Después de leer el libro me rehusé a mascarlo. Me di de frente contra el sentimiento causado a fuerza de letras. Y así me fui, durante algunos días, sin mascar el libro. Sintiendo cómo el efecto de las palabras anidaba presencia en mis manos y en mis rodillas. Cómo una letra podría atraer la sensualidad que me provocaba esas erecciones continuas. Párrafos mediante, horas continuas, asimilaba la velocidad de las emociones contenidas en las t y en las m, me adhería sentimentalmente a la pobre i y a la c, me engatuzaban los principios de párrafo en páginas impares. Pero no quería mascar el libro. Hasta haber caminado un poco más, hasta llegar a sentir un adormecimiento en mis cejas, un cansancio de tanto ver lo que las letras me transmitían. Entonces, sentado con un café y con una pipa, creí estar preparado para mascar el libro. Empecé por el título. Sabor a menta y yerbabuena.
domingo, 23 de agosto de 2009
jueves, 20 de agosto de 2009
La hora que no era
Y me dijo, así como si el tiempo ni siquiera tuviera medida, que qué hora era. Yo vi mi muñeca izquierda, donde nunca pongo mi reloj y contesté cualquier hora. Irresponsablemente hice mención a una hora no precisa, como el minuto en el que el tren subterráneo deja de pasar frente a uno y la estela anaranjada aún rasguña el aire. O el minuto azul en el que uno dice adiós a la mujer amada para llevársela en la mirada durante mucho camino más. O el minuto en el que empieza el recorrido de bajar una escalera que no va hacia el lugar posiblemente esperado. Así, le dije una hora extinta. Me sonrió desde la mugre pegada a las orejas y con el cabello tieso. Tuvo que pronunciar alguna frase casual, de compromiso, como respuesta. Fue entonces cuando agregué: Ya es hora de descansar. Y él tomó asiento en la banqueta, aliviado, en la mera esquina de Juárez y Federalismo.
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