Frío que se cuela por entre las ropas y los huesos. He sentido esa helada mano que toma la médula y no la suelta, aunque haya de por medio ropa abrigadora y cobijas suficientes para asarme. Es un frío especial que entra por mi ventana, en la madrugada y que me toma por sorpresa mientras consulto páginas en internet, bajo archivos o escribo. Hace días que no escucho al murciélago volar, quizá esta helada estación no le permite desplegar las alas. Es lo mismo que me sucede: cuando esa mano gélida me toma de los huesos lo único que pienso en hacer es taparme. Y, como he dicho, ni eso funciona, ni eso hace que el frío se escape, vaya y busque a otra víctima. Crudo invierno, esa es la expresión que se usa en estos casos. Mano fría que me recorre el cuerpo. Me consuela que siempre habrá una cobija cercana o una mano caliente que me tome y me lleve a la cama, lugar donde puedo encontrar cobijo. Pero a veces ni eso: la mano fría me acompaña hasta en sueños y es entonces cuando no descanso y me levanto muy cansado, de tanto batallar y evitar el toque gélido. Cambio climático, dicen. Frío del demonio, digo.
jueves, 31 de diciembre de 2009
martes, 29 de diciembre de 2009
Gimnasio
Después de estar en la tina me tendía bocabajo en la camilla de un cuarto diminuto mientras Gabi corría hacia abajo y hacia arriba un cilindro que emitía un rayo láser por uno de sus extremos, sobre el tendón de Aquiles izquierdo. El tendón me dolía sobre todo en su abultamiento. El propósito era que la repetida focalización del rayo, calibrada a una cierta profundidad subcutánea, contribuyera a desbaratar los tejidos inespecíficos que hacían de mi tendón un tirante parcialmente roto aun estando entero.
Luego Gabi frotaba con fuerza creciente el tendón, presionando y comprimiendo desde la pantorrilla, como si pudiese disolver con las manos los bulbos fibrosos que me hacían caminar rengo. Pero no, esos nudos son tercos, amantes de las bufonadas, por eso, después de comprimirlos, me convertían en un macaco de esqueleto contrahecho, maldecido por alguna tara inevitablemente heredada. A veces, debido al dolor, retorcía la pierna desde la cadera. Los bulbos se burlaban de mí por encima de mi talón, en el señorío de su mezquina resistencia. Sin duda prefería la tina y sus aguas cálidas y turbulentas. Después de las sesiones con rayo láser pasaba al gimnasio.
El gimnasio era muy alto, el aguafuerte de una cámara de Piranesi que documenta el curso del tiempo congelándolo con maestría mediante perspectivas creadas por máquinas mayúsculas dispuestas en primer plano y aquellas ruinas pequeñas y grises que éramos los tullidos. En un espejo enorme nos reflejábamos unas barras paralelas y mi figura intentando caminar con naturalidad mientras me apoyaba en los maderos.
Nunca estuvimos más de tres pacientes, cada cual con su terapeuta. Un joven se sentaba en un sillón que le movía la pierna izquierda con engranes y un motorcito eléctrico ocultos. Era un suplicio que Goya podría haber esquematizado bien en dibujos hechos a tinta y lápiz. No podía haber más colores en las sesiones del gimnasio, sólo blanco y negro. Un hombre mayor subía una escalera de madera, con barandal y cinco peldaños; daba vuelta en la plataforma en que remataban los escalones y bajaba por una rampa larga. Luego podía hacer o no todo el recorrido en reversa. O reanudaba de frente sus recorridos. Vueltas interminables a la manera de los personajes incidentales de Escher en escalinatas recursivas. Las terapeutas daban órdenes como entrenadoras de mártires. Su máxima misericordia sobrevenía cuando decían —Nos vemos aquí mañana, a la misma hora.
Las sesiones terminaron para mí dos días después de haber empezado a ver en el espejo una mancha blanca, expansiva, que prometía a mis pies dejarles andar bien de nuevo, en los preparativos de juegos paralímpicos que todavía no comienzan. La promesa no se ha cumplido, todavía.
Luego Gabi frotaba con fuerza creciente el tendón, presionando y comprimiendo desde la pantorrilla, como si pudiese disolver con las manos los bulbos fibrosos que me hacían caminar rengo. Pero no, esos nudos son tercos, amantes de las bufonadas, por eso, después de comprimirlos, me convertían en un macaco de esqueleto contrahecho, maldecido por alguna tara inevitablemente heredada. A veces, debido al dolor, retorcía la pierna desde la cadera. Los bulbos se burlaban de mí por encima de mi talón, en el señorío de su mezquina resistencia. Sin duda prefería la tina y sus aguas cálidas y turbulentas. Después de las sesiones con rayo láser pasaba al gimnasio.
El gimnasio era muy alto, el aguafuerte de una cámara de Piranesi que documenta el curso del tiempo congelándolo con maestría mediante perspectivas creadas por máquinas mayúsculas dispuestas en primer plano y aquellas ruinas pequeñas y grises que éramos los tullidos. En un espejo enorme nos reflejábamos unas barras paralelas y mi figura intentando caminar con naturalidad mientras me apoyaba en los maderos.
