Pero ayer, exactamente cuando describía cómo obtuve mi hombre espíritu, éste me reclamó: me recuerda que la familia Tepano me mostró muchos. Recuerdo que había de varios tamaños y de varios colores. El color, según explicaba la familia, era debido a que el makoy, la piel de los Kava-Kava, cambia según los años. Así es que un joven hombre espíritu es café claro, mientras que uno más viejo puede tomar una coloración color café tabaco. La edad se muestra en la piel de los descarnados de madera, esos hombres espíritus que aparecen en la Isla de Pascua cuando uno menos se espera. O que lo asaltan a uno en sueños. Quién fuera Kava-Kava, para cambiar de color conforme pasan los años. Y esto me lleva a una anécdota que me contó Rafael Baraona, hermano chileno, acerca de un hombre que era de color azul. El Beco ―que así se llamaba y que, a la sazón, fue marido de la poetisa Eliana Albala, avecindada en Cuernavaca― tenía el azulado color no por haber escuchado blues en abundancia, sino que lo había adquirido a fuerza de cigarro tras cigarro y afectar sus pulmones de tal manera que era muy difícil obtener aire.
Me miro al espejo, habría que mirarse al espejo para ver si no hemos cambiado de color con los años. Tal vez seamos Kava-Kavas, camaleónicos seres que obtienen canas, arrugas y nueva coloración mientras acumulamos años.