto en una onda intestina del Cañón, es cierto. Pudimos haber vivido para siempre en una barranca tenue, también es cierto. Sólo una vez chirriaron las llantas. Los ojos de Carlos brillaban. Nuestros cantos guturales se partían en gajos. La luna era más celeste y menos lejana. También es cierto que me hubiera gustado morir junto a Carlos.

De algunos días para acá el silencio de Carlos es más distinguido que el de antes. Tal vez no podamos vernos pronto ni morir juntos más tarde. Mientras llega la muerte, como sea que advenga, seguiré leyendo en Carlos y en sus separados gestos unánimes las tempestades de la literatura, sus eufonías, sus arritmias pulsátiles.

Conocer a Carlos ha sido un honor y una recompensa inesperada de la vida irregular que he vivido, y que vivo. Y es que sí, lo sé porque lo padezco: soy sólo letras en separación constante, ni siquiera una palabra hablada al hilo, menos aún un canto rodado, una humilde piedra que rueda, un motín de trashumantes. Soy sólo eso: un puñado de polvos que pueden unificarse con las palabras que ha dicho Carlos en medio de nuestros viajes.

viernes, 24 de abril de 2009

Muchacha (3)

Y el bracero se encendió. Comenzó la hoguera. Algo de tizne tengo en la cara. Algunas cenizas candentes se agitan entre mis manos. Camila y su abertura fabrican madreperlas y almizcle, alcanfor y trementina, unto y canela. Sus abulones se esconden en el umbral de su cueva. Sus mariposas se tornan grises y negras. Y el volcán que humea y tiembla estallará pronto, reventado por las lavas enérgicas y primitivas de la Tierra, en un arroyo de tungsteno licuado, que resopla, escuece y avanza.

jueves, 23 de abril de 2009

Muchacha (2)

Camila bajó su centro de gravedad al nivel de los lagos templados e inmensos, donde se sumergen y emergen entre el oleaje los mascarones hechos de ébano laqueado con jugos de ciruelas y guanábanas. Es por eso que ella sonríe. Es por ello que a la mitad de su cuerpo aparece la cadera semi-descubierta, como la costilla de un galeón, como la vela desinflada de una corbeta, como la eslora cabeceante de una fragata. Es así porque la gravedad de su centro atrae con una torsión muy humanizada la vorágine de la luz que flota en la colcha o en la manta que cubre el sofá o la cama. Y sus manos de coa se enlazan para sembrar en su barbilla una planta de vida ininterrumpida, quizá una madreselva, quizá una jacaranda.

jueves, 16 de abril de 2009

Muchacha (1)

Para Carlos Fuentes Ruiz

Es hermosa, la seguridad y el misterio hacen mezclas uniformes en su mirada. Parece invitar primero a un recorrido por bosques nebulosos y umbríos de Cuetzalan, después a nadar en los mares calientes de Veracruz al mediodía. Su actitud es propiamente femenina, relajada como la de las crías de ocelote adormiladas a la sombra de las acacias, en una llanura merodeada por linces o pumas.

Mas la muchacha no teme ni aguarda, ni presagia ni supone, ni sueña ni descansa, sólo se muestra como cabía esperar por tener un nombre tan suavemente brillante.

La ambigüedad del color del muro es notable: ¿Su definición está en el marrón o el mostaza? ¿En el piñón? ¿En el trigo que mengua secándose? ¿En el pistache enrarecido por algún filtro?

Y la extraña ventana, ¿a dónde comunica?, ¿por qué tiene una cortina corrida fuera de la habitación donde está la muchacha, como si el afuera de ese sitio fuese el adentro o también el afuera de otro cuarto, y entonces parecería estar dividida la casa en jerarquías difusamente definidas? ¿Dónde está la joven mujer que me mira? ¿Será mi nueva vecina? ¿Estará en mi futura casa?

La almohada del fondo, con sus caracteres simples y rápidos, rompe en estilo, tras la cadera de la mujer, con la almohada de flores en apariencia bordadas, que a su vez también quiebra el estilo del otro cojín, más pequeño, que al tocar el brazo derecho de la muchacha hace relevante el motivo infantil de su dibujo (¿borregos de caricatura?, ¿osos de fantasía?), que acaso también fue bordado o quizá sólo fue impreso con serigrafía. No estoy dentro, pero puedo tocar las almohadas.

Su cara es grande y afilada, como la aproximación a una punta que en la semilla de un aguacate se realiza. Sus brazos son de bailarina, de cuello de flamenco, de carne de pitahaya. La playera es decisiva: necesaria para acotar las pretensiones de la mirada, y suficiente para empezar a balbucear un nombre de mujer que al pronunciarse de golpe agita el aire con el sonido “Camila”.

Para que se la ponga cuando me vaya, he dejado a su lado una roja falda, de gasa doble, amplia, muy amplia.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.