Nunca estuvimos más de tres pacientes, cada cual con su terapeuta. Un joven se sentaba en un sillón que le movía la pierna izquierda con engranes y un motorcito eléctrico ocultos. Era un suplicio que Goya podría haber esquematizado bien en dibujos hechos a tinta y lápiz. No podía haber más colores en las sesiones del gimnasio, sólo blanco y negro. Un hombre mayor subía una escalera de madera, con barandal y cinco peldaños; daba vuelta en la plataforma en que remataban los escalones y bajaba por una rampa larga. Luego podía hacer o no todo el recorrido en reversa. O reanudaba de frente sus recorridos. Vueltas interminables a la manera de los personajes incidentales de Escher en escalinatas recursivas. Las terapeutas daban órdenes como entrenadoras de mártires. Su máxima misericordia sobrevenía cuando decían —Nos vemos aquí mañana, a la misma hora.
Las sesiones terminaron para mí dos días después de haber empezado a ver en el espejo una mancha blanca, expansiva, que prometía a mis pies dejarles andar bien de nuevo, en los preparativos de juegos paralímpicos que todavía no comienzan. La promesa no se ha cumplido, todavía.
domingo, 27 de diciembre de 2009
¿Y ahora?
Ahora me levanto con la consciencia de que han iniciado mis vacaciones. El tiempo es sólo mío. Curiosamente, cuando me siento frente a la computadora, sin presiones ni otro tipo de pensamientos distractores, no encuentro de qué escribir. Tal vez la pesadez de los días laborales no se disipa tan fácilmente como yo creía. Así que, estimado lector, esta vez escribo sobre mi propio proceso en el que las palabras tendrán que venir mediante la invocación, la búsqueda o el reconocimiento. En otros tiempos le llamaban inspiración, asunto que creo, no existe. Mientras tanto, acabo de descubrir que un autor al que yo le prometí sacar su libro (y por motivos económicos no pude, justificación caduca), acaba de publicarlo. Presentaciones en México y en Puebla lo atestiguan y, aunque él me dijo en su casa una vez que yo era el culpable de que él se lanzara a esa aventura, temo que esté un tanto sentido conmigo. Lo siento, a veces me voy de boca. Como cuando me dije a mí mismo que tendría tiempo para escribir y retomar este blog y apenas va pasito a pasito. Espero soltar la mano pronto. Mientras, cierro este texto fallido, con perdón a los lectores.
miércoles, 23 de diciembre de 2009
Tina
De antemano no podía decir que la tina era incómoda, menos los remolinos, pero estar ahí resultó difícil los primeros días. La turbina revuelve el agua con tanta fuerza que millones de paletas líquidas golpean incesantemente las piernas después de sumergirme hasta el pecho en la molicie sosegada de la transparente sustancia. El agua bulle loca en ese manantial salubre, con aroma de azahares. Brota entre los borbollones la imagen quebrada de mi cuerpo. No tengo pies ni piernas para la vista, son perturbaciones amorfas ocasionadas por una refracción exagerada de la luz que atraviesa la orgía de una hélice en el agua. Para el tacto, tengo tantas piernas como brazos un pulpo que pierde su capacidad de locomoción en un desierto y queda expuesto a rachas inconmensurables. El calor del agua induce al cuerpo a distenderse, y a la parte más primitiva del cerebro a tener añoranza por los mares. Pueden escucharse en la tina los cantos de las ballenas y sus resoplidos tribales.
Así es. Más temprano que tarde, el cuerpo entero cede, deja de rebelarse, se amolda a la tina y a su frenesí cálido y aromático. Todo es calma en el centro del torbellino. Todo es claro en el corazón de la fosa. Tiritan los párpados con el temblor de las alas de la libélula, mas la visión es firme. Llegaba Gabi con una pelota y me decía qué hacer con ésta; primero guiaba mis piernas con sus manos, suavemente; luego me daba instrucciones. La pelota contenía en parte aire, en parte agua. La fisioterapia incluía la compresión de la pelota con las corvas, con los tobillos, con los muslos; flexiones completas de las rodillas, rotaciones de los tobillos. Después de media hora el agua hacía todo más fácil. Apagaban la turbina. Salía de la tina como néctar muy espeso o pulpa de alguna fruta dulce y agria que fue batida en una marmita enorme. Así era mi cuerpo. Así era la tina, de acero inoxidable, de consistencia parecida a la de la plancha donde diseccioné un cadáver cuando estudié medicina; y amable, como la boca de una mujer blanca que amé y que me amó suave e irreflexivamente en la ducha de un cuarto de hotel que no tenía bañera.
