Terminé. Las tomas y secuencias eran correctas. La edición estaba lista. El montaje era simple, austero, así pensé en Morelos, en la mesa de edición, tras revisar al hilo los spots; en una primera tanda produje unos diez o doce, uno por cada persona. Los pintores estaban atareados en sus cuadros, el escultor y las grabadoras hacían lo que correspondía, Jis trazaba caricaturas sobre una mesa de dibujo, Jorge Esquinca tomaba un libro de su biblioteca e iniciaba un manuscrito, Emilio García Riera revisaba una película mexicana en un reproductor de video y parecía dispuesto a escribir unos apuntes. Todos interrumpían su actividad y miraban a la cámara, hablaban. Al suspender el ensayo de una obra de teatro, Yosi Lugo y Moisés Orozco invitaban a usar el agua de manera apropiada. Ricardo Monroy leía en su casa un libro de Yukio Mishima, luego revisaba algunas fotografías y después asumía de frente la cámara. En Guadalajara había producido las tomas con mucha rapidez y cansancio pero ya empalmadas manifestaban una realización sobria y serena.
Sin embargo los spots no estaban sonorizados. Tenía dos pistas musicales que fueron producidas a manera de demo; debía elegir una de ellas; una fue compuesta por Alexis Blaess, la otra por Julieta Marón. En la música de Alexis dominaban los timbres brillantes, un ritmo variable pero sencillo, los ambientes festivos y una perseverancia impulsiva que progresaba en líneas quebradas. La composición de Julieta era pausada, de tonos medios, de acentuación rítmica urdida con sigilo, con un arreglo electrónico concentrado en movimientos ondulatorios. Elegí la música de Julieta; luego utilicé otras propuestas de Alexis para musicalizar una obrita de teatro guiñol creada e interpretada por Mercedes, Ana y Andrea.
En algún momento pensé que había escogido la música de Julieta porque ella me impresionó vívidamente cuando la conocí. Mercedes me llevó a casa de Julieta para convenir el posible uso de su música en los spots que serían televisados. Era una mañana nublada, fría. Guadalajara estaba extendida como el manto agreste de un erial rociado de llovizna. En aquella época mi vida empezaba a desordenarse y, sin percibirlo, estaba enfilándose hacia los extremos de casi todo. Más tarde mi vida fue desquiciada y excesiva, con tanta pasión desbordada que caía al suelo y no obstante avanzaba de prisa, como una cobra repentina que relampaguea en las arenas buscando remedio a la sed en sus propias toxinas. Pero antes de que así sucediera Julieta nos ofreció jugo, agua, té y café; yo le pregunté si tenía whisky; trajo un par; uno fue para Mercedes y otro para mí. Quizá Julieta bebió jugo o café, o nada, no recuerdo. Yo bebía hipnotizado, estaba en el filo de un sofá mirando de reojo pero con fuerza a Julieta, quien charlaba con Mercedes. La presencia de Julieta me inquietaba. Yo no era nada para ella.
En otro momento llegué a pensar que había seleccionado la música de Julieta porque sus atmósferas hacían resonar mis manías emocionales: nostalgia, sensualidad proteica, evocación, ensimismamiento, concentración en el asombro del otro, desenlace de la angustia, melancolía indulgente, cierta tristeza apechugada con cautela. Había en la música de Julieta una escalera de caracol desde la que se divisaba y quedaba inconclusa la arquitectura de construcciones anímicas, había evanescencias de horizontes nublados, disimulos de troneras en cerros tajados, ejercicios de niebla, tesón de aguas trémulas. Quien escuchase esa pieza debería completarla en el silencio de su sensibilidad encubierta.
Es obvio que mi atracción por la música de Julieta tenía la misma ligadura que me atraía hacia ella. Y también era evidente que yo no había causado ningún interés en Julieta. Con esa doble evidencia musicalicé los spots. Me parece que las imágenes y la música crearon una mixtura afortunada, quizá porque en los fundamentos del ejercicio expresivo, cuando ocurre un acto de creación, aun separadas, las tensiones espirituales de quienes concurren en esas tareas se incorporan e infunden vida a la urdimbre de la pieza forjada. En ese tipo de actos sobreviene una amalgama sorpresiva de intuiciones a veces afines y a veces disímbolas, pero la hechura definitiva compagina las diferencias y las similitudes en una miscelánea unitaria y vívida. Mercedes logró la difusión de los spots en un canal de Guadalajara, después hizo lo mismo en Sonora; su trabajo fue un auténtico triunfo. No sé qué habrá sucedido después con ese material; han pasado más de diez años desde que lo hice, en realidad transcurrieron ya casi cuatro lustros.
