Ya estábamos en el suelo cuando me percaté de la situación completa por la que había atravesado la Cessna, un modelo de cuatro plazas. Tres pasajeros y el piloto-capitán volamos en ella sobre varias plantas de tratamiento de agua en el estado de México y en el de Querétaro; faltaba avanzar hasta Guanajuato para completar la primera parte del recorrido. Después, de acuerdo con lo planeado, deberíamos sobrevolar en Jalisco las plantas construidas en la ribera del lago de Chapala. Pero no, no ocurrió así. Suspendimos el itinerario antes de ir a Guanajuato porque el motor de la avioneta detuvo su marcha en el aire, en un vuelo de media altura, sin que hubiera alguna pista de aterrizaje en los derredores. En verdad el motor no tenía averías, su estado era perfecto; fue el miedo ocasionado por la posibilidad de haber muerto lo que convenció a dos tripulantes de suspender el programa de vuelo y volver enseguida a Toluca.
Algunos tienen miedo a la muerte; otros, a la vida; otros más temen perder el control de sus vidas o llegar a la muerte sin haber vivido lo suficiente. Pero la vida y la muerte nunca son suficientes, y controlarlas es una presunción irrealizable. Temer es natural, sin embargo el temor es inútil para evitar la muerte o para entregarnos a ella de forma cabal; tampoco es útil para alejarse de la vida y, aunque es necesario, siempre resulta ineficaz para asegurar su trepidante o más intensa cercanía.
Atareado en conseguir buenas imágenes, dando la espalda al capitán y sentado en la plaza del copiloto, pero no en la butaca sino en el suelo (porque el asiento y la puerta respectivos habían sido desprendidos antes del despegue), no podía pensar en otra cosa con más insistencia que mantener estable la cámara de video sobre mi hombro y asegurar una composición correcta de los elementos enfocados. Raudales imparables de vientos arrasan con todo lo que sobresale del marco de la puerta cuando se vuela a poco más de 150 kilómetros por hora, entre los cien y los 150 metros de altura. Por el fuselaje corre una mezcla hecha con los vientos propios de las alturas, los que resultan del avance del aeroplano y el que origina la hélice, así que asomar el torso más allá de la cabina durante el vuelo convierte a cualquier cuerpo en un monigote deshilachándose entre ventoleras. Con todo, el impulso automático de componer de manera correcta cada toma me hacía sacar casi medio cuerpo de la avioneta; cuando lo hacía, el túnel de viento me obligaba a actuar de manera refleja; replegaba entonces el tronco de nuevo hacia la cabina, empuñaba con renovada fuerza la cámara y me reafirmaba en el piso. No tenía cinturón de seguridad.
Tanto más se complicaba la tarea porque, conforme al diseño del vuelo convenido con el piloto, la avioneta volaba en espirales descendentes sobre mis objetivos, inclinándose mucho sobre su derecha para que el ala y el tren de aterrizaje no obstruyeran el campo visual. De modo que aunque estaba sentado y aparentemente estático, debía usar toda mi fuerza y todo mi cuerpo para compensar las inclinaciones de la nave y la estampida continua de los vientos, para lograr tomas correctas y no caer al vacío. Reflejos musculares intempestivos e instintos de oficio y de supervivencia llegaban a contradecirse entre sí y también con una conciencia parcial, desfasada, de lo que estaba haciendo. Todo ello entabló un enfrentamiento de acciones y decisiones: moverse, no moverse; agacharse, erguirse; grabar, no grabar; ladearme, enderezarme; mirar a través del visor, ver sin intermedio de la cámara; apretar más el pañuelo con que me ceñía la cabeza y reforzaba los anteojos en las orejas, asentar la mano izquierda sobre el piso para darme sostén; proteger la cámara de un resbalón, protegerme yo para no caer de la Cessna cuando se inclinaba a la derecha. Claro está, en ciertos momentos podía hacer una y otra cosa de manera consecutiva, con operaciones alternadas, pero en otros, la comisión de un acto suponía la omisión del otro. Ese duelo que oscilaba entre lo consciente y lo semiconsciente me sustrajo de la percepción del peligro. La fuerza de la acción imperó.