Así es. Más temprano que tarde, el cuerpo entero cede, deja de rebelarse, se amolda a la tina y a su frenesí cálido y aromático. Todo es calma en el centro del torbellino. Todo es claro en el corazón de la fosa. Tiritan los párpados con el temblor de las alas de la libélula, mas la visión es firme. Llegaba Gabi con una pelota y me decía qué hacer con ésta; primero guiaba mis piernas con sus manos, suavemente; luego me daba instrucciones. La pelota contenía en parte aire, en parte agua. La fisioterapia incluía la compresión de la pelota con las corvas, con los tobillos, con los muslos; flexiones completas de las rodillas, rotaciones de los tobillos. Después de media hora el agua hacía todo más fácil. Apagaban la turbina. Salía de la tina como néctar muy espeso o pulpa de alguna fruta dulce y agria que fue batida en una marmita enorme. Así era mi cuerpo. Así era la tina, de acero inoxidable, de consistencia parecida a la de la plancha donde diseccioné un cadáver cuando estudié medicina; y amable, como la boca de una mujer blanca que amé y que me amó suave e irreflexivamente en la ducha de un cuarto de hotel que no tenía bañera.
domingo, 20 de diciembre de 2009
Orhan Pamuk
A vuelo en la lectura de un libro maravilloso sobre Estambul, veo que Pamuk, el autor, cree que hay un doble suyo en algún lugar de esa misma ciudad; por mi parte estoy convencido de que todos tenemos un doble; yo me encontré con el mío hace mucho tiempo, mientras iba en la primaria: estatura, complexión, cabello, hasta lentes. Pamuk soñaba con encontrarse con ese doble, de niño. Yo me encontré al mío y ahora le he perdido la pista. Tal vez, mi estimado Pamuk, tengamos más de un doble en varias ciudades del mundo. Será, tal vez, que los trece que somos en el universo nos multipliquemos indefinidamente al mirarnos en los espejos y que, aunque no sean estambulíes o mexicanos, nuestros dobles nos buscan o sueñan con nosotros. Quizá somos la imaginación de nuestros dobles que ansían encontrarnos y, mientras tanto (y qué bueno, qué fortuna) preferimos pasar el tiempo, mientras se da este encuentro o este reconocimiento, por ejemplo, escribiendo.
martes, 15 de diciembre de 2009
Leyendo, leyendo
Ejerzo mi derecho a leer, aunque el transporte colectivo lleve música a todo volumen y sea casi imposible concentrarse, entre las canciones ridiculas, cursis y malsonantes (que van desde el reggaetón hasta el cuasi rock cristiano). Me instalo en el asiento, todas las mañanas, abro la ventanilla y tomo mi ipod (sí, perdonen esta modernización) y mi libro. Escuchando a Bregovic o a Kusturica o a Ry Cooder me meto en el libro. Una hora de lectura en la mañana es reconfortante, aunque los vaivenes del transporte de pronto me mareen un poco. Y he encontrado en esa hora un nuevo acercamiento a la lectura: leer un libro es tomar una avalancha, porque no basta con uno sólo, sino que tengo comenzados al menos tres libros más que esperan su turno, puestos en varios lugares de mi casa. Cada libro se instala en su lugar, como éste que llevo en la maleta y que resplandece todas las mañanas. A veces sigo la lectura después de que bajo del transporte y camino un poco hacia mi oficina. Me cuesta abandonar ciertas lecturas. Y luego arribo a mi oficina y, si no hay asuntos urgentes (que miren que los “asuntos urgentes” se han multiplicado en estos últimos tres años), tomo otro libro que ahí me espera y leo algunos minutos más. El asunto, quizá, es que se ha acrecentado mi adicción por el sabor de las palabras.
sábado, 12 de diciembre de 2009
Pero fumando afuera
Frío corriendo por las calles de esta gran ciudad. Viento helado que provoca que en un minuto mi rostro se encuentre plagado de copos de nieve, mi nariz hecha un hielo. Salgo a fumar, en pleno Periférico, desde que existe esta discriminación a los fumadores. En este mundo donde mucho se habla de igualdad, de respeto a la diversidad, me imagino que así se sentían los negros cuando no se les permitía la entrada a ciertos bares. Fumar forzadamente en la calle no me ayuda ni a tomar la pipa con gusto ni a deleitarme de lo que ello significa: escuchar, reflexionar, pensar. Porque mi fumadera consiste en conectar ideas, en prender la escucha, en activar las ideas ociosas y va más allá de sentir el humo en la boca y de calmar los nervios. Allí afuera me encuentro con más fumadores que, en otros tiempos, podíamos departir cómodamente en un restaurante o un café, bajo el cobijo de la charla abrigadora que íbamos creando. Ahora, en plena calle, con este otoño con cara de invierno tomándome del brazo, fumar es gastar el tabaco y tomar un tiempo de descanso. Se agota el tabaco, la calle sigue rugiendo y yo me imagino sentado, tomando un café, con el ambiente templado y no con este frío infame. Pero fumar en este mundo ahora no es asunto de placer, sino de despojo. Y los que hacemos bailar el humo hemos perdido un poco de la gracia de nuestro antes alegre y amable oficio.
