jueves, 16 de octubre de 2008

Isla de Pascua

Era un sonido no identificable. Un motor que no cesaba de trabajar. Un rumor de barítono repitiendo un sonido zen. Un zumbido desconocido de tranquilidad. Me asomaba a la ventana y la obscuridad me respondía, con su velo negro, ignorándolo todo. Y ese sonido continuaba en sueños, continuaba pese al amor, pese al frío, pese al asalto onírico de no recuerdo cuántas cosas.

Fue hasta el día siguiente que, al asomarme de nuevo por la ventana, descubrí que todo ello era la voz del océano pacífico, al acariciar la piel de la isla. El mar se abría ante mí, con todos sus secretos. Enteramente.

sábado, 11 de octubre de 2008

Bienvenida del Anjel

El Anjel sabía de nosotros. Nos había visto acercándonos poco a poco a sus múltiples casas, hogares húmedos y otros de madera azul o verde. Nos identificó como los extranjeros en las tierras que llamamos Altos de Chiapas. Nos siguió con la vista a través de parajes, del asomo a cada manantial que hallábamos, atrapando la imagen del agua en cada paso. Nos vio acecarnos a los pobladores, platicar con ellos, caminar por entre las casas. Nos vio tomando pox. Por ello, cuando subíamos a la camioneta para viajar al próximo punto paraba de llover. Poníamos un pie en tierra y la lluvia regresaba. Era un poco más densa cuando llegamos al Tzontewitz y visitamos los altares. El Anjel estaba ahí, y no supe ―todavía me pregunto― si nos recibía con los brazos abiertos como esa infinidad de cruces azules y verdes, con la piel tatuada, o nos quería repeler. Creo lo primero, prefiero creer lo primero. El Anjel susurraba a nuestras espaldas, se movía entre la milpa, abría un ojo en el cielo. Y soltaba su lluvia. Incesante.
© Pablo Chávez Hernández y Daniel Murillo Licea, todos los derechos reservados.