viernes, 25 de abril de 2008

Consunción

De amplitudes medianas se habían apoderado las caobas y los cedros componiendo apelotonamientos difusos que no comprendí al recorrer el rancho los primeros días. El orden al que obedecían los sitios asignados a los árboles, la distribución de éstos, su finalidad y la estrategia empleada para dar nueva vida con ellos a una selva más o menos intervenida fueron rápidamente entendibles cuando don Jesús me explicó su utilidad, manejo y ubicación, en el suelo, con trazos rápidos marcados sobre la arena y en un papel arrugado del cuaderno de uno de sus sobrinos; pero al estar entre aquellas maderas preciosas vivas y después divisarlas a la distancia, mirando más tarde un abigarramiento extendido de plantas y animales de crianza, toda explicación dada por don Jesús resultaba o bien insuficiente, o bien una especie de trapacería efectiva, que desde luego no era tal; el campesino no era hombre de faramallas. ¿Cómo partir de lo adverso que fue esa mancha selvática averiada para realentar en ella un nuevo verdor? ¿Cómo hacer convivir especies que por naturaleza compiten, a despecho del orden establecido y también del que estaba estableciéndose? ¿Cómo encauzar tanta vida donde lo vivo naciente, por su demasía explosiva, se consume o atrofia antes de prosperar hasta la plenitud? Más que la bonanza, la consunción procurada es un arte, supone un conocimiento añejado en observaciones detenidas de los mundos de las plantas, de los animales y de la gente, conocimiento que había sido cultivado por don Jesús.

San Dimas era un rancho basado en el principio de mimesis de la milpa maya. Había palmas de guano y pitahaya, plantaciones de maíz, calabaza, yuca, mandioca, naranja agria, mandarina, limón, lima, plátano, hortalizas y plantas medicinales endémicas. Además, don Jesús tenía apiarios, gansos, guajolotes, gallinas, toros y vacas, borregos pelibuey y cerdos. Don Jesús vivía para ese lugar; era inquisitivo, perspicaz y diligente; lo mismo cargaba cestos rebosantes de naranjas que llevaba cochinos a la venta, o podaba los árboles de cítricos; lo mismo discutía con rabia sobre la desidia de la burocracia agropecuaria, que bailaba alegre en las fiestas; era de mirada impenetrable y de ojos limpios; era a la vez dominante y permisivo, rudo y juguetón: un mandamás, un niño; un peón, un patrón; un trovador, un administrador. Los cerdos eran uno de los más grandes orgullos de don Jesús.

Los cerdos habían sido criados en estado casi salvaje; gozaban de una libertad inusual; primero habían estado sueltos en el monte, con una vigilancia apenas suficiente para suplementar su alimentación, si hacía falta, y dar cuidados mínimos a las crías, si era necesario. En ese encuentro de los cerdos con su hálito primitivo, una puerca gigante desarrolló impulsos caníbales que tenían origen en una compulsión por comer la carne de sus prójimos, no en la necesidad de alimento; la segunda o tercera vez que parió, devoró a sus crías, y luego, al poco tiempo, furtiva, espiaba a otras madres y a sus lechones, habiendo elegido lugares óptimos para esconderse; en el momento oportuno emergía con su barbarie desbocada y arremetía a dentelladas contra los puerquitos; era bizarra de por sí, y se envalentonaba todavía más con los gruñidos que profería al atacar. Como diezmaba los criaderos, don Jesús debió cazarla, como a un jabalí.

Don Jesús quería entrar al chiquero porque su cumpleaños reclamaba una cochinita para ser preparada en horno de tierra. Antes de entrar a las zahúrdas donde estaban las camadas de lechones y crías medianas, don Jesús sacó de ahí al semental, un verraco gigantesco, muy parecido a un zepelín exagerado en su diámetro ecuatorial. El campesino entró a la zahúrda con un ayudante. Junto al verraco, los campesinos eran un par de niños tilicos. El lomo de tan magnífico cerdo llegaba un poco por arriba de la cintura de aquellos hombres. Un grito de don Jesús asonó con el de los cerdos. Un gruñido inmediato de la bestia superó el lance gutural del campesino. Otro grito y un golpe de garrote en los cuartos traseros. Un resoplido estentóreo del marrano. Una orden del amo. Una réplica del cerdo. Una contraorden del puerco. Una concesión obediente del amo seguida de una embestida fallida del verraco, y, de improviso, una sumisión inesperada del cochino. Cuando el semental parecía haber cedido a la voluntad del amo y estaban muy cerca sus cuerpos, el verraco dejaba llevar su corpulencia hacia don Jesús en un tambaleo, y éste flaqueaba como muñeco relleno de borra, pero ganaba compostura de nuevo y arremetía contra esa campana catedralicia de carne y huesos, que tañía con el badajo descomunal de sus bofes bárbaros. Atenazando la cola, don Jesús buscaba estar siempre detrás del semental, fuera del ámbito de su vista y de su hocico. Al fin don Jesús y su ayudante condujeron al verraco a unas trancas de manejo; ahí lo encerraron con una viga colocada en diagonal entre las cercas. Desde lejos llegaba el olor elegante de los azahares, de los naranjos y limoneros, y se mezclaba con los de la zahúrda y el del sudor de los hombres. Las copas juveniles de las caobas y de los cedros sobresalían apenas de los cítricos, a lo lejos.

