En los últimos diez días he contemplado con detenimiento obsesivo algunas imágenes de ciertas esculturas de Bernini; son superlativas. De forma especial llaman mi atención tres encuadres de “El rapto de Proserpina” y la vista en plano americano de un ángel enfocado desde abajo y de lado, desde un sitio muy cercano al pedestal que lo soporta. Es una criatura sorprendida en el cataclismo de su condición angélica; fue detenida por el artista al borde de una acción humana irrealizada; su gesto posee la actitud de quien, desprevenido, parece vaciarse de propósitos, y su ánimo, sin ser ambiguo, quedara en suspensión relativa, como un coloide ensimismado en sus partículas. Las soluciones plásticas de ese rostro confieren mirada al ángel. No obstante carecer de los pormenores que en una pintura dan vida a los ojos, la piedra está animada porque el ángel atisba, mira o ve.
Entonces, como lo hago recurrentemente, he vuelto a preguntarme qué define la mirada, qué caracteres la hacen ser o la deciden y qué clase de manejos debe realizar quien esculpe o pinta o incluso fotografía para infundir vitalidad por los ojos a sus figuras, a sus imágenes, a sus criaturas. En verdad me interrogo por la mirada del artista. En vías de contestar de modo personal, recuerdo un trabajo audiovisual que hice hace más de diez años. Sé que no obtendré respuestas que me satisfagan: sin remedio, quedaré extraviado otra vez en devaneos.
En una semana grabé a varios artistas de la plástica y a un par de escritores que vivían en la capital de Jalisco. En su ambiente de trabajo, ellos deberían decir ante la cámara un lema relacionado con el uso responsable del agua. Las tomas así generadas estructurarían una serie de spots en video. Mercedes, amiga de los artistas, ideó la producción de esos materiales para que fuesen transmitidos en un canal de televisión de Guadalajara como parte de una campaña, que ella misma diseñó, sobre el uso adecuado del agua.
Grababa cuatro o cinco artistas por día, entre las diez de la mañana y las cuatro o cinco de la tarde. De esa manera, disponía de menos de dos horas para transportarme de la casa, del taller o del estudio de un artista al de otro y atender ahí, en cada sitio, la grabación de los spots.
El problema no era menudo porque trabajaba solo; si bien Víctor me trasladaba en auto entre un sitio y otro, yo me ocupaba por mis propios medios de diseñar al vuelo las situaciones de grabación, sin disponer de antemano de algún guión o story board, en espacios y con personas que desconocía. La actividad era fragorosa, aun físicamente, porque debía mover entre 12 y 15 kilos de equipo, a solas.
La acumulación de jornadas me entregaba en las noches mezclas de dolores musculares y sensaciones caprichosas en las que se revolvían olores de tintas, de madera y de pinturas con imágenes de equilibristas, animales, máscaras y torsos humanos, olores de solventes, libros, ropas y el sello aromático de algún espacio de cada casa y de cada cuerpo a cierta hora del día con las fragancias de los colores de aceite saliendo de sus tubos o causando atropellos y fundiciones de pastas exquisitas sobre las paletas.
Mis noches iban siendo un guirigay de sensaciones e imágenes, así que, insomne, bajaba al bar del hotel por unos tequilas y a oír al pianista. Pero aun en el bar y luego en mi habitación veía una máscara de Ismael Vargas a través de los anteojos de Luis Valsoto y a Martha Pacheco rematando un grabado del retrato de Carmen Bordes inscrito en una piedra pómez de medianas dimensiones, y a Carmen haciendo un aguafuerte con los dedos pensativos de Martha mientras entraban en un tintero. A Paul Nevin lo veía bruñendo la escultura monumental de una cirquera pintada por Judith Gutiérrez con tonos púrpuras y magenta sobre una pared caliza, mientras Jis trazaba un garabato donde estaban todos encubiertos, incluidos Jorge Esquinca y Emilio García Riera.
De forma contraria a lo que podía esperar, la algarabía de mis noches de escaso sueño y mínimo reposo fue un auxilio para centrarme de día como un dardo en las obras y en algún aspecto de sus autores. Así, en breve conseguí relacionarme con las obras o al menos reaccionar frente a ellas como un puñado de limadura de hierro que es arrojado al aire a escasa distancia de un magneto: atracción instantánea, fijación inmediata.