Era una aventura vivida con lances de riesgo, pericia, incomodidad, audacia, inexperiencia en esa clase de vuelos y dificultad. No había asombro ni miedo; mi conciencia no daba paso a éstos, estaba atomizada, no podía ejercerse en su integridad ni entregar a mi razón el registro lato de lo que estaba sucediendo y de lo que podría suceder. La muerte y la vida no tenían escenario en mi raciocinio. Mi tarea tenía valor propio y extensivo. Y si era un monigote vibrante cuando rebasaba la puerta, para mis acompañantes era un espantajo, un muñeco heroico y ridículo que causaba temor y burla, asombro y respeto, debido al ejercicio de una gran temeridad o de una imbecilidad absoluta. ¿Valía la pena arriesgarse como lo estaba haciendo para grabar unas plantas de tratamiento de agua? Luego supe que mis demonios estaban llevándome en esos momentos hacia una variante de las tinieblas de la subconsciencia, a las que me había entregado y me seguiría entregando a través del alcohol, con una pretensión de encontrar luz o una claridad opalina en los sucesos extremos. Pero cuando estaba en la avioneta no tenía la menor idea de ello.
Después de grabar la cuarta o quinta planta de tratamiento en Querétaro sobrevino lo que siempre recuerdo en movimientos retardados y en una pedacería de imágenes inconexas. Un golpe en la espalda. La mano del piloto mueve unas perillas del tablero. Mi cabeza gira a la derecha. Los ingenieros desencajan el rostro. Mi cabeza gira a uno y otro flanco. El combustible no tiene olor definido en el quicio de la puerta. Los ingenieros pierden color. Mis manos están tensas. Los ingenieros me miran. Otro golpe en la espalda. Un tapete del piso de la Cessna está chueco. Agacho la cabeza. El viento truena con menos fuerza. Mis uñas están sucias. En tierra hay potreros. El rugido del motor disminuye. La cámara sigue en mi hombro. Nadie habla. La cámara está sobre mis piernas. Disminuye la intensidad del viento. Un ingeniero me toca el hombro. Mis brazos abrigan la cámara. El piloto aferra el timón. El suelo está más cerca. Los ingenieros se miran. El motor no se oye. Estoy enconchado. Las copas de los árboles están demasiado cerca de mis pies, casi los tocan. El reloj de un ingeniero tiene correa de hule. Sujeto el marco de la puerta con una mano. Las gafas polarizadas del piloto tienen una armazón dorada. Un fuerte impacto pasa de las llantas a toda la avioneta. Mi pantalón está roto a la altura de las rodillas. Todo es sacudimiento. Hay traqueteos. Todo trepida.
Advierto. Por primera vez advierto: el piso es pedregoso y vamos rodando con rapidez y fragilidad insoportables sobre un camino parcelario de terracería. Siento. Por vez primera me doy cuenta de que siento: la nave y nosotros somos una misma cosa enclenque e impotente, velocísima como las flechas, pero no preparada para correr, como ellas; e impedida para volar, como las focas, pero salta, como ellas. Imagino. Por primera vez imagino: somos un charal torciéndose con todos sus bríos en una ola gigante mientras revienta, somos una astilla ninguneada por las bofetadas de un tifón inclemente. Observo. Por primera vez observo: el extremo del ala derecha roza y troncha hojas de algunos árboles. La llanta toca intermitentemente el suelo; salta y pega contra la terracería, saca tierra y dispara piedras. Pienso. Por vez primera pienso: en cualquier instante la Cessna puede volcarse, o pueden rompérsele las alas si golpean contra las ramas de los árboles. En un momento cualquiera puede salirse la nave del camino, dar volteretas y partírsele el fuselaje al golpear contra los árboles o enredarse con las cercas de alambre. Vibro con una energía anormal y espero cualquier resultado. Por primera vez calculo y me prevengo. Decido actuar en función de lo que suceda. Si así se requiriese, me haría ovillo para no perder una pierna o un brazo, o lucharía durante fracciones de instante, como un gato acorralado, con movimientos extraordinarios, para no partirme la cabeza en gajos al golpearme contra el tren de aterrizaje, o me llevaría las manos a la cara para no perder un ojo al recibir un impacto de metal o de piedra. Acepto cualquier desenlace, si es que saltara de la nave y me hiriese, o si es que permaneciera en la cabina y me fracturase, o si es que tan sólo llegara la muerte. Me tambaleo y tiemblo con una energía intensísima, como en un azote febril de paludismo, dengue o tifoidea.