La semana antepasada digité el nombre de Julieta Marón en un buscador de Internet. Ahí estaba ella, en su madurez y en su sensualidad vagamente incorporal, en fotografías de tinte azul sobre un fondo blanco, como acuarelas pintadas con brochas gruesas de finísimas cerdas; en sus ámbitos cerrados y en las sinécdoques de su talento, en fotografías a color, como íconos de tinturas electrónicas. Ahí está ella, con sus poses fotográficas, con sus gestos leves, con su distancia de sonido interior. Allá está ella, en su contingencia inalcanzable. Allá está ella, viva en sus heterónimos, que llevan los nombres de las notas musicales moduladas con belleza. Yo estoy acá, extraviado en su música persuasiva, desdoblado en el carrusel de las invocaciones. Estoy aquí, en el preámbulo de la ceguera nocturna, días antes de que junio anochezca.
Y escucho Noche clara en la página electrónica de Julieta. Abrogo entonces de facto la ley del silencio, con los dedos que percuten en el teclado estas letras. Y también en aquel espacio escucho y veo el videoclip Qué rayos pasa, y me pregunto qué rayos pasa. ¿Por qué un punto luminoso empleado de manera insistentemente molesta como efecto de postproducción no clausura la verdad del rostro y de los ojos de Julieta cuando canta y prologa una danza? ¿Por qué los desenfoques constantes de la imagen de Julieta, también ingratos con ella y conmigo, no velan su sensualidad hechicera y mística, no la privan de ésta?
Es así porque Julieta sigue siendo para mí una realidad acústica cuyo contenido sustantivo es el hecho escueto de sólo poder escuchar su música, la imposibilidad de mirarla en vivo y de cerca, la improbabilidad de encontrarla en la calle e invitarle un jugo, un café o un whisky, o de hacer una llamada telefónica y escuchar el timbre de su voz hilvanando frases coloquiales; continúa siendo una realidad sonora cuyo contenido esencial es la palpitación de mis propensiones emocionales, de esas manías anímicas borrosas, confusas, ambiguas, definitivamente abstractas y reiterativas. Es así porque Julieta forma parte de recuerdos misceláneos, sustanciados en otras memorias que se asocian a veces sin pauta y a veces bajo pautas predecibles. Éstas y aquéllas se acomodan al capricho fantástico de los deseos, de las sospechas, de los sueños. Julieta es una orquesta que afina las cuerdas tras bambalinas, el revuelo de un rehilete en la balaustrada de un puerto soñado, una voz comedida conmigo cuando recuerdo que la conocí y que me valí de su música para dar horma definitiva a un conjunto de spots.
Después de haber hecho cerca de veinticinco spots para Mercedes realicé más de un centenar de videos, de distintos géneros, en muchos lugares. Después de veintisiete años de trabajo he creado y he participado en la realización de más o menos de 380 videos; rondando los primeros cien o ciento cuarenta fue cuando conocí a Julieta. Estuve atrapado en las imágenes y en los sonidos de lo que antecedió a ella, luego empecé a escapar hacia el centro de lo que vino después de ello. Hoy dejé atrás todo eso y recuerdo imágenes inmarcesibles, representaciones anárquicas, formas vicarias de las formas auténticas, formas que de varias maneras me atrapan progresivamente en sus significados inciertos, variables. Tras esas formas, hoy me inclino sobre las palabras, las agito con las manos y las bebo. Hoy está a mi lado una amapola sedienta, una orquídea epifita, una caracola de los médanos, una magnolia desenvuelta, una medusa plena de desencuentros. Son representaciones fraguadas con palabras, no con imágenes, del recuerdo de Julieta, y de la memoria de aquellos spots que hice.
La semana pasada volví a Jalisco y tomé un tequila clerical en casa de Mercedes, por invitación de ella; bebimos a gusto con Pesho y Roberto. A Mercedes le dije que escribiría sobre Julieta, y que le enviaría un mensaje a través de la Red. Nunca escribiré a Julieta, sólo conseguí merodear su nombre con estas palabras. Sin remedio, estoy atrapado en la fanfarronería y en la timidez del hombre nostálgico que en mí podría estar renaciendo, con controversias, con tropiezos.
