Magnetismo lleva Carlos en su estampa, porque desde que lo conozco me ha inducido a estrellarme con el hierro de la sangre y el acero del alma, y a ensayar literatura con sus ademanes, con sus palabras. Será el fervor con que narra sus variadas vidas, sus historias; bien vistas pueden ser como las de todos, pero infunde en el arte de contarlas el significado máximo de una vida que se agiganta y estalla desde el trueno de una chispa espontánea, la de la palabra que muta sus referentes. Siempre que veo a Carlos me conmuevo, río, la vida se extiende.
Así vino una tarde por mí y nos fuimos en su auto a Cuautla, tomando antes de llegar allá un desvío que nos hacía volver hacia el mismo punto donde nos encontramos; había balnearios, un puente viejo, policías o soldados, un sol postrero y sembradíos de caña.
Sin parar el coche bebimos vino barato y un mezcal que nos donó otro Carlos, conocido de mi amigo y emparentado conmigo por una heráldica desconocida. La mezcla de una y otra bebida resultó en una poderosa infusión de bugambilia con sabor a roble.
En recorridos como ése, por los mismos rumbos, meses atrás, antes de que Mamanecha se enfrascara con la noche, escuchamos un par de veces a Rafael Alberti y a Paco Ibáñez cantándose ellos mismos y a León Felipe, a García Lorca. También bebimos sin frenar el coche y nos detuvimos en una gasolinera para mear a la manera de los perros bien educados y perdidos. ¡Cuántos guijarros salieron disparados de nuestras hondas y formaron conglomerados que compusieron playas en instantes, estatuas de Rodin, torres de Babel, contrafuertes de Gaudí, polvos estelares! ¡Cuántos caballos cuatralbos galoparon hasta los mares! Las instituciones del país seguían desmoronándose. Resistimos.
De la última vez que Carlos y yo nos vimos conservo un puñado de palabras que nos hizo más humanos, más animales, más amables, más cercanos a Mamanecha cobijada con el manto de la muerte. De éste nos acercó y también nos apartó Carlos al cruzar a cerca de 100 kilómetros por hora las curvas cerradas del Cañón de Lobos. Pudimos haber muerto en una onda intestina del Cañón, es cierto. Pudimos haber vivido para siempre en una barranca tenue, también es cierto. Sólo una vez chirriaron las llantas. Los ojos de Carlos brillaban. Nuestros cantos guturales se partían en gajos. La luna era más celeste y menos lejana. También es cierto que me hubiera gustado morir junto a Carlos.
De algunos días para acá el silencio de Carlos es más distinguido que el de antes. Tal vez no podamos vernos pronto ni morir juntos más tarde. Mientras llega la muerte, como sea que advenga, seguiré leyendo en Carlos y en sus separados gestos unánimes las tempestades de la literatura, sus eufonías, sus arritmias pulsátiles.
Conocer a Carlos ha sido un honor y una recompensa inesperada de la vida irregular que he vivido, y que vivo. Y es que sí, lo sé porque lo padezco: soy sólo letras en separación constante, ni siquiera una palabra hablada al hilo, menos aún un canto rodado, una humilde piedra que rueda, un motín de trashumantes. Soy sólo eso: un puñado de polvos que pueden unificarse con las palabras que ha dicho Carlos en medio de nuestros viajes.
Así vino una tarde por mí y nos fuimos en su auto a Cuautla, tomando antes de llegar allá un desvío que nos hacía volver hacia el mismo punto donde nos encontramos; había balnearios, un puente viejo, policías o soldados, un sol postrero y sembradíos de caña.
Sin parar el coche bebimos vino barato y un mezcal que nos donó otro Carlos, conocido de mi amigo y emparentado conmigo por una heráldica desconocida. La mezcla de una y otra bebida resultó en una poderosa infusión de bugambilia con sabor a roble.
En recorridos como ése, por los mismos rumbos, meses atrás, antes de que Mamanecha se enfrascara con la noche, escuchamos un par de veces a Rafael Alberti y a Paco Ibáñez cantándose ellos mismos y a León Felipe, a García Lorca. También bebimos sin frenar el coche y nos detuvimos en una gasolinera para mear a la manera de los perros bien educados y perdidos. ¡Cuántos guijarros salieron disparados de nuestras hondas y formaron conglomerados que compusieron playas en instantes, estatuas de Rodin, torres de Babel, contrafuertes de Gaudí, polvos estelares! ¡Cuántos caballos cuatralbos galoparon hasta los mares! Las instituciones del país seguían desmoronándose. Resistimos.
De la última vez que Carlos y yo nos vimos conservo un puñado de palabras que nos hizo más humanos, más animales, más amables, más cercanos a Mamanecha cobijada con el manto de la muerte. De éste nos acercó y también nos apartó Carlos al cruzar a cerca de 100 kilómetros por hora las curvas cerradas del Cañón de Lobos. Pudimos haber muerto en una onda intestina del Cañón, es cierto. Pudimos haber vivido para siempre en una barranca tenue, también es cierto. Sólo una vez chirriaron las llantas. Los ojos de Carlos brillaban. Nuestros cantos guturales se partían en gajos. La luna era más celeste y menos lejana. También es cierto que me hubiera gustado morir junto a Carlos.
De algunos días para acá el silencio de Carlos es más distinguido que el de antes. Tal vez no podamos vernos pronto ni morir juntos más tarde. Mientras llega la muerte, como sea que advenga, seguiré leyendo en Carlos y en sus separados gestos unánimes las tempestades de la literatura, sus eufonías, sus arritmias pulsátiles.
Conocer a Carlos ha sido un honor y una recompensa inesperada de la vida irregular que he vivido, y que vivo. Y es que sí, lo sé porque lo padezco: soy sólo letras en separación constante, ni siquiera una palabra hablada al hilo, menos aún un canto rodado, una humilde piedra que rueda, un motín de trashumantes. Soy sólo eso: un puñado de polvos que pueden unificarse con las palabras que ha dicho Carlos en medio de nuestros viajes.