Don Jesús llegó hasta una cerdita blanca, de pelo y color uniformes, perfectamente proporcionada, mansa como un perro casero; antes de tocarla le habló con suavidad y afecto; ella lo miró con actitud de acuerdo. Pero al intentar asirla por las patas traseras y por el cuello, el animal corrió en zigzag en su corral, derrapando en el piso y chillando con la fuerza de un silbato ferroviario. Don Jesús se afligió e intentaba calmarla, hablándole, pero el animal se escabullía y peleaba. Don Jesús la atajó con su propio cuerpo y contra una esquina de la zahúrda. Todas las cerdas de la porqueriza chillaban de manera pavorosa, como si con la continuidad, el tono y el volumen de sus gritos pudiesen paralizar al captor de la cría y ahuyentar a quienes presenciábamos su captura. Los gansos se añadieron con sus escandalosos refuerzos al ataque sonoro de las cerdas, también sonaron las reses, los gansos, las gallinas, los totoles, los perros… Los animales silvestres para mí indistinguibles formaron un coro de pánico. La muerte pasó aullando y pateando entre los corredores vegetales y las antenas instintivas de San Dimas.

Don Jesús salió de prisa del chiquero y entregó la cochinita a su hijo para que la sacrificara. El puñal había sido alistado con anticipación. Don Jesús detuvo a la cerdita mientras su hijo le atravesó el costado izquierdo. El metal entró parcialmente al chocar con las costillas, luego siguió su camino interior, sesgado, sin penetrar hasta adentro. El joven sacó el puñal de la puerca. La sangre manaba pasiva, caliente; hacía grumos granulados y gelatinosos al mezclarse con la tierra. La cochinita no moría; por el hocico jalaba la vida; su chillido tomó una tesitura distinta, demasiado cavernosa para provenir de una bestia niña y bella; un barítono modulaba con tonos bajos en su garganta, y luego recomenzaba el tiple. Ello hizo sentir muy mal a don Jesús; turbado, molesto y compungido, tomó para sí al animal; él solo aprisionó a la cerda contra sus espinillas ayudándose con las rodillas dobladas a medias; metió con determinación el puñal por la misma herida, de un solo golpe, fuerte, directo, entre las costillas, entero, hasta la empuñadura; muñequeó sobre la hendidura como si machacase hojas suaves de chaya en un mortero, con la punta del puñal haciendo óvalos adentro; actuó calmo, clemente, piadoso, con seguridad completa. El gemido del animal cesó, y los ruidos de San Dimas también, sin embargo la mano de don Jesús proseguía con sus movimientos de cigüeñal o de leva reventando y haciendo más grande la abertura invisible del corazón, aunque la visible, la del costado, se mantenía igual, como una boquilla besadora y sangrante por la que había escapado la vida para arraigar en el suelo. Unos cuantos hilos rojos chorrearon el pañuelo blanquísimo y perfecto que era la piel de la cerda. En cualquier momento podía salir volando una paloma blanca de ese pecho, o un puñado de mariposas de alas blancas y salpicadas de arrebol.

Los limoneros, los naranjos y el estiércol esparcían su bálsamo en el ambiente, movido por el capote desplegado del viento caliente y seco. Los cítricos y las maderas preciosas parecían haberse acercado a nosotros con la consunción apurada de la cerda. El agujero para el horno de tierra era todavía un ombligo estrecho. La esposa y las hijas de don Jesús preparaban aguas de naranja y de pitahaya, y salsas de chile habanero. Una de las hijas canturreaba, con azahares en el pelo y en una oreja. Dos mesas estaban vestidas con manteles de hule, de estampados florales, y servilletas deshiladas y bordadas con colores rojo, amarillo y violeta.

Con respeto supremo, don Jesús sacó el puñal, lo entregó a su hijo, levantó a la cerda y la llevó a una tabla usada como mesa junto a un horcón. La existencia de los animales se percibía por su silencio. Mi amigo José Luis y yo seguimos a don Jesús y a su criatura inerte. Al mirar las manos de don Jesús comprendí el origen del orden peculiar que había en San Dimas, escuché las palpitaciones de los cedros y de las caobas, el bullicio reavivado de esa selva en su renacimiento. Con la mirada lánguida y el pecho salido, don Jesús honraba a la pequeña bestia caída; cargó a la puerca como se lleva en brazos a un niño cansado, dormido, que habrá de alimentarse con el sueño para vivir otra vez, otro día, feliz y perpetuo.

