Se trataba de estar ahí, de ver si podíamos hacer algún proyecto acerca de agua potable y comunidades yaquis. Pero se nos había advertido acerca de que no podíamos tomar fotografías. Desobedecer era poner en riesgo nuestras cámaras. Andando, Fernando Leyva y yo llegamos a un cementerio, donde se ofrecía una ceremonia, entre cruces de colores. Esa vez yo llevaba la cámara de mi abuelo, una Topcon reflex con visor desmontable. Eso significaba que, desde la cintura donde colgaba, quitándole el visor, podía ver, sin moverme demasiado, una pequeña pantalla en la que se reflejaba lo que mis ojos podían ver sin tanto lío. Recuerdo que la ceremonia se llevaba a cabo en yaqui y nosotros fuimos vistos con curiosidad mientras nos acercábamos, juntos. Esperamos un poco, parados junto a la gente, para transformarnos en invisibles. Sucedió luego de un buen rato: los pobladores dejaron de vernos y nos convertimos en parte de los espectadores, en parte de la ceremonia. Fue ahí donde no recuerdo si yo le hice una seña a Leyva o si él me la hizo a mí. Acuerdo tácito mediante, enfoqué lo mejor que pude. Con la pantallita de la cámara encuadré a una señora y en el fondo una barda de madera pintada de amarillo, un hombre recargado en una cruz azul y el esplendoroso cielo con blancas nubes. Tenía el exacto encuadre, no estaba seguro del foco porque a la distancia y con mi miopía me era imposible mirar con detalle. Diafragma en 22, para asegurarme.Velocidad de 500. El sol pegaba fuerte, era cerca del mediodía y eso ayudaba a que las mediciones de la cámara tuvieran las condiciones adecuadas. Miré a mi alrededor, perdiendo un poco el encuadre y recuperándolo casi de inmediato. Si los pobladores se daban cuenta de que tomaba una foto la cámara de mi abuelo podría desaparecer o, al menos, el rollo. Leyva se llevó la mano a la boca y, con precisión tosió, enmascarando el “click” de la cámara.
Capturé un momento de esa ceremonia. Años después, por cierto, perdí el negativo. La única fotografía impresa también la perdí, cuando presté un álbum fotográfico a José Antonio Aspe, que nunca me devolvió. Sólo sobrevivió la ampliación que mandé hacer y que conservo en una de las paredes de mi oficina. Estoy seguro que en cualquier momento, es ineludible, voltearé hacia el cuadro y estará en blanco, o se irá deslavando poco a poco…
Capturé un momento de esa ceremonia. Años después, por cierto, perdí el negativo. La única fotografía impresa también la perdí, cuando presté un álbum fotográfico a José Antonio Aspe, que nunca me devolvió. Sólo sobrevivió la ampliación que mandé hacer y que conservo en una de las paredes de mi oficina. Estoy seguro que en cualquier momento, es ineludible, voltearé hacia el cuadro y estará en blanco, o se irá deslavando poco a poco…