martes, 8 de diciembre de 2009
Una de quejumbre
Intento retomar este espacio medio olvidado. Tal vez algunas palabras de viajes no salgan tan fácilmente, ahora que el sedentarismo de la mancha negra hidráulica me absorbe en la silla azul en la que me aposento casi todo el día, enchufándome con cables invisibles a una computadora que nada sabe y para todo sirve. Si vieran la estupidez en la que se ha convertido la mitad cibernética de los mensajes que recibo, de lo que leo en la pantalla, de las exigencias incongruentes que me llegan a diario, sentirían lo que es ser absorbido en energía pura por una masa absurda e informe. Me acuerdo de Lovecraft, y ni siquiera he tenido la suerte de toparme con el Necronomicón. Ahora, en estos días de diciembre quisiera robarle a la oficina todo el tiempo que me quitó durante el año y tomar algunos libros, encerrarme, fumar una pipa y tomar café en abundancia, para relajarme y ver si deveras todavía sigo vivo.
martes, 1 de septiembre de 2009
Toque antes de entrar
Vino a mí sin anuncio previo, sin tocar las campanas ni avisar el movimiento siguiente. Llegó así, desnuda cuan larga es, con la cabellera suelta al aire y los pies apenas rozando el piso ajedreceado. Se apareció ante mi vista de tan contundente forma que aún la contemplo. Me ha llegado el insomnio de su cuerpo. No quiero dormir aún.
domingo, 23 de agosto de 2009
No se masque antes de tiempo
Después de leer el libro me rehusé a mascarlo. Me di de frente contra el sentimiento causado a fuerza de letras. Y así me fui, durante algunos días, sin mascar el libro. Sintiendo cómo el efecto de las palabras anidaba presencia en mis manos y en mis rodillas. Cómo una letra podría atraer la sensualidad que me provocaba esas erecciones continuas. Párrafos mediante, horas continuas, asimilaba la velocidad de las emociones contenidas en las t y en las m, me adhería sentimentalmente a la pobre i y a la c, me engatuzaban los principios de párrafo en páginas impares. Pero no quería mascar el libro. Hasta haber caminado un poco más, hasta llegar a sentir un adormecimiento en mis cejas, un cansancio de tanto ver lo que las letras me transmitían. Entonces, sentado con un café y con una pipa, creí estar preparado para mascar el libro. Empecé por el título. Sabor a menta y yerbabuena.
jueves, 20 de agosto de 2009
La hora que no era
Y me dijo, así como si el tiempo ni siquiera tuviera medida, que qué hora era. Yo vi mi muñeca izquierda, donde nunca pongo mi reloj y contesté cualquier hora. Irresponsablemente hice mención a una hora no precisa, como el minuto en el que el tren subterráneo deja de pasar frente a uno y la estela anaranjada aún rasguña el aire. O el minuto azul en el que uno dice adiós a la mujer amada para llevársela en la mirada durante mucho camino más. O el minuto en el que empieza el recorrido de bajar una escalera que no va hacia el lugar posiblemente esperado. Así, le dije una hora extinta. Me sonrió desde la mugre pegada a las orejas y con el cabello tieso. Tuvo que pronunciar alguna frase casual, de compromiso, como respuesta. Fue entonces cuando agregué: Ya es hora de descansar. Y él tomó asiento en la banqueta, aliviado, en la mera esquina de Juárez y Federalismo.
viernes, 12 de junio de 2009
Desandar
Vuelvo a mi capullo retratado de estudio y biblioteca cuando rechazo el final del viaje que me ha llevado, desde hace meses, a tierras de Arreola y de Rulfo. La mirada tal vez un poco más cansada, pero más llena de mundo. No sólo es el ingrato trabajo en el que me he visto impelido a realizar, pese a toda mi voluntad, sino el desgaste que me ha causado. Mis zapatos me quedan grandes y mi ropa aguada. He perdido cabello y ahora me deslizo a encender la computadora para tratar de escribir algo que me recree de nuevo en mi vida monótona, recia, agobiante, desatendida. Que la barba me ha crecido y las canas ya la pueblan. Que el hoyo de mi estancia en mi estudio se transforma en una negra noche más obscura que la más vieja noche. Los grillos afuera. Al rato pasará el murciélago que suele volar a estas horas. Es la noche en silencio del bullicio susurrante de secretos. En nada parecido a Yahualica, la ciudad donde he pasado estos ingratos meses y en donde existe una polifonía desafinada y ruidosa, peor que alguna ciudad o megaurbe. Los camiones, la música, los autos acelerando, las motos, los tonos alzados de voz, las campanas desafinadas de la iglesia (que Don Pablo dice que parece que tuvieran amarrados almohadones)…
Acá los grillos. Platicaré un rato con ellos antes de irme a dormir.