martes, 22 de abril de 2008

Fobia

Me hospedé varios días en ese hospitalito rural porque era la única posibilidad de vivir en un pueblo que carecía de hotel y de casas de huéspedes, y porque era conveniente vivir en el centro de población, y no en la ciudad de Colima, para involucrarme a fondo con la gente y crear una perspectiva narrativa adecuada al video testimonial del que estaba ocupándome. Porque no había ningún paciente internado y el lugar se vaciaba en las tardes, la doctora encargada del hospital me permitió pasar las noches en la sala de internos, donde había unas quince camas vestidas, limpias y desocupadas. El enfermero me avisó que espantaban de noche: varios pacientes, muertos en agonía aflictiva, moral y física (apuñalados o baleados unos, consumidos otros por infecciones incurables, a veces corroídos por culpas inconfesas o agravios no perdonados), aparecían a mitad de la noche en las que fueron sus camas, se levantaban y arrastraban los pies al andar por los pasillos, con sábanas o batas ensangrentadas o llenas de secreciones, esputos y vómitos infecciosos, o de pus. Así, de noche, el hospitalito se convertía en una voluminosa enciclopedia de ultratumba, escrita con el sufrimiento emocional y corporal de los agonizantes, o pasaba a ser un cartapacio lleno de rezos hechos con gemidos de los moribundos, murmurados antes de expirar.

La primera noche dormí tranquilo en la sala de hospitalización. Elegí una cama baja, colocada en el extremo de una de las dos hileras de muebles que había en aquel cuarto grande; la escogí porque era la que menos rechinaba y porque estaba cerca de una ventana, que mantenía abierta para airear el espacio. Antes de acostarme me puse una bata blanca del hospital, ligera, bien ventilada, de las que usan los pacientes cuando son revisados o pasan varios días en cama.

La segunda noche, la oscuridad casi completa y los sonidos colados a la sala de camas obraron en mí, poco a poco, con un efecto que no experimentaba desde que era niño. El ruido de un arrastre entró a la sala a través del corredor principal. Al moverme en el colchoncito rechinó la cama. Esperé inmóvil intentando distinguir el ruido; no se repitió, pero el sonido de una frotación indefinida llamó mi atención porque no provenía de las camas, sino de afuera del hospital. Me levanté. Descorrí la cortina y me asomé a la ventana mirando hacia un pequeño patio interior que tenía árboles y matas; el viento balanceaba las ramas oscuras; nada más se movía. En el extremo opuesto de la sala escuché un deslizamiento suave, parecía haberse producido dentro del cuarto grande en el que estaba. No fui hacia allá porque habría tropezado con las camas, disimuladas, como estaban, por la oscuridad. Supuse que un tlacuache o una rata estaba moviéndose en línea con el muro, en el otro patio interior. Los grillos seguían con su trabajo nocturno. El deslizamiento continuó con su desconocida faena. Supuse que eran varias ratas. Volví a la cama. Me llevó un buen tiempo recuperar el sueño, porque las ratas son mi fobia magna, menguan mi ánimo, aniquilan mi serenidad, ponen a prueba mi temple.

La tercera noche no podía dormir; esperaba atento algún ruido, aguardaba la señal de unas uñas escalando los muros, algún indicio de hociquillos royendo cerca de mí, la audición de colas anilladas rozando las patas de la cama contigua. Me levantaba de la cama, me volvía a acostar y me levantaba otra vez. Las ratas podían haber penetrado durante el día y estar atentas a que el sueño me dejara impasible para hacer de las suyas. Veía lo que no había y lo que no deseaba ver, pensaba lo que no debería pensar. La piel comenzó a reaccionar ante la metralla de mi imaginación. Empezaba a presentir el aliento pestífero de las ratas junto a mi cara y el tocamiento de su pelaje insoportable, de sus cuerpos fofos, calientes y agitados; comencé a sentir su mirada astuta mientras esperaba verlas frente a mí cuando quizá podían estar a mis espaldas. Ante esa posibilidad, me replegué contra una pared, pero los roedores podían treparme a la cara desde los pies; volví a la cama y, echado, daba vueltas en todas direcciones.

La cuarta noche, las ratas corrían por cada rincón y en los sitios llanos de mi fantasía; en pocos minutos dieron cuenta de las paredes que separaban a ésta de la razón; sus dientes destrozaban y masticaban mi cordura, hacían trizas mi lucidez en un festín bestial. El veneno de mi fobia fluía negro, presuroso y letal por mi sangre. En cada latido el corazón movilizaba sustancias que hacían rapiña de mi voluntad. Antes de golpear la pared con las palmas para ahuyentar a las ratas inexistentes, escuché un golpe blando más allá de la enfermería. Eso desaceleró el proyectil mórbido en el que viajaba mi imaginación. Fui a la ventana, abrí las cortinas para dar paso a la escasa luminosidad exterior, localicé el interruptor de las lámparas, que estaba en el corredor; encendí la luz y llegué a la enfermería; estaba cerrada con llave, revisé a través de su ventanilla. No había nada extraño, sólo estaban los bultos de sábanas apilados sobre una mesa y una bata colgada en el perchero. El ruido debió producirse más allá de la enfermería, en el consultorio. Decidí ir allá. Sentía el espinazo de fuera, las uñas disparatadamente crecidas, los puños de hierro, los dientes cortantes, los pies golpeadores. Era el homicida en ciernes, la víctima que victima, el monstruo temible, el peleador incólume, la bestia terrible. Era, incluso, el raticida perfecto.

