No hay misterio en la muerte, hay trances emocionales y temores instintivos en su derredor causal y casual, puede haber aplomo y a veces serenidad en las circunstancias de su aceptación, otras veces hay morbo en sus contornos, pero ella no embebe enigmas, no es continente de preguntas. Desoye, calla. Es sencilla, ordinaria, ni siquiera su fenomenología contiene asombro, aunque su inminencia es sudorífica y por ratos gélida o quemante; pocas veces resulta tibia. En ocasiones la presentimos de manera vaga y acometemos con bravura su lomo de leviatán; a veces se nos ofrece clara e inesperada en las escolleras de la conciencia y nos arredra con su cualidad contundente, o nos anticipa con avidez la anchura de su gran cavidad y peleamos con manos en apariencia duras o ardorosas contra los heraldos que envía, pero son manos lánguidas que bullen desprotegidas en el seno de un corazón táctil y fabril, gemelo del que hierve en nuestro pecho, batiente, sobrio, orgulloso, y que, como éste, sabe fecundar y amar, herir y matar, como nosotros.
Es cese la muerte, pero primero que todo es la íntima vecindad de la nada, es vacío, ausencia absoluta, el hueco adimensional por excelencia que existe para no ser allí, donde ello es sólo no ser. Como resulta inhóspita e imposible para ser, es llamativo que tenga un nombre acogedor y mullido, en el que caben todos los que ya partieron y donde todo lo vivo cabrá cuando la vida se quite. Algún día vendrá y nos cerrará los ojos, nos arrebatará por la fuerza el aliento, o lo tomará con liviandad.
A la postre, pues, traspasaremos la vecindad de la nada, no estaremos en un vacío ni en un hueco, sino en nada: no seremos, o seremos nada con esa nada, en ella. La muerte será entonces inmutablemente la nada, que no admite misterio, que consiste en aquello que no puede desentrañarse ni acoger a la razón para ser discernido, ni aceptar sensibilidad alguna para sentir; nada que, antes de llegar, únicamente puede intuirse o presentirse o ser balbuceada con esa palabra, “muerte”; efectuarse, en fin, en la fijación de un nombre que en su dominio y poder no permite sinónimos ni tropos, y que debido a eso y no obstante eso nos recorre y se anuncia con una rígida suavidad inusual, como la pluma de un pijul que cae sobre una espalda desnuda y la estremece, sin que la piel descifre qué es, y el cuerpo, ya mudo, deba atestiguar que ha llegado el adiós definitivo, el verdadero final.
Es cese la muerte, pero primero que todo es la íntima vecindad de la nada, es vacío, ausencia absoluta, el hueco adimensional por excelencia que existe para no ser allí, donde ello es sólo no ser. Como resulta inhóspita e imposible para ser, es llamativo que tenga un nombre acogedor y mullido, en el que caben todos los que ya partieron y donde todo lo vivo cabrá cuando la vida se quite. Algún día vendrá y nos cerrará los ojos, nos arrebatará por la fuerza el aliento, o lo tomará con liviandad.
A la postre, pues, traspasaremos la vecindad de la nada, no estaremos en un vacío ni en un hueco, sino en nada: no seremos, o seremos nada con esa nada, en ella. La muerte será entonces inmutablemente la nada, que no admite misterio, que consiste en aquello que no puede desentrañarse ni acoger a la razón para ser discernido, ni aceptar sensibilidad alguna para sentir; nada que, antes de llegar, únicamente puede intuirse o presentirse o ser balbuceada con esa palabra, “muerte”; efectuarse, en fin, en la fijación de un nombre que en su dominio y poder no permite sinónimos ni tropos, y que debido a eso y no obstante eso nos recorre y se anuncia con una rígida suavidad inusual, como la pluma de un pijul que cae sobre una espalda desnuda y la estremece, sin que la piel descifre qué es, y el cuerpo, ya mudo, deba atestiguar que ha llegado el adiós definitivo, el verdadero final.