Acá los grillos. Platicaré un rato con ellos antes de irme a dormir.
viernes, 29 de mayo de 2009
Esquizofrenia de escritor
He dicho que soy esquizofrénico. Aún en mi personalidad de escritor o escribidor, como decía Rafael Ramírez Heredia, tengo conflictos propios: a veces mi escritura se torna suave, a veces muy dura, a veces larga, a veces corta, a veces rabiosa. Parecería que dentro de mi esquizofrénica visión en la escribidera aparecen otros yos, como heterónimos, como los del gran Fernando Pessoa. Reconozco que escribo desde las vísceras y que, según el tono de lo que estoy escribiendo, necesito escuchar música. Rabiosamente le doy a las teclas de la computadora cuando el Rabioso escribe, lidiando con las notas del rock o del blues. Cuando el Romántico escribe, voy con calma, con suavidad, utilizando muchas comas, meciéndose con un violoncello o con un piano. Cuando el borbotón de palabras viene no hay forma de detener el tsunami y escribo sin corregir hasta el final, cuando me doy cuenta de todas las letras cambiadas de lugar y de errores garrafales, pero esa incontinencia debo dejarla fluir. A veces, en otras ocasiones, me pongo docto, para ensayos o artículos, por ejemplo, y las personalidades cambian. Del Rabioso, que tiene los pelos parados, los lentes en la punta de la nariz y la pipa apretada con fuerza en los dientes, al Docto, que está bien peinado, con los lentes limpios y bien puestos y con varios libros de filosofía o de antropología o de comunicación al lado.
Me he despertado con la esquizofrenia de escribir, en la fase rabiosa. Me apuro para cubrir la distancia entre mi dormitorio y mi estudio y darle a la computadora. La rabia hace que uno escriba cosas que tal vez no compartirá, como si fuera un diario íntimo, pero otras ocasiones esa misma rabia hace que saque asuntos y temas que me estremecen. Entre la escritura y la esquizofrenia está el tabaco, está la palabra, está este personaje extraño greñudo, despeinado. Que escribe.
Me he despertado con la esquizofrenia de escribir, en la fase rabiosa. Me apuro para cubrir la distancia entre mi dormitorio y mi estudio y darle a la computadora. La rabia hace que uno escriba cosas que tal vez no compartirá, como si fuera un diario íntimo, pero otras ocasiones esa misma rabia hace que saque asuntos y temas que me estremecen. Entre la escritura y la esquizofrenia está el tabaco, está la palabra, está este personaje extraño greñudo, despeinado. Que escribe.
sábado, 2 de mayo de 2009
Años
El tobillo izquierdo me fastidia todos los días. Cuando estoy sentado, en cuclillas, de pie o en marcha, el tendón de Aquiles me avisa que es de él (de quien penetró Troya, del matador de Héctor, del muerto por Paris), no mío. Por allí entra un veneno de aspecto legendario y prestigioso, es algo parecido a la fatalidad de un destino predicho. Por ahí soy vulnerable, pero jamás lo soy, en absoluto, bajo la forma de algún episodio ilustre. Nunca he buscado protagonismos, menos todavía la directriz de alguna embajada ni de una empresa forzada o naturalmente heroica; si hubo algo de eso, fue por azar. Prefiero ser discreto, pasar inadvertido, hacer del caos cotidiano una germinación callada de mi orden prosaico, o tornar el orden diario, modesto y elegante, en un festivo caos íntimo, sin escándalos.
Pero a pesar de ello trastabillo de manera a veces llamativa. Una fibrosis en el tendón de Aquiles limita muchas de mis acciones y posturas, y me ha expuesto a una vista cómica.
La tensión o el relajamiento repentino de esa cuerda que mueve el pie y da sostén al cuerpo erguido me molesta, una que otra vez con insoportables llamados. No puedo correr ni mantener mucho tiempo una postura. Cuando estoy de pie o sentado me enchueco. Camino rengo. Me ladeo si me encuclillo. Es de risa. La fibrosis se ha detenido, y también su efecto inmediato. Sin embargo nada retrocede en los combates del cuerpo; los verdaderos caídos, caídos son; forman un panteón irreversible, perdurable; si no han muerto, si tienen honor, se levantarán un día. Pero no restaurarán en plenitud sus daños una coyuntura molida, un hueso roto, un corazón perforado. Particularmente en esos terrenos nada es como era antes de una desviación decisiva, del clinamen.
Algo parecido me ocurre con las rodillas, aunque la fibrosis no ha establecido en ellas ningún dominio. El desgaste de los ligamentos, la disminución del espacio articular y la excentricidad de las rótulas me causan frotes dolorosos, hueso contra hueso. Ni acostado ni sentado tienen remedio las rodillas. De la clavícula operada, ni qué decir.
A los 51 años mi cuerpo esparce a partir de puntos pequeños la confirmación de que he vivido con pasos inquietos y los brazos abiertos. Así he llegado a no pocas vidas, así me he alejado de otras e incluso de igual manera he acercado a mi pecho a quienes traicionaron mi confianza, mi amistad, mi cariño. Es conveniente aprender a sacar del corazón aquello que estando allí desencadena rencor.
Hoy reconfirmo que he provocado empecinada y libremente al azar, sin que haya en eso nada de ilustre, mucho menos de heroico. Hoy reconfirmo que algún día algo o alguien podrá atravesarme el corazón, apuñalarme la espalda, o lancearme el tendón de Aquiles, molerme las rodillas, quebrarme la otra clavícula. Puede ser incluso quien aparentó o experimentó afecto hacia mí. Y por cualquiera de aquellos puntos podría apresurarse todavía más el acortamiento de mis años, pero no habré desperdiciado ni un solo día. Es algo parecido a la fatalidad de un destino predicho, que ahora refuto, mientras las punzadas del tobillo izquierdo me recuerdan quién soy, mientras reconozco cómo se añejan y fermentan algunas señales de los años que he vivido. Cada vez más rápidos y provocativos.