Llegué al consultorio; había orden. Al lado de ese cuarto estaba el de trabajo social, que no tenía ventana; pegué la oreja a la puerta… silencio. Sólo faltaba revisar un cuartito situado al fondo de un pasillo angosto. Los grillos seguían trabajando con sus raspadores orgánicos. Giré el picaporte. Abrí un poco la puerta. A través de la ranura miré la oscuridad. La débil luz que entraba desde el pasillo me dejó ver un cuarto en apariencia vacío y completamente cerrado, sin ventanas. Tenía los pelos crespos, como los de una rata aterrorizada y lista para desgarrar. Si yo era la rata, tenía pavor de mí. Metí la mano y la moví en un muro hasta encontrar el interruptor, pero no servía. La oscuridad era densa. En busca de una cura para mi aversión, en el marco de la puerta, me convertí en un agonizante apuñalado, en un moribundo letalmente infectado, en un espanto con bata de hospital empapada de sudor venenoso, que arrastraba los pies. La oscuridad me llamaba con sus brazos de raso y de brea. Abrí por completo la puerta y entré en las tinieblas, anhelante, conmovido, extenuado, dispuesto a pelear.

viernes, 18 de abril de 2008

Tubo

Las formas de la noche han llegado una tras otra a esa alcoba pública para arder sin llamas con una tea quimérica entre las piernas. Lucen los fetiches convencionales usados por la colegiala, la enfermera, la secretaria, la ciudadana exótica y la bailarina frenética:

Las botas de charol rojo o las zapatillas fucsia de escotes disolutos. El olor sintetizado de jazmines y geranios vicarios. Los tirantes elásticos bajo los que restallan los senos. La diamantina policroma untada con comedimiento en todo el cuerpo. La mascada o la cinta larga para el pelo que pasa una y otra vez de la cabeza a las ingles, de las axilas al cuello, y roza la boca, únicamente la roza, casi sólo da un roce breve y leve y suave a una boca semiabierta, y a veces los dientes atrapan la tela por unos momentos, como lengua camaleónica, como un relámpago, como una centella. El bilé carmesí que envuelve unos labios amotinados tras una mueca ambigua de petición y mandato. El liguero que marca el cutis y encarna en un muslo desnudo y fresco. El otro liguero que aún estira una media en la pierna para apretar la carne contra el nylon negro. El calzón diminuto que ciñe las nalgas por la mitad de sus particulares hogazas y se niega a mostrar una abertura embriagante, velada en parte y en parte revelada por la lycra traslúcida frotada sobre el pubis. El sostén que marca y apenas deja asomar unos pezones de ciruela, que en algunas muchachas son de pulpa de fresa tierna y en otras son de higo remojado en vino seco.

Lencería que instiga. Gestos que incitan. Liviandad de cuerpos irresistibles cuya animación es la música, el gentío, las luces, los gritos, no alguna excitación en particular, sólo el hecho de estar danzando en el estrado; tiradas las jóvenes en el suelo, hincadas y entreabiertas en el centro de la pista, como boinas, como equis, arrastrándose en un extremo, como verdugos, como supliciadas; de pie, extendidas y circunflejas junto al poste, a un poste nunca suficientemente suyo, a un poste siempre lo apropiadamente listo para ser hallado, rodeado, trepado, recorrido y dejado atrás.

Una a una, las muchachas han soltado los fetiches para moverse igual que cenizas bajo el camuflaje de un elenco de luces cambiantes, de lámparas que con sus haces dispersos las llevan a un lado y a otro sin que quienes las vemos tengamos una idea precisa de cómo cambian de sitio: pueden estar de golpe sobre una mesa, o salir de su camerino, o estar acodadas en la barra tomando un trago privado; sus rostros son distorsionados por la euforia fantástica de poseerlas al extender las manos en el aire clamando sus motes, sus nombres peregrinos, diciendo los sobrenombres de sus pueblos o los de las ciudades de donde vienen y a las que van; devienen modelos de lencería barata y exquisita mientras se cambian, devienen estrellas de revistas y de cine porno mientras se relajan, divas tapizadas con cutículas de uvas que fueron cosechadas para relamerse en el carnaval orgiástico de la noche.