La Cessna ganó estabilidad poco a poco en el suelo; cuando se detuvo, miré hacia arriba y hacia dentro de la cabina: los ingenieros y el piloto desabrochaban sus cinturones de seguridad. Seguíamos sin hablar. Dejé la cámara en el asiento vacío de un ingeniero. Bajamos de la nave, callados. Unos veinte metros delante de la avioneta había una pick up estacionada y vacía sobre el angosto camino de terracería en el que rodamos. Aunque el piloto consiguió equilibrar la nave en el aire y hacer del camino una pista de aterrizaje apropiada, pudimos haber chocado contra la camioneta. Si el piloto no hubiese improvisado un control emergente de la situación, si hubiesen fallado sus esfuerzos, sus cálculos, en cualquier momento la Cessna se habría despedazado.
La Cessna tenía dos tanques de combustible; uno de ellos estuvo por vaciarse mientras la avioneta volaba en las espirales acordadas. Para hacer frente a ello, el capitán activó el paso de combustible del segundo tanque; al hacerlo, dada la presión con que inició el bombeo, se ahogó el motor y no pudo encender de nuevo. De manera que el capitán debió localizar algún punto que aceptara un aterrizaje forzoso, planear hasta él, llegar a tierra y gobernar el aparato en condiciones muy complicadas. El capitán nos reveló lo anterior con una naturalidad mal simulada mientras tocaba la hélice y revisaba el tren de aterrizaje; luego trepó a la nave. Nos apartamos del camino. El motor encendió después de toser y las aspas formaron un círculo borroso. Con habilidad sorprendente, el piloto dio vuelta a la avioneta sobre el camino. Subimos al aeroplano, despegamos remontando los potreros, volamos con una velocidad y a una altura cercanas a las de crucero, y nos dirigimos al aeropuerto de Toluca.
Con ese destino, a más de 200 kilómetros por hora, a gran altura, estaba sentado otra vez en el piso de la Cessna, ya con el cuerpo entero dentro de la cabina y sin la cámara. Después de todo lo ocurrido, mi conciencia al fin era clara y ancha, límpida y honda. No había temor ni valor, y carecía de mérito y de aflicción no tenerlos. Los campos eran lienzos entreverados. Los poblados eran motas dispersas. Retiré mis anteojos de la cara; la miopía avanzada me ofrecía una imagen indistinta de lo que antes miré a través de ellos. No había distancia entre la vida y la muerte. Vivir y morir podía ser lo mismo. Dejé que el aire me manoteara los brazos. La claridad del día era lo más cercano a esa cosa unificada que éramos el avión y los tripulantes. Todo tenía en esos momentos una contigüidad inigualable. Todo estaba conjuntado por una muy estrecha, rotunda e implacable cercanía, aun Chapala, aun Toluca, aun las flechas, aun las focas, aun mi casa.
Algunos tienen miedo a la muerte; otros, a la vida; otros más temen perder el control de sus vidas o llegar a la muerte sin haber vivido lo suficiente. Pero la vida y la muerte nunca son suficientes, y controlarlas es una presunción irrealizable. Temer es natural, sin embargo el temor es inútil para evitar la muerte o para entregarnos a ella de forma cabal; tampoco es útil para alejarse de la vida y, aunque es necesario, siempre resulta ineficaz para asegurar su trepidante o más intensa cercanía.
Atareado en conseguir buenas imágenes, dando la espalda al capitán y sentado en la plaza del copiloto, pero no en la butaca sino en el suelo (porque el asiento y la puerta respectivos habían sido desprendidos antes del despegue), no podía pensar en otra cosa con más insistencia que mantener estable la cámara de video sobre mi hombro y asegurar una composición correcta de los elementos enfocados. Raudales imparables de vientos arrasan con todo lo que sobresale del marco de la puerta cuando se vuela a poco más de 150 kilómetros por hora, entre los cien y los 150 metros de altura. Por el fuselaje corre una mezcla hecha con los vientos propios de las alturas, los que resultan del avance del aeroplano y el que origina la hélice, así que asomar el torso más allá de la cabina durante el vuelo convierte a cualquier cuerpo en un monigote deshilachándose entre ventoleras. Con todo, el impulso automático de componer de manera correcta cada toma me hacía sacar casi medio cuerpo de la avioneta; cuando lo hacía, el túnel de viento me obligaba a actuar de manera refleja; replegaba entonces el tronco de nuevo hacia la cabina, empuñaba con renovada fuerza la cámara y me reafirmaba en el piso. No tenía cinturón de seguridad.