Pero a pesar de ello trastabillo de manera a veces llamativa. Una fibrosis en el tendón de Aquiles limita muchas de mis acciones y posturas, y me ha expuesto a una vista cómica.
La tensión o el relajamiento repentino de esa cuerda que mueve el pie y da sostén al cuerpo erguido me molesta, una que otra vez con insoportables llamados. No puedo correr ni mantener mucho tiempo una postura. Cuando estoy de pie o sentado me enchueco. Camino rengo. Me ladeo si me encuclillo. Es de risa. La fibrosis se ha detenido, y también su efecto inmediato. Sin embargo nada retrocede en los combates del cuerpo; los verdaderos caídos, caídos son; forman un panteón irreversible, perdurable; si no han muerto, si tienen honor, se levantarán un día. Pero no restaurarán en plenitud sus daños una coyuntura molida, un hueso roto, un corazón perforado. Particularmente en esos terrenos nada es como era antes de una desviación decisiva, del clinamen.
Algo parecido me ocurre con las rodillas, aunque la fibrosis no ha establecido en ellas ningún dominio. El desgaste de los ligamentos, la disminución del espacio articular y la excentricidad de las rótulas me causan frotes dolorosos, hueso contra hueso. Ni acostado ni sentado tienen remedio las rodillas. De la clavícula operada, ni qué decir.
A los 51 años mi cuerpo esparce a partir de puntos pequeños la confirmación de que he vivido con pasos inquietos y los brazos abiertos. Así he llegado a no pocas vidas, así me he alejado de otras e incluso de igual manera he acercado a mi pecho a quienes traicionaron mi confianza, mi amistad, mi cariño. Es conveniente aprender a sacar del corazón aquello que estando allí desencadena rencor.
Hoy reconfirmo que he provocado empecinada y libremente al azar, sin que haya en eso nada de ilustre, mucho menos de heroico. Hoy reconfirmo que algún día algo o alguien podrá atravesarme el corazón, apuñalarme la espalda, o lancearme el tendón de Aquiles, molerme las rodillas, quebrarme la otra clavícula. Puede ser incluso quien aparentó o experimentó afecto hacia mí. Y por cualquiera de aquellos puntos podría apresurarse todavía más el acortamiento de mis años, pero no habré desperdiciado ni un solo día. Es algo parecido a la fatalidad de un destino predicho, que ahora refuto, mientras las punzadas del tobillo izquierdo me recuerdan quién soy, mientras reconozco cómo se añejan y fermentan algunas señales de los años que he vivido. Cada vez más rápidos y provocativos.
martes, 28 de abril de 2009
Viajes
Magnetismo lleva Carlos en su estampa, porque desde que lo conozco me ha inducido a estrellarme con el hierro de la sangre y el acero del alma, y a ensayar literatura con sus ademanes, con sus palabras. Será el fervor con que narra sus variadas vidas, sus historias; bien vistas pueden ser como las de todos, pero infunde en el arte de contarlas el significado máximo de una vida que se agiganta y estalla desde el trueno de una chispa espontánea, la de la palabra que muta sus referentes. Siempre que veo a Carlos me conmuevo, río, la vida se extiende.
Así vino una tarde por mí y nos fuimos en su auto a Cuautla, tomando antes de llegar allá un desvío que nos hacía volver hacia el mismo punto donde nos encontramos; había balnearios, un puente viejo, policías o soldados, un sol postrero y sembradíos de caña.
Sin parar el coche bebimos vino barato y un mezcal que nos donó otro Carlos, conocido de mi amigo y emparentado conmigo por una heráldica desconocida. La mezcla de una y otra bebida resultó en una poderosa infusión de bugambilia con sabor a roble.
En recorridos como ése, por los mismos rumbos, meses atrás, antes de que Mamanecha se enfrascara con la noche, escuchamos un par de veces a Rafael Alberti y a Paco Ibáñez cantándose ellos mismos y a León Felipe, a García Lorca. También bebimos sin frenar el coche y nos detuvimos en una gasolinera para mear a la manera de los perros bien educados y perdidos. ¡Cuántos guijarros salieron disparados de nuestras hondas y formaron conglomerados que compusieron playas en instantes, estatuas de Rodin, torres de Babel, contrafuertes de Gaudí, polvos estelares! ¡Cuántos caballos cuatralbos galoparon hasta los mares! Las instituciones del país seguían desmoronándose. Resistimos.