Se encienden las luces principales. Las mujeres van a ducharse en la soledad de sus baños. Todos fumamos o bebemos. Son mujeres de una valentía inusual, monumental, inigualable. Son mujeres que con su estatura han silenciado el alarido grotesco, el grito dionisiaco, el aullido burlesco que estalla en esa alcoba pública cuando se desnudan: ¡Tubo, tubo!

No es necesario que alguien grite, es innecesario que los sobrios y los borrachos exijan. Ellas lo saben. El tubo es el tótem de los que quieren hablar con ellas, de los que necesitan olerlas de cerca para saber que existen. El tubo es el tótem de los que no tienen cabida en la noche, de quienes no caben en la oscuridad en la que gritan sus desamparos y sus éxtasis. Así fue en Guerrero. Así fue en Colima. Así fue en Nayarit. Así fue en Morelos. Así es. Es así en todas partes.

sábado, 12 de abril de 2008

¿Estás cansado?

Así repetía Sandro Cespoli, videodocumentalista que iba como copiloto en el viaje que iniciamos en Tlayacapan, en Morelos, seguimos en la sierra de Puebla, continuamos por Tatahuicapan en Veracruz y acabamos en los Altos de Chiapas, en lo que luego denominé como “la búsqueda de la comunicación para el desarrollo en México”. La frase dicha con insistencia era una notificación, un acuerdo tácito para anunciar la hora del café. Tal vez los compañeros con los que viajábamos tomaban a exageración que cada vez que nos topábamos con un café nos deteníamos, de esos lugares que proliferan actualmente junto a las gasolineras, en esas carreteras hacia el sur. Pero Sandro y yo disfrutábamos del viaje con una taza de café cargado. Y más adelante, cuando se atravesaba un letrero que ordenaba “NO MANEJE CANSADO”, Sandro repetía la frase, “¿Estás cansado, Daniel?”, y la broma se extendía por la carretera. Así se hacen los códigos, mensajes recurrentes que permiten una comunicación (la apellidaríamos “fática”, para ponernos mamucamente teóricos) entre dos o más personas. En este caso, entre Sandro y yo. La frase sigue teniendo resonancia, en Roma o a través de correo electrónico y es la clave para tomarme un buen café, a la salud de ese amigo italiano avecindado en Panamá. No nos cansaremos mientras haya una taza de buen café, entre otras cosas.

jueves, 10 de abril de 2008

El mejor lugar de descanso

Salíamos de Londres Ori yo, con nuestras maletas al hombro y en el autobús que iba hacia Edimburgo. Años después, en Costa Rica, me vi en la misma situación y he pensado que la gente, en situaciones semejantes, reacciona igual en todos lados. El autobús iba repleto, todo mundo se empujaba, mentaba madres en inglés y apartaba sus asientos. El autobús iba hasta el tope y Ori tuvo que subir corriendo para apartar dos lugares, mientras yo me aseguraba que las maletas fueran guardadas en el compartimiento y no se quedaran en la calle. Mi subida fue entre empujones, porque el chofer parecía no quere dejar que más gente subiera; parecía que era el último transporte a Edimburgo. Empujé a jóvenes y viejos, que no dejaban pasar o que no tenían asiento, hasta que alcancé mi lugar, al fondo del autobús. Viajaríamos toda la noche y algunos pasajeros no habían alcanzado lugar, así que se sentaron en las escaleras en los pasillos, donde se pudiera. En el trayecto un cuate a nuestra derecha se la pasó escribiendo en una libreta minúscula color café, con sus audífonos puestos (el tipo, no la libreta). Y en el asiento un poco más adelante, iba una parejita que no dejó de cachondear todo el tiempo, cambiaban de posiciones, se acostaban, se sentaban, se paraban y echaban bronca a cualquiera que, siquiera, los estuviera viendo.

El viaje no fue, entonces, nada cómodo. Un rato Ori se recargaba en mí para conciliar el sueño y otro rato yo hacía lo mismo, pero nos despertaba una curva pronunciada o los jadeos de aquellos dos que no podían retener sus ansias hasta llegar a un hotelito en la capital escocesa. Fueron ocho horas de viaje en donde los ronquidos también hacían coro: empezaba uno lejano, luego uno delante de nosotros y continuaba, como un croar de ranas en plenilunio.

Nos quitamos los zapatos, habíamos caminado demasiado en Londres y apenas aguantábamos los pies, estábamos sudados, con ese sudor que se mete entre la ropa y se instala, casi se congela, cuando hace frío. Recuerdo que me dio hambre en algún momento.

Llegamos cuando amanecía y conocimos Edimburgo cuando la gente apenas comenzaba a despertar. Recuerdo que bajamos, fuimos por nuestras maletas, entre nuevos empujones, desesperación de varios pasajeros por recuerar su equipaje y empezamos a caminar. Teníamos hambre y todavía no abrían ningún lugar. Nos encontramos, en contraesquina de la plaza donde nos dejó el autobús, un cafecito agradable, pero apenas estaban haciendo la limpieza. Volveríamos después, para tomar un buen café. Entonces nos adentramos por las calles de esa ciudad tan nueva para nosotros. Nos llamó la atención una barda antigua y unos escalones. Detrás se veían las copas de varios árboles y pensamos que se trataría de un parquecito. Caminaríamos un poco por él y luego volveríamos por sendas tazas de café.