Tanto más se complicaba la tarea porque, conforme al diseño del vuelo convenido con el piloto, la avioneta volaba en espirales descendentes sobre mis objetivos, inclinándose mucho sobre su derecha para que el ala y el tren de aterrizaje no obstruyeran el campo visual. De modo que aunque estaba sentado y aparentemente estático, debía usar toda mi fuerza y todo mi cuerpo para compensar las inclinaciones de la nave y la estampida continua de los vientos, para lograr tomas correctas y no caer al vacío. Reflejos musculares intempestivos e instintos de oficio y de supervivencia llegaban a contradecirse entre sí y también con una conciencia parcial, desfasada, de lo que estaba haciendo. Todo ello entabló un enfrentamiento de acciones y decisiones: moverse, no moverse; agacharse, erguirse; grabar, no grabar; ladearme, enderezarme; mirar a través del visor, ver sin intermedio de la cámara; apretar más el pañuelo con que me ceñía la cabeza y reforzaba los anteojos en las orejas, asentar la mano izquierda sobre el piso para darme sostén; proteger la cámara de un resbalón, protegerme yo para no caer de la Cessna cuando se inclinaba a la derecha. Claro está, en ciertos momentos podía hacer una y otra cosa de manera consecutiva, con operaciones alternadas, pero en otros, la comisión de un acto suponía la omisión del otro. Ese duelo que oscilaba entre lo consciente y lo semiconsciente me sustrajo de la percepción del peligro. La fuerza de la acción imperó.
Era una aventura vivida con lances de riesgo, pericia, incomodidad, audacia, inexperiencia en esa clase de vuelos y dificultad. No había asombro ni miedo; mi conciencia no daba paso a éstos, estaba atomizada, no podía ejercerse en su integridad ni entregar a mi razón el registro lato de lo que estaba sucediendo y de lo que podría suceder. La muerte y la vida no tenían escenario en mi raciocinio. Mi tarea tenía valor propio y extensivo. Y si era un monigote vibrante cuando rebasaba la puerta, para mis acompañantes era un espantajo, un muñeco heroico y ridículo que causaba temor y burla, asombro y respeto, debido al ejercicio de una gran temeridad o de una imbecilidad absoluta. ¿Valía la pena arriesgarse como lo estaba haciendo para grabar unas plantas de tratamiento de agua? Luego supe que mis demonios estaban llevándome en esos momentos hacia una variante de las tinieblas de la subconsciencia, a las que me había entregado y me seguiría entregando a través del alcohol, con una pretensión de encontrar luz o una claridad opalina en los sucesos extremos. Pero cuando estaba en la avioneta no tenía la menor idea de ello.
Después de grabar la cuarta o quinta planta de tratamiento en Querétaro sobrevino lo que siempre recuerdo en movimientos retardados y en una pedacería de imágenes inconexas. Un golpe en la espalda. La mano del piloto mueve unas perillas del tablero. Mi cabeza gira a la derecha. Los ingenieros desencajan el rostro. Mi cabeza gira a uno y otro flanco. El combustible no tiene olor definido en el quicio de la puerta. Los ingenieros pierden color. Mis manos están tensas. Los ingenieros me miran. Otro golpe en la espalda. Un tapete del piso de la Cessna está chueco. Agacho la cabeza. El viento truena con menos fuerza. Mis uñas están sucias. En tierra hay potreros. El rugido del motor disminuye. La cámara sigue en mi hombro. Nadie habla. La cámara está sobre mis piernas. Disminuye la intensidad del viento. Un ingeniero me toca el hombro. Mis brazos abrigan la cámara. El piloto aferra el timón. El suelo está más cerca. Los ingenieros se miran. El motor no se oye. Estoy enconchado. Las copas de los árboles están demasiado cerca de mis pies, casi los tocan. El reloj de un ingeniero tiene correa de hule. Sujeto el marco de la puerta con una mano. Las gafas polarizadas del piloto tienen una armazón dorada. Un fuerte impacto pasa de las llantas a toda la avioneta. Mi pantalón está roto a la altura de las rodillas. Todo es sacudimiento. Hay traqueteos. Todo trepida.