Creo saber qué habrá mañana detrás de esta ventana desde donde veo la lluvia rociar el suelo, con rayas líquidas de escasa fuerza que estallan con puntos chispeantes y trajineros. Sé que la próxima semana regresaré a Guadalajara y a Los Altos de Jalisco; quizá veré otra vez a Mercedes y estaré en Yahualica. No sé si más adelante algunas pasiones me harán caer de nuevo y zigzaguear por el suelo como una serpiente presurosa que ansía beber su propio veneno. Es bueno saber que estamos en junio y que avanzamos entre las lluvias hacia el invierno. Mantendré abierta la miscelánea donde algunos sucesos se agrupan y van desmenuzándose en recuerdos que por su alteridad creativa no admiten gobierno.
Sin embargo los spots no estaban sonorizados. Tenía dos pistas musicales que fueron producidas a manera de demo; debía elegir una de ellas; una fue compuesta por Alexis Blaess, la otra por Julieta Marón. En la música de Alexis dominaban los timbres brillantes, un ritmo variable pero sencillo, los ambientes festivos y una perseverancia impulsiva que progresaba en líneas quebradas. La composición de Julieta era pausada, de tonos medios, de acentuación rítmica urdida con sigilo, con un arreglo electrónico concentrado en movimientos ondulatorios. Elegí la música de Julieta; luego utilicé otras propuestas de Alexis para musicalizar una obrita de teatro guiñol creada e interpretada por Mercedes, Ana y Andrea.
En algún momento pensé que había escogido la música de Julieta porque ella me impresionó vívidamente cuando la conocí. Mercedes me llevó a casa de Julieta para convenir el posible uso de su música en los spots que serían televisados. Era una mañana nublada, fría. Guadalajara estaba extendida como el manto agreste de un erial rociado de llovizna. En aquella época mi vida empezaba a desordenarse y, sin percibirlo, estaba enfilándose hacia los extremos de casi todo. Más tarde mi vida fue desquiciada y excesiva, con tanta pasión desbordada que caía al suelo y no obstante avanzaba de prisa, como una cobra repentina que relampaguea en las arenas buscando remedio a la sed en sus propias toxinas. Pero antes de que así sucediera Julieta nos ofreció jugo, agua, té y café; yo le pregunté si tenía whisky; trajo un par; uno fue para Mercedes y otro para mí. Quizá Julieta bebió jugo o café, o nada, no recuerdo. Yo bebía hipnotizado, estaba en el filo de un sofá mirando de reojo pero con fuerza a Julieta, quien charlaba con Mercedes. La presencia de Julieta me inquietaba. Yo no era nada para ella.
En otro momento llegué a pensar que había seleccionado la música de Julieta porque sus atmósferas hacían resonar mis manías emocionales: nostalgia, sensualidad proteica, evocación, ensimismamiento, concentración en el asombro del otro, desenlace de la angustia, melancolía indulgente, cierta tristeza apechugada con cautela. Había en la música de Julieta una escalera de caracol desde la que se divisaba y quedaba inconclusa la arquitectura de construcciones anímicas, había evanescencias de horizontes nublados, disimulos de troneras en cerros tajados, ejercicios de niebla, tesón de aguas trémulas. Quien escuchase esa pieza debería completarla en el silencio de su sensibilidad encubierta.
Es obvio que mi atracción por la música de Julieta tenía la misma ligadura que me atraía hacia ella. Y también era evidente que yo no había causado ningún interés en Julieta. Con esa doble evidencia musicalicé los spots. Me parece que las imágenes y la música crearon una mixtura afortunada, quizá porque en los fundamentos del ejercicio expresivo, cuando ocurre un acto de creación, aun separadas, las tensiones espirituales de quienes concurren en esas tareas se incorporan e infunden vida a la urdimbre de la pieza forjada. En ese tipo de actos sobreviene una amalgama sorpresiva de intuiciones a veces afines y a veces disímbolas, pero la hechura definitiva compagina las diferencias y las similitudes en una miscelánea unitaria y vívida. Mercedes logró la difusión de los spots en un canal de Guadalajara, después hizo lo mismo en Sonora; su trabajo fue un auténtico triunfo. No sé qué habrá sucedido después con ese material; han pasado más de diez años desde que lo hice, en realidad transcurrieron ya casi cuatro lustros.