Después de completar las jornadas de grabación, ya en Morelos, mientras editaba, reconstruía los caminos técnicos que había abierto no mi mirada sino la pronta atracción que me fijó a los cuadros y a sus autores, en sesiones pautadas por la inmediatez: la determinación de los ángulos en que desdoblaría una acción, la dirección y la cantidad de luz, la combinación de planos y movimientos de cámara para construir escenas o secuencias.
Ahora, mientras escribo, recuerdo a los cuadros en tanto que prolegómenos del encendimiento de las formas, de los atributos polimorfos de la luz, y del movimiento abductor de los colores con el que éstos escapaban del lienzo debido a sus tropismos. En particular, al rememorar con detenimiento, noto que, a su manera, cada cuadro desarrollaba teoremas sobre la intensidad, la pluralidad, la heteronomía, la diversidad, la autonomía y el tránsito de ida y vuelta que hay entre la percepción y la sensación. Lo que aún en este momento sobresale de manera insistente de entre el conjunto de estilos, materiales y proyectos pictóricos son los ojos de Pilar Bordes. A ella, a Carmen Bordes, a Martha Pacheco y a Paul Nevin los había grabado el primer día.
Los ojos de Pilar eran una entidad del vuelo, una plasmación de la mirada que adviene y aprehende; para llevarlos a un primer plano, pero sin valerme de acercamientos con las lentes, los iluminé en su momento con un listón de luz obtenido mediante el acomodo apretado de las aspas de un reflector. Tocados por esa cinta, los ojos lucían intactos en su mirar completo; expuestos al torrente oblicuo de 500 vatios, meditaban en su fuerza contemplativa e inhibida, esplendente y prensil, contenidos en la inmanencia de su disposición para ver. Tendían un hilo inductor, excavaban un túnel de adivinaciones bifurcadas, extendían un teleférico para atravesar el precipicio que separa las formas definidas de las formas presentidas. Eran unos ojos-mirar, el sustantivo fundido al verbo, el objeto hecho acción, la unificación de la presencia y el viaje, la consubstanciación de la parte y el todo.
Los ojos de Pilar insistían en el desmembramiento y en la reintegración súbitos que hay en un determinado momento del acto de mirar, en el estado en que esa operación no puede ni necesita calcar o copiar una forma, sino percibir y agrandar la vibración originaria de la que brotan las cosas justo antes de definirse en su apariencia singular, para tomarlas en el punto preciso de su transfixión, donde su continuidad tiene cesuras y comienzan las grietas profundas en las que explota la materia que las hace únicas, irrepetibles, exclusivas.
Puedo admitir que la mirada del artista parte de la desestructuración como condición inicial: monta sobre lo que de origen capta incompleto o desmontado, instituye y constituye como parte de una necesidad creada por la destitución que por principio percibe en los campos observados. He de decirme que en realidad la mirada del artista no interroga, sino que impone una afirmación que no halla más caminos dentro de él que los afloramientos imperiosos de su percepción. En esa operación, la mirada del artista coexiste con una naturaleza que le es externa y con la propia, produciéndose un encuentro si no tormentoso cuando menos inquietante entre él como observador y el mundo como cuerpo observado.
¿Qué miraban de fijo y en realidad los ojos iluminados de Pilar Bordes mientras hablaba a la cámara manteniendo a su lado un autorretrato al óleo? ¿Qué miran los ojos descoloridos del ángel de Bernini que miro con obstinación? ¿Qué miraba Bernini en su modelo para dar mirada a la piedra? No sé. Supongo que miraron lo que yo deseo definir, conocer, mirar. Pero en sentido estricto no podré saber qué inventaron esos ojos al ver, porque lo que observaron no es el objeto que yo veo sino lo que le precedió. Por lo demás, ¿qué es mirar con arte, con propiedad, si no inventar la identidad de lo que la luz y las sombras nos ofrecen en sus choques fascinantes con las cosas, estremeciéndolas para crear la definición de lo que son?
Hoy, que dejé de lado el trabajo audiovisual, extraño un poco esa posibilidad que ofrece el acto de mirar a través de una cámara, y de recrear con un montaje de imágenes y a veces de sonidos las propiedades de lo vivo. Un poco añoro el manejo de la forma en que la luz se entrega a la vista para hacer de un detalle y de un conjunto mínimo de elementos el tropo decisivo de lo que cada cosa es, de lo que puede ser y de lo que debe ser. También extraño el bar del hotel tapatío donde me hospedé, el piano y los tequilas.