Resultó que no había parque, sino que se trataba de un cementerio: las criptas familiares estaban formadas en dos filas y había varias lápidas de piedra con fechas del siglo XVIII y XIX. Nos dedicamos a observarlas, a visitar las criptas, a asomarnos entre los barrotes y a ver las paredes con musgo. Veíamos un poco más lejos una cripta circular que asemejaba a una torre enana de castillo.

De pronto me sentí muy cansado, porque la posición de dormir sentado es en verdad incómoda y me recosté en el pasto, entre las filas de criptas. Ori hizo lo mismo. Acostados, viendo las copas de los árboles, entre tantos otros en la misma posición que nosotros, pero en sus nichos o bajo tierra, pasé una mano por el pasto frío. El sol empezaba a salir tímidamente en el cielo nublado. Mi espalda agradeció que me mantuviera acostado un buen rato. Y es que un cementerio, en verdad, es el mejor lugar para descansar.

domingo, 6 de abril de 2008

Una sopita

Hemos salido temprano y tenemos todo el día en campo, entrevistando a las personas que buscamos por esas tierras mayas, los viejos personajes que han aparecido en programas de video que, para mí, son irreales. Ahí, en el oriente de Yucatán, son de carne y hueso y hemos venido a buscarlos para hacerles recordar. Así, el viaje iniciado en la camioneta, muy temprano, con apenas unos huevos revueltos y un nescafé en el estómago, para anudar recuerdos en entrevistas y recorrer poblados. Maneja, porque sabe bien los caminos de estas tierras, José Luis Meléndez, quien va acompañado en la cabina por dos personas que levantamos en un tramo del camino. Atrás, en la caseta, vamos Toño Requejo, varias personas y yo. José Luis nos ha dicho que nos dirigimos a un poblado no muy cercano. Pese a que no hemos comido, y ya se acercan las cuatro de la tarde, hemos aceptado y allá nos dirigimos.

La camioneta viaja sobre la espalda de la serpiente que es el camino: nos dirá José Luis, cuando llegamos al poblado, que el camino fue construido siguiendo la ruta del ganado, porque así salía más barato y alguna dependencia se ahorraba unos pesos (o alguien se los embolsaba) con la construcción de este camino y la falta de trazado ingenieril. Así que la sierpe de tierra acabó por marearnos a tal punto que Toño y yo nos veíamos con caras descompuestas. Además del hambre, que crecía y empezaba a arañar con desesperación nuestros estómagos.

Llegamos al fin y tocar tierra me produjo un mareo peor del que tenía en la camioneta. Sentía que me tambaleaba, y veía a Toño no en mejores condiciones. José Luis notó algo —porque, pese a su costumbre de malpasarse y hacer dos comidas en el día, una como a las ocho de la mañana y la otra como a las once de la noche (y a lo cual tanto Toño como yo nos habíamos adecuado, en estas tierras donde él era nuestro guía) —, porque enseguida nos llevó a la casa de una señora de edad, intercambió unas palabras con ella y en menos de diez minutos teníamos ante nosotros el manjar apetitoso de una sopa caliente y unas tortillas recién hechas que vendrían excelentemente bien para el hambre, el cansancio y ese mareo infame que nos tenía agarrados del cuello.

Así que nos sentamos a la mesa de madera, afuera de la casa, en el solar, tomamos las cucharas de peltre azul y nos dispusimos a degustar el manjar que teníamos enfrente. Con la primera cucharada notamos un picor: la sopa o era de chile habanero o estaba condimentada en demasía con él. Hice un alto, tomando aire por la boca, a grandes bocanadas, pero disimulando, para que la señora no se diera cuenta de que esa sopa era incomible. Tomé un trozo de tortilla caliente, la puse sobre mi lengua para calmar la infame enchilada que tenía e hice de tripas corazón para tomarme lo que pude de la sopa, siempre con pedazos de tortilla para aminorar el efecto del chile.

Lo mareado se me quitó, pero no supe si porque algo de comida cayó a mi estómago, o por el efecto sorprendente del chile habanero. No recuerdo a José Luis tomando de esa misma sopa, pero sí recuerdo los cachetes colorados de Toño, sufriendo, seguramente, lo mismo que yo.

Minutos después, la noche se instalaba a sus anchas y José Luis anunció el camino de regreso, por la misma serpiente de tierra por la que habíamos llegado. Me preparé para el camino de regreso, ahora con ardor de lengua. Iríamos a Tizimín, nuestro punto de partida y, con suerte, alcanzaríamos algún puesto para devorar tacos y tomar un refresco como si fuera néctar preciado. Nadie nos había anunciado que la recuperación de recuerdos necesitara de una serpiente de tierra, de la penitencia de no comer nada, del mareo y de la sopa de chile habanero.