De la última vez que Carlos y yo nos vimos conservo un puñado de palabras que nos hizo más humanos, más animales, más amables, más cercanos a Mamanecha cobijada con el manto de la muerte. De éste nos acercó y también nos apartó Carlos al cruzar a cerca de 100 kilómetros por hora las curvas cerradas del Cañón de Lobos. Pudimos haber muerto en una onda intestina del Cañón, es cierto. Pudimos haber vivido para siempre en una barranca tenue, también es cierto. Sólo una vez chirriaron las llantas. Los ojos de Carlos brillaban. Nuestros cantos guturales se partían en gajos. La luna era más celeste y menos lejana. También es cierto que me hubiera gustado morir junto a Carlos.
De algunos días para acá el silencio de Carlos es más distinguido que el de antes. Tal vez no podamos vernos pronto ni morir juntos más tarde. Mientras llega la muerte, como sea que advenga, seguiré leyendo en Carlos y en sus separados gestos unánimes las tempestades de la literatura, sus eufonías, sus arritmias pulsátiles.
Conocer a Carlos ha sido un honor y una recompensa inesperada de la vida irregular que he vivido, y que vivo. Y es que sí, lo sé porque lo padezco: soy sólo letras en separación constante, ni siquiera una palabra hablada al hilo, menos aún un canto rodado, una humilde piedra que rueda, un motín de trashumantes. Soy sólo eso: un puñado de polvos que pueden unificarse con las palabras que ha dicho Carlos en medio de nuestros viajes.
Así vino una tarde por mí y nos fuimos en su auto a Cuautla, tomando antes de llegar allá un desvío que nos hacía volver hacia el mismo punto donde nos encontramos; había balnearios, un puente viejo, policías o soldados, un sol postrero y sembradíos de caña.
Sin parar el coche bebimos vino barato y un mezcal que nos donó otro Carlos, conocido de mi amigo y emparentado conmigo por una heráldica desconocida. La mezcla de una y otra bebida resultó en una poderosa infusión de bugambilia con sabor a roble.
En recorridos como ése, por los mismos rumbos, meses atrás, antes de que Mamanecha se enfrascara con la noche, escuchamos un par de veces a Rafael Alberti y a Paco Ibáñez cantándose ellos mismos y a León Felipe, a García Lorca. También bebimos sin frenar el coche y nos detuvimos en una gasolinera para mear a la manera de los perros bien educados y perdidos. ¡Cuántos guijarros salieron disparados de nuestras hondas y formaron conglomerados que compusieron playas en instantes, estatuas de Rodin, torres de Babel, contrafuertes de Gaudí, polvos estelares! ¡Cuántos caballos cuatralbos galoparon hasta los mares! Las instituciones del país seguían desmoronándose. Resistimos.
De la última vez que Carlos y yo nos vimos conservo un puñado de palabras que nos hizo más humanos, más animales, más amables, más cercanos a Mamanecha cobijada con el manto de la muerte. De éste nos acercó y también nos apartó Carlos al cruzar a cerca de 100 kilómetros por hora las curvas cerradas del Cañón de Lobos. Pudimos haber muerto en una onda intestina del Cañón, es cierto. Pudimos haber vivido para siempre en una barranca tenue, también es cierto. Sólo una vez chirriaron las llantas. Los ojos de Carlos brillaban. Nuestros cantos guturales se partían en gajos. La luna era más celeste y menos lejana. También es cierto que me hubiera gustado morir junto a Carlos.
De algunos días para acá el silencio de Carlos es más distinguido que el de antes. Tal vez no podamos vernos pronto ni morir juntos más tarde. Mientras llega la muerte, como sea que advenga, seguiré leyendo en Carlos y en sus separados gestos unánimes las tempestades de la literatura, sus eufonías, sus arritmias pulsátiles.
Conocer a Carlos ha sido un honor y una recompensa inesperada de la vida irregular que he vivido, y que vivo. Y es que sí, lo sé porque lo padezco: soy sólo letras en separación constante, ni siquiera una palabra hablada al hilo, menos aún un canto rodado, una humilde piedra que rueda, un motín de trashumantes. Soy sólo eso: un puñado de polvos que pueden unificarse con las palabras que ha dicho Carlos en medio de nuestros viajes.
viernes, 24 de abril de 2009
Muchacha (3)
Y el bracero se encendió. Comenzó la hoguera. Algo de tizne tengo en la cara. Algunas cenizas candentes se agitan entre mis manos. Camila y su abertura fabrican madreperlas y almizcle, alcanfor y trementina, unto y canela. Sus abulones se esconden en el umbral de su cueva. Sus mariposas se tornan grises y negras. Y el volcán que humea y tiembla estallará pronto, reventado por las lavas enérgicas y primitivas de la Tierra, en un arroyo de tungsteno licuado, que resopla, escuece y avanza.
jueves, 23 de abril de 2009
Muchacha (2)
Camila bajó su centro de gravedad al nivel de los lagos templados e inmensos, donde se sumergen y emergen entre el oleaje los mascarones hechos de ébano laqueado con jugos de ciruelas y guanábanas. Es por eso que ella sonríe. Es por ello que a la mitad de su cuerpo aparece la cadera semi-descubierta, como la costilla de un galeón, como la vela desinflada de una corbeta, como la eslora cabeceante de una fragata. Es así porque la gravedad de su centro atrae con una torsión muy humanizada la vorágine de la luz que flota en la colcha o en la manta que cubre el sofá o la cama. Y sus manos de coa se enlazan para sembrar en su barbilla una planta de vida ininterrumpida, quizá una madreselva, quizá una jacaranda.
jueves, 16 de abril de 2009
Muchacha (1)
Para Carlos Fuentes Ruiz
Es hermosa, la seguridad y el misterio hacen mezclas uniformes en su mirada. Parece invitar primero a un recorrido por bosques nebulosos y umbríos de Cuetzalan, después a nadar en los mares calientes de Veracruz al mediodía. Su actitud es propiamente femenina, relajada como la de las crías de ocelote adormiladas a la sombra de las acacias, en una llanura merodeada por linces o pumas.