Advierto. Por primera vez advierto: el piso es pedregoso y vamos rodando con rapidez y fragilidad insoportables sobre un camino parcelario de terracería. Siento. Por vez primera me doy cuenta de que siento: la nave y nosotros somos una misma cosa enclenque e impotente, velocísima como las flechas, pero no preparada para correr, como ellas; e impedida para volar, como las focas, pero salta, como ellas. Imagino. Por primera vez imagino: somos un charal torciéndose con todos sus bríos en una ola gigante mientras revienta, somos una astilla ninguneada por las bofetadas de un tifón inclemente. Observo. Por primera vez observo: el extremo del ala derecha roza y troncha hojas de algunos árboles. La llanta toca intermitentemente el suelo; salta y pega contra la terracería, saca tierra y dispara piedras. Pienso. Por vez primera pienso: en cualquier instante la Cessna puede volcarse, o pueden rompérsele las alas si golpean contra las ramas de los árboles. En un momento cualquiera puede salirse la nave del camino, dar volteretas y partírsele el fuselaje al golpear contra los árboles o enredarse con las cercas de alambre. Vibro con una energía anormal y espero cualquier resultado. Por primera vez calculo y me prevengo. Decido actuar en función de lo que suceda. Si así se requiriese, me haría ovillo para no perder una pierna o un brazo, o lucharía durante fracciones de instante, como un gato acorralado, con movimientos extraordinarios, para no partirme la cabeza en gajos al golpearme contra el tren de aterrizaje, o me llevaría las manos a la cara para no perder un ojo al recibir un impacto de metal o de piedra. Acepto cualquier desenlace, si es que saltara de la nave y me hiriese, o si es que permaneciera en la cabina y me fracturase, o si es que tan sólo llegara la muerte. Me tambaleo y tiemblo con una energía intensísima, como en un azote febril de paludismo, dengue o tifoidea.
La Cessna ganó estabilidad poco a poco en el suelo; cuando se detuvo, miré hacia arriba y hacia dentro de la cabina: los ingenieros y el piloto desabrochaban sus cinturones de seguridad. Seguíamos sin hablar. Dejé la cámara en el asiento vacío de un ingeniero. Bajamos de la nave, callados. Unos veinte metros delante de la avioneta había una pick up estacionada y vacía sobre el angosto camino de terracería en el que rodamos. Aunque el piloto consiguió equilibrar la nave en el aire y hacer del camino una pista de aterrizaje apropiada, pudimos haber chocado contra la camioneta. Si el piloto no hubiese improvisado un control emergente de la situación, si hubiesen fallado sus esfuerzos, sus cálculos, en cualquier momento la Cessna se habría despedazado.
La Cessna tenía dos tanques de combustible; uno de ellos estuvo por vaciarse mientras la avioneta volaba en las espirales acordadas. Para hacer frente a ello, el capitán activó el paso de combustible del segundo tanque; al hacerlo, dada la presión con que inició el bombeo, se ahogó el motor y no pudo encender de nuevo. De manera que el capitán debió localizar algún punto que aceptara un aterrizaje forzoso, planear hasta él, llegar a tierra y gobernar el aparato en condiciones muy complicadas. El capitán nos reveló lo anterior con una naturalidad mal simulada mientras tocaba la hélice y revisaba el tren de aterrizaje; luego trepó a la nave. Nos apartamos del camino. El motor encendió después de toser y las aspas formaron un círculo borroso. Con habilidad sorprendente, el piloto dio vuelta a la avioneta sobre el camino. Subimos al aeroplano, despegamos remontando los potreros, volamos con una velocidad y a una altura cercanas a las de crucero, y nos dirigimos al aeropuerto de Toluca.
Con ese destino, a más de 200 kilómetros por hora, a gran altura, estaba sentado otra vez en el piso de la Cessna, ya con el cuerpo entero dentro de la cabina y sin la cámara. Después de todo lo ocurrido, mi conciencia al fin era clara y ancha, límpida y honda. No había temor ni valor, y carecía de mérito y de aflicción no tenerlos. Los campos eran lienzos entreverados. Los poblados eran motas dispersas. Retiré mis anteojos de la cara; la miopía avanzada me ofrecía una imagen indistinta de lo que antes miré a través de ellos. No había distancia entre la vida y la muerte. Vivir y morir podía ser lo mismo. Dejé que el aire me manoteara los brazos. La claridad del día era lo más cercano a esa cosa unificada que éramos el avión y los tripulantes. Todo tenía en esos momentos una contigüidad inigualable. Todo estaba conjuntado por una muy estrecha, rotunda e implacable cercanía, aun Chapala, aun Toluca, aun las flechas, aun las focas, aun mi casa.