Por supuesto mi mirada videográfica nunca fue la del artista, nunca lo será, cuando más consiguió emular, sin embargo algo me orilla a seguir insistiendo en el intento de vislumbrar con propiedad, algo me instiga a perseverar en el atrevimiento de mirar, y de aprender a mirar.
Entonces, como lo hago recurrentemente, he vuelto a preguntarme qué define la mirada, qué caracteres la hacen ser o la deciden y qué clase de manejos debe realizar quien esculpe o pinta o incluso fotografía para infundir vitalidad por los ojos a sus figuras, a sus imágenes, a sus criaturas. En verdad me interrogo por la mirada del artista. En vías de contestar de modo personal, recuerdo un trabajo audiovisual que hice hace más de diez años. Sé que no obtendré respuestas que me satisfagan: sin remedio, quedaré extraviado otra vez en devaneos.
En una semana grabé a varios artistas de la plástica y a un par de escritores que vivían en la capital de Jalisco. En su ambiente de trabajo, ellos deberían decir ante la cámara un lema relacionado con el uso responsable del agua. Las tomas así generadas estructurarían una serie de spots en video. Mercedes, amiga de los artistas, ideó la producción de esos materiales para que fuesen transmitidos en un canal de televisión de Guadalajara como parte de una campaña, que ella misma diseñó, sobre el uso adecuado del agua.
Grababa cuatro o cinco artistas por día, entre las diez de la mañana y las cuatro o cinco de la tarde. De esa manera, disponía de menos de dos horas para transportarme de la casa, del taller o del estudio de un artista al de otro y atender ahí, en cada sitio, la grabación de los spots.
El problema no era menudo porque trabajaba solo; si bien Víctor me trasladaba en auto entre un sitio y otro, yo me ocupaba por mis propios medios de diseñar al vuelo las situaciones de grabación, sin disponer de antemano de algún guión o story board, en espacios y con personas que desconocía. La actividad era fragorosa, aun físicamente, porque debía mover entre 12 y 15 kilos de equipo, a solas.
La acumulación de jornadas me entregaba en las noches mezclas de dolores musculares y sensaciones caprichosas en las que se revolvían olores de tintas, de madera y de pinturas con imágenes de equilibristas, animales, máscaras y torsos humanos, olores de solventes, libros, ropas y el sello aromático de algún espacio de cada casa y de cada cuerpo a cierta hora del día con las fragancias de los colores de aceite saliendo de sus tubos o causando atropellos y fundiciones de pastas exquisitas sobre las paletas.
Mis noches iban siendo un guirigay de sensaciones e imágenes, así que, insomne, bajaba al bar del hotel por unos tequilas y a oír al pianista. Pero aun en el bar y luego en mi habitación veía una máscara de Ismael Vargas a través de los anteojos de Luis Valsoto y a Martha Pacheco rematando un grabado del retrato de Carmen Bordes inscrito en una piedra pómez de medianas dimensiones, y a Carmen haciendo un aguafuerte con los dedos pensativos de Martha mientras entraban en un tintero. A Paul Nevin lo veía bruñendo la escultura monumental de una cirquera pintada por Judith Gutiérrez con tonos púrpuras y magenta sobre una pared caliza, mientras Jis trazaba un garabato donde estaban todos encubiertos, incluidos Jorge Esquinca y Emilio García Riera.
De forma contraria a lo que podía esperar, la algarabía de mis noches de escaso sueño y mínimo reposo fue un auxilio para centrarme de día como un dardo en las obras y en algún aspecto de sus autores. Así, en breve conseguí relacionarme con las obras o al menos reaccionar frente a ellas como un puñado de limadura de hierro que es arrojado al aire a escasa distancia de un magneto: atracción instantánea, fijación inmediata.
Después de completar las jornadas de grabación, ya en Morelos, mientras editaba, reconstruía los caminos técnicos que había abierto no mi mirada sino la pronta atracción que me fijó a los cuadros y a sus autores, en sesiones pautadas por la inmediatez: la determinación de los ángulos en que desdoblaría una acción, la dirección y la cantidad de luz, la combinación de planos y movimientos de cámara para construir escenas o secuencias.