Mas la muchacha no teme ni aguarda, ni presagia ni supone, ni sueña ni descansa, sólo se muestra como cabía esperar por tener un nombre tan suavemente brillante.
La ambigüedad del color del muro es notable: ¿Su definición está en el marrón o el mostaza? ¿En el piñón? ¿En el trigo que mengua secándose? ¿En el pistache enrarecido por algún filtro?
Y la extraña ventana, ¿a dónde comunica?, ¿por qué tiene una cortina corrida fuera de la habitación donde está la muchacha, como si el afuera de ese sitio fuese el adentro o también el afuera de otro cuarto, y entonces parecería estar dividida la casa en jerarquías difusamente definidas? ¿Dónde está la joven mujer que me mira? ¿Será mi nueva vecina? ¿Estará en mi futura casa?
La almohada del fondo, con sus caracteres simples y rápidos, rompe en estilo, tras la cadera de la mujer, con la almohada de flores en apariencia bordadas, que a su vez también quiebra el estilo del otro cojín, más pequeño, que al tocar el brazo derecho de la muchacha hace relevante el motivo infantil de su dibujo (¿borregos de caricatura?, ¿osos de fantasía?), que acaso también fue bordado o quizá sólo fue impreso con serigrafía. No estoy dentro, pero puedo tocar las almohadas.
Su cara es grande y afilada, como la aproximación a una punta que en la semilla de un aguacate se realiza. Sus brazos son de bailarina, de cuello de flamenco, de carne de pitahaya. La playera es decisiva: necesaria para acotar las pretensiones de la mirada, y suficiente para empezar a balbucear un nombre de mujer que al pronunciarse de golpe agita el aire con el sonido “Camila”.
Para que se la ponga cuando me vaya, he dejado a su lado una roja falda, de gasa doble, amplia, muy amplia.
Es hermosa, la seguridad y el misterio hacen mezclas uniformes en su mirada. Parece invitar primero a un recorrido por bosques nebulosos y umbríos de Cuetzalan, después a nadar en los mares calientes de Veracruz al mediodía. Su actitud es propiamente femenina, relajada como la de las crías de ocelote adormiladas a la sombra de las acacias, en una llanura merodeada por linces o pumas.
Mas la muchacha no teme ni aguarda, ni presagia ni supone, ni sueña ni descansa, sólo se muestra como cabía esperar por tener un nombre tan suavemente brillante.
La ambigüedad del color del muro es notable: ¿Su definición está en el marrón o el mostaza? ¿En el piñón? ¿En el trigo que mengua secándose? ¿En el pistache enrarecido por algún filtro?
Y la extraña ventana, ¿a dónde comunica?, ¿por qué tiene una cortina corrida fuera de la habitación donde está la muchacha, como si el afuera de ese sitio fuese el adentro o también el afuera de otro cuarto, y entonces parecería estar dividida la casa en jerarquías difusamente definidas? ¿Dónde está la joven mujer que me mira? ¿Será mi nueva vecina? ¿Estará en mi futura casa?
La almohada del fondo, con sus caracteres simples y rápidos, rompe en estilo, tras la cadera de la mujer, con la almohada de flores en apariencia bordadas, que a su vez también quiebra el estilo del otro cojín, más pequeño, que al tocar el brazo derecho de la muchacha hace relevante el motivo infantil de su dibujo (¿borregos de caricatura?, ¿osos de fantasía?), que acaso también fue bordado o quizá sólo fue impreso con serigrafía. No estoy dentro, pero puedo tocar las almohadas.
Su cara es grande y afilada, como la aproximación a una punta que en la semilla de un aguacate se realiza. Sus brazos son de bailarina, de cuello de flamenco, de carne de pitahaya. La playera es decisiva: necesaria para acotar las pretensiones de la mirada, y suficiente para empezar a balbucear un nombre de mujer que al pronunciarse de golpe agita el aire con el sonido “Camila”.
Para que se la ponga cuando me vaya, he dejado a su lado una roja falda, de gasa doble, amplia, muy amplia.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)
Archivo vivo
-
►
2008
(59)
- ► septiembre (6)
-
►
2010
(55)
- ► septiembre (5)
-
►
2011
(46)
- ► septiembre (3)
-
►
2012
(43)
- ► septiembre (4)
-
►
2018
(2)
- ► septiembre (2)
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.