Desde ese día, por cierto, le hago reverencias al habanero, cuando aparece parsimoniosamente sobre la mesa, a la hora de la comida, cuando nos hacemos un huequito después de realizar lo que en nuestra jerga llamamos “trabajo de campo” por esas tierras…

viernes, 4 de abril de 2008

Lejanía

Si la vida y la muerte se acercaron tanto hasta tocarse palmo a palmo en el aire y al aterrizar en un camino de terracería, ¿no sería acaso interesante arriesgarme de nuevo con ellas, probar otra vez el azar, tantear deliberadamente la cercanía de un destino menos desconocido, exponerme a otra falla de pilotaje o a un desperfecto poco probable de la Cessna? ¿O exponerme a un error propio mientras pusiera a prueba una vez más las acciones reflejas de mi cuerpo e intentara achicar la brecha que hay entre lo consciente y lo subconsciente, o anularla? ¿Exponerme, por ejemplo, a una inclinación mal calibrada de los movimientos que debería hacer en el quicio de la nave, frente al vacío, a más de cien kilómetros por hora y bajando en círculos desde los cien metros de altura; o arrostrar una ráfaga de aire que me permitiera conocer el vértigo y casi me hiciera caer de la Cessna sin perder detalle de todo lo que estaba sucediendo? ¿Podría ir más allá de todo ello? La inminencia de otro vuelo me seducía.

Además, si la tensión que hasta dos días antes me resultaba desconocida y los momentos parecidos a los de un estado puramente contemplativo que viví durante aquel trance me llevaron a un flirteo azaroso con una casualidad nefasta, ¿por qué no averiguar si detrás de ello había o no un enamoramiento auténtico y profundo hacia el peligro? ¿Por qué no atreverme a un enfrentamiento deliberado con aquellos demonios claroscuros, para liarme a puñetazos con ellos, para pacificarnos después, para no extrañarlos luego de modo sobrehumano o para reconocerlos si aflorasen más tarde, en otras situaciones, con nombres que en definitiva fuesen factibles, claros, irrevocables y precisos? Arriesgarme de nuevo era indispensable.

Un día después del aterrizaje forzoso en Querétaro, el piloto-capitán y yo volamos de nueva cuenta en la misma avioneta; esa vez nos acompañó un copiloto entrenado. El capitán tenía toda mi confianza porque sus destrezas nos salvaron la vida el día anterior, aunque una acción incorrecta realizada por él durante el relevo del tanque de gasolina había ahogado el motor en una altitud que hacía casi imposible planear. Así que fuimos directo a Guanajuato, grabamos las plantas de tratamiento de agua e hicimos lo propio en la ribera de Chapala. Cumplimos sin contratiempos el programa establecido, regresamos a Toluca y aterrizamos en el aeropuerto. El copiloto montó la butaca y encajó la portezuela en su sitio. Yo empaqué la cámara en la maleta y me acomodé en un asiento trasero de la Cessna. En esas condiciones viajamos directo a la Ciudad de México. Como la puerta ya estaba montada, la avioneta voló a unos doscientos kilómetros por hora y a una altura que más o menos duplicaba a aquella desde la que habíamos grabado las plantas.

El capitán era malhora, por eso me propuso demorar el vuelo, distraer la ruta y hacer una pirueta osada con la Cessna, hacer un barreno. Se trata de una picada franca –me dijo el copiloto–, de un desplome perpendicular, con el frente de la avioneta apuntado hacia el suelo, en el que se hace girar la nave teniendo al fuselaje como el eje de las vueltas; el motor reduce casi al mínimo las revoluciones por minuto y las alas semejan aspas de una batidora o de un ventilador en funcionamiento que es arrojado a los abismos por un niño travieso o iracundo. Antes de iniciar el barreno, me advirtió el capitán, deben superarse los doscientos metros de altura y estar preparados para alojar súbitamente las tripas en la cabeza, con el riesgo de que queden ahí un buen tiempo, o toda la vida. Los excrementos burbujearían licuados en los sesos. El capitán y su copiloto se rieron a gusto de mí y conmigo después de explicarme esos asuntos. Le dije al piloto que sí, que aceptaba el desafío, pero que me dejara grabar las maniobras con la cámara. Desempaqué el aparato, preparé las pilas, la cinta y la videograbadora.

La Cessna llegó a su límite de altura. El capitán pidió información por la radio para saber si había tráfico aéreo en la zona donde estábamos; después estaríamos incomunicados de cualquier torre de control y de cualquier otra nave mientras la nuestra se despeñara. Ignoro por qué, pero debería actuarse de esa manera. Porque así lo pidió el capitán, el copiloto miró minuciosamente hacia todas partes a través de las ventanas; una vez confirmada la ausencia de aeroplanos, la nave cayó. Los tres tripulantes éramos felices: ellos vaticinaban mis gritos, mis náuseas y la solicitud que yo les hiciera de que la prueba terminara antes de tiempo; yo preveía notables imágenes de video y, sobre todo, un reencuentro con mis demonios, que a fin de cuentas no eran otra cosa que ángeles sombríos o ángeles que no reflejaban ni emitían luz, sino que la absorbían.

