Era un sonido no identificable. Un motor que no cesaba de trabajar. Un rumor de barítono repitiendo un sonido zen. Un zumbido desconocido de tranquilidad. Me asomaba a la ventana y la obscuridad me respondía, con su velo negro, ignorándolo todo. Y ese sonido continuaba en sueños, continuaba pese al amor, pese al frío, pese al asalto onírico de no recuerdo cuántas cosas.
Fue hasta el día siguiente que, al asomarme de nuevo por la ventana, descubrí que todo ello era la voz del océano pacífico, al acariciar la piel de la isla. El mar se abría ante mí, con todos sus secretos. Enteramente.
Fue hasta el día siguiente que, al asomarme de nuevo por la ventana, descubrí que todo ello era la voz del océano pacífico, al acariciar la piel de la isla. El mar se abría ante mí, con todos sus secretos. Enteramente.