La semana antepasada digité el nombre de Julieta Marón en un buscador de Internet. Ahí estaba ella, en su madurez y en su sensualidad vagamente incorporal, en fotografías de tinte azul sobre un fondo blanco, como acuarelas pintadas con brochas gruesas de finísimas cerdas; en sus ámbitos cerrados y en las sinécdoques de su talento, en fotografías a color, como íconos de tinturas electrónicas. Ahí está ella, con sus poses fotográficas, con sus gestos leves, con su distancia de sonido interior. Allá está ella, en su contingencia inalcanzable. Allá está ella, viva en sus heterónimos, que llevan los nombres de las notas musicales moduladas con belleza. Yo estoy acá, extraviado en su música persuasiva, desdoblado en el carrusel de las invocaciones. Estoy aquí, en el preámbulo de la ceguera nocturna, días antes de que junio anochezca.
Y escucho Noche clara en la página electrónica de Julieta. Abrogo entonces de facto la ley del silencio, con los dedos que percuten en el teclado estas letras. Y también en aquel espacio escucho y veo el videoclip Qué rayos pasa, y me pregunto qué rayos pasa. ¿Por qué un punto luminoso empleado de manera insistentemente molesta como efecto de postproducción no clausura la verdad del rostro y de los ojos de Julieta cuando canta y prologa una danza? ¿Por qué los desenfoques constantes de la imagen de Julieta, también ingratos con ella y conmigo, no velan su sensualidad hechicera y mística, no la privan de ésta?
Es así porque Julieta sigue siendo para mí una realidad acústica cuyo contenido sustantivo es el hecho escueto de sólo poder escuchar su música, la imposibilidad de mirarla en vivo y de cerca, la improbabilidad de encontrarla en la calle e invitarle un jugo, un café o un whisky, o de hacer una llamada telefónica y escuchar el timbre de su voz hilvanando frases coloquiales; continúa siendo una realidad sonora cuyo contenido esencial es la palpitación de mis propensiones emocionales, de esas manías anímicas borrosas, confusas, ambiguas, definitivamente abstractas y reiterativas. Es así porque Julieta forma parte de recuerdos misceláneos, sustanciados en otras memorias que se asocian a veces sin pauta y a veces bajo pautas predecibles. Éstas y aquéllas se acomodan al capricho fantástico de los deseos, de las sospechas, de los sueños. Julieta es una orquesta que afina las cuerdas tras bambalinas, el revuelo de un rehilete en la balaustrada de un puerto soñado, una voz comedida conmigo cuando recuerdo que la conocí y que me valí de su música para dar horma definitiva a un conjunto de spots.
Después de haber hecho cerca de veinticinco spots para Mercedes realicé más de un centenar de videos, de distintos géneros, en muchos lugares. Después de veintisiete años de trabajo he creado y he participado en la realización de más o menos de 380 videos; rondando los primeros cien o ciento cuarenta fue cuando conocí a Julieta. Estuve atrapado en las imágenes y en los sonidos de lo que antecedió a ella, luego empecé a escapar hacia el centro de lo que vino después de ello. Hoy dejé atrás todo eso y recuerdo imágenes inmarcesibles, representaciones anárquicas, formas vicarias de las formas auténticas, formas que de varias maneras me atrapan progresivamente en sus significados inciertos, variables. Tras esas formas, hoy me inclino sobre las palabras, las agito con las manos y las bebo. Hoy está a mi lado una amapola sedienta, una orquídea epifita, una caracola de los médanos, una magnolia desenvuelta, una medusa plena de desencuentros. Son representaciones fraguadas con palabras, no con imágenes, del recuerdo de Julieta, y de la memoria de aquellos spots que hice.
La semana pasada volví a Jalisco y tomé un tequila clerical en casa de Mercedes, por invitación de ella; bebimos a gusto con Pesho y Roberto. A Mercedes le dije que escribiría sobre Julieta, y que le enviaría un mensaje a través de la Red. Nunca escribiré a Julieta, sólo conseguí merodear su nombre con estas palabras. Sin remedio, estoy atrapado en la fanfarronería y en la timidez del hombre nostálgico que en mí podría estar renaciendo, con controversias, con tropiezos.
Creo saber qué habrá mañana detrás de esta ventana desde donde veo la lluvia rociar el suelo, con rayas líquidas de escasa fuerza que estallan con puntos chispeantes y trajineros. Sé que la próxima semana regresaré a Guadalajara y a Los Altos de Jalisco; quizá veré otra vez a Mercedes y estaré en Yahualica. No sé si más adelante algunas pasiones me harán caer de nuevo y zigzaguear por el suelo como una serpiente presurosa que ansía beber su propio veneno. Es bueno saber que estamos en junio y que avanzamos entre las lluvias hacia el invierno. Mantendré abierta la miscelánea donde algunos sucesos se agrupan y van desmenuzándose en recuerdos que por su alteridad creativa no admiten gobierno.