En el asiento trasero, sentado en el borde, presioné la cabeza contra el techo y las nalgas contra la butaca para asegurar una postura firme y recta durante la caída. Tenía las manos ocupadas en afianzar la cámara. Con el ojo derecho encajado en el visor de imagen en blanco y negro noté la inclinación violenta del horizonte y de inmediato apareció una placa giratoria e inmensa de suelo delante de la Cessna. Como mantenía ambos ojos bien abiertos, una visión estereoscópica simultáneamente grisácea y colorida enrareció todavía más mis respuestas viscerales y la percepción de la caída. Los responsables del pilotaje y yo éramos ojos punteros y órganos sobreexcitados de una broca que daba vueltas en un taladro sin materia en la cual penetrar. De nuevo, no había miedo ni vértigo.

Caer y girar. Ser rehiletes las tierras labrantías y la Cessna. Acortar la distancia entre nosotros y el suelo, pero no lo suficiente para provocar espanto. Otra vez, como el día anterior, recorrerse hasta una distancia inalcanzable el umbral por el que esperaría pasar conscientemente en ese momento de la conciencia a la subconciencia, y deletrear el nombre que ahí saliera a mi encuentro para conocerlo y poder pronunciarlo o escribirlo. Pero de nuevo era imposible darse cuenta de todo mientras ese todo ocurría, abarcarlo en su total magnitud, en su simultaneidad verdadera, en su entero grado de fuerza.

Pronto, mucho antes de lo deseado, a despecho mío, la Cessna restableció el vuelo. La intención original había sido abismar bastantes metros la nave, hasta conseguir una considerable cercanía con el suelo. Le pedí al capitán que probáramos caer de nuevo, durante más tiempo y mucho más abajo, pero se negó; me dijo que los vientos no eran apropiados; le insistí pero mantuvo su rechazo. El ruido del motor nos obligaba a gritar y el capitán hablaba con voz más baja que antes, entonces me eché sobre los asientos delanteros para obtener una explicación amplia y audible. El capitán estaba lívido; era de piel tostada y se le veía lechosa; tartamudeaba y sudaba; no entendí lo que decía. El copiloto subió sus gafas oscuras tan alto como pudo en el entrecejo y se amordazó con algún dato inconfesable. Al ver esas reacciones, una ruda escofina bajó despacio por mi espalda mientras un rastrillo de dientes puntiagudos subía y bajaba muy de prisa por el estómago hasta perfilarse y detenerse en mi garganta. Una esponja con sabor a hiel me chupó toda la saliva y me abotagó la lengua. Era miedo. Guardé la cámara.

El miedo había llegado a mí después de que pasó un auténtico peligro, cuyas circunstancias desconocí. De cualquier manera, el susto apareció en el terreno donde obra con eficacia fulminante, ahí donde algo nos toma desprevenidos o donde aun estando prevenidos se engendra el presagio alógico de una renovada sorpresa funesta, incluso aunque el peligro ya haya sido superado o aunque el surgimiento de nuevo riesgo no sea razonable. ¿El capitán había estado cerca de perder el control del barreno? ¿Le dio un calambre? ¿Quería orinar? ¿Pensó en el cerebro con excremento que él mismo había modelado en sus advertencias? ¿Recordó el incidente del día anterior, atemorizándose? ¿Ángeles o demonios privados reavivaron sus estigmas más ocultos y lo escarnecieron en silencio? No lo supe. Era evidente que el copiloto compartía la zozobra del capitán.

El breve lapso que nos llevó aproximarnos al aeropuerto me pareció interminable. En el aire, a una velocidad y a una altura a las que me había habituado, la vida y la muerte volvieron a separarse hasta desinhibirse cada una por su lado y mostrar sus diferencias. Relajado, confiado en el vuelo, sentí la lejanía que había entre mis ángeles demoníacos y el conocimiento que de ellos tenía, una lejanía que me apartaba de mi cama y de mi tumba, de las mujeres que amaba y del tiempo que perdía cuando no estaba con ellas, de la audacia de mi oficio y de la estolidez de mis conductas. Era una lejanía que me acercaba a un destino que hoy sigo desconociendo.

A veces acepto que mi vida está partida en muchas vidas; son vidas que hablan y se codean con multitudes bulliciosas, y me saludan entre el tumulto, en los anonimatos donde la soledad es imposible y de donde se extrae, para hacerla legítima, una jerigonza eufónica e incomprensible. Son vidas que deben detenerse y volar. Son vidas que juegan a abismarse y a repuntar, también, en aquella lejanía.
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