Ahora, mientras escribo, recuerdo a los cuadros en tanto que prolegómenos del encendimiento de las formas, de los atributos polimorfos de la luz, y del movimiento abductor de los colores con el que éstos escapaban del lienzo debido a sus tropismos. En particular, al rememorar con detenimiento, noto que, a su manera, cada cuadro desarrollaba teoremas sobre la intensidad, la pluralidad, la heteronomía, la diversidad, la autonomía y el tránsito de ida y vuelta que hay entre la percepción y la sensación. Lo que aún en este momento sobresale de manera insistente de entre el conjunto de estilos, materiales y proyectos pictóricos son los ojos de Pilar Bordes. A ella, a Carmen Bordes, a Martha Pacheco y a Paul Nevin los había grabado el primer día.
Los ojos de Pilar eran una entidad del vuelo, una plasmación de la mirada que adviene y aprehende; para llevarlos a un primer plano, pero sin valerme de acercamientos con las lentes, los iluminé en su momento con un listón de luz obtenido mediante el acomodo apretado de las aspas de un reflector. Tocados por esa cinta, los ojos lucían intactos en su mirar completo; expuestos al torrente oblicuo de 500 vatios, meditaban en su fuerza contemplativa e inhibida, esplendente y prensil, contenidos en la inmanencia de su disposición para ver. Tendían un hilo inductor, excavaban un túnel de adivinaciones bifurcadas, extendían un teleférico para atravesar el precipicio que separa las formas definidas de las formas presentidas. Eran unos ojos-mirar, el sustantivo fundido al verbo, el objeto hecho acción, la unificación de la presencia y el viaje, la consubstanciación de la parte y el todo.
Los ojos de Pilar insistían en el desmembramiento y en la reintegración súbitos que hay en un determinado momento del acto de mirar, en el estado en que esa operación no puede ni necesita calcar o copiar una forma, sino percibir y agrandar la vibración originaria de la que brotan las cosas justo antes de definirse en su apariencia singular, para tomarlas en el punto preciso de su transfixión, donde su continuidad tiene cesuras y comienzan las grietas profundas en las que explota la materia que las hace únicas, irrepetibles, exclusivas.
Puedo admitir que la mirada del artista parte de la desestructuración como condición inicial: monta sobre lo que de origen capta incompleto o desmontado, instituye y constituye como parte de una necesidad creada por la destitución que por principio percibe en los campos observados. He de decirme que en realidad la mirada del artista no interroga, sino que impone una afirmación que no halla más caminos dentro de él que los afloramientos imperiosos de su percepción. En esa operación, la mirada del artista coexiste con una naturaleza que le es externa y con la propia, produciéndose un encuentro si no tormentoso cuando menos inquietante entre él como observador y el mundo como cuerpo observado.
¿Qué miraban de fijo y en realidad los ojos iluminados de Pilar Bordes mientras hablaba a la cámara manteniendo a su lado un autorretrato al óleo? ¿Qué miran los ojos descoloridos del ángel de Bernini que miro con obstinación? ¿Qué miraba Bernini en su modelo para dar mirada a la piedra? No sé. Supongo que miraron lo que yo deseo definir, conocer, mirar. Pero en sentido estricto no podré saber qué inventaron esos ojos al ver, porque lo que observaron no es el objeto que yo veo sino lo que le precedió. Por lo demás, ¿qué es mirar con arte, con propiedad, si no inventar la identidad de lo que la luz y las sombras nos ofrecen en sus choques fascinantes con las cosas, estremeciéndolas para crear la definición de lo que son?
Hoy, que dejé de lado el trabajo audiovisual, extraño un poco esa posibilidad que ofrece el acto de mirar a través de una cámara, y de recrear con un montaje de imágenes y a veces de sonidos las propiedades de lo vivo. Un poco añoro el manejo de la forma en que la luz se entrega a la vista para hacer de un detalle y de un conjunto mínimo de elementos el tropo decisivo de lo que cada cosa es, de lo que puede ser y de lo que debe ser. También extraño el bar del hotel tapatío donde me hospedé, el piano y los tequilas.
Por supuesto mi mirada videográfica nunca fue la del artista, nunca lo será, cuando más consiguió emular, sin embargo algo me orilla a seguir insistiendo en el intento de vislumbrar con propiedad, algo me instiga a perseverar en el atrevimiento de mirar, y de aprender a mirar.