Inicio el descenso manejando con cuidado, mientras las llantas se mantienen firmes. Es la sierra norte de Puebla y yo viajo en un auto considerado como compacto, mientras trato de conocer mejor estos lugares, el verdor azucarado de agua en el ambiente, mientras la neblina se acomoda entre los cerros y las copas de los árboles. He ido a parar a alguna de esas comunidades que no aparecen en los mapas: lugares que aparecen y desaparecen con el viento y con la neblina. Y bajo, en el camino empedrado, mientras un chipi-chipi moja el parabrisas.
Pienso si encontraré a alguien abajo o, como a veces sucede, cuando aparece un auto extraño la gente se difumina. En esas estoy cuando aplico los frenos y el auto patina un poco, no puedo controlar el volante, me voy hacia la derecha, hacia la izquierda, las llantas no pueden sacar las uñas y aferrarse a las piedras, lisas, mojadas, de hielo. Tanto aprieto los dientes, con la pipa en medio, que no reparo en el dolor de la quijada. Sólo quiero tener el control del volante. Pero ahí voy, hacia abajo, zigzagueando, como si una fuerza magnética me atrayera hacia algún lugar allá.
Es la segunda vez que me ocurre esto: la primera fue en Cuetzalan, mientras bajaba por una de las calles empinadas, con una camioneta inservible para trabajo de campo. Aquella ocasión pude detenerme rozando las llantas con la banqueta derecha. Acá no hay manera de lograr que las llantas se aferren a algo. Intento mantener el control del volante, me parece que el auto aminora la velocidad, meto segunda con un jalón que sólo hace que me vaya de lado y que las llantas pasen por encima de unos matorrales. ¿Qué hay allá abajo, tan escondido o tan atrayente que ejerce esta fiera fuerza que me arrastra?
Un puente bastante estrecho para que pase un auto. Dos cruces, una en el barandal de cemento del puente, pequeña, con una flor roja amarrada; la otra, más grande, sobre una piedra. Un río caudaloso. Voy hacia allá sin poder frenar. Aprieto más los dientes, la pipa se hace de lado. La ceniza me cae encima y una brasa desaparece en el piso del auto.
Un puente bastante estrecho para que pase un auto. Dos cruces, una en el barandal de cemento del puente, pequeña, con una flor roja amarrada; la otra, más grande, sobre una piedra. Un río caudaloso. Voy hacia allá sin poder frenar. Aprieto más los dientes, la pipa se hace de lado. La ceniza me cae encima y una brasa desaparece en el piso del auto.