En una parcela de Los Altos de Jalisco conocí la levedad y las vociferaciones del fuego durante la quema de yerbas secas. Auxilié a don Fernando y a un hijo suyo a confinar las llamas en espacios manejables. Ellos se proponían, claro está, despejar el suelo de residuos de cosechas y de maleza desyerbada. Cada cual llevaba su apero, sin embargo el azadón, la pala y el bieldo resultaron sobradamente desproporcionados para hacer frente a la progresión exponencial que desata la alianza del viento con las flamas.
El viento es un titán que atiza las combustiones con eficacia preternatural, maligna o divina, como se quiera, pero jamás humana. El fuego es austero al principio, su cuerpo es el de una bailarina menuda, bidimensional y sedante, y, porque su coreografía es sencilla, deleita con una promesa de mansedumbre perpetua a quien no lo conoce. Un sopapo de pala lo acaba, lo aniquila un atierre hecho a patadas, un pisotón lo extingue. Por el contrario, el ofrecimiento de hierba seca, con el bieldo, lo incita a tonificar sus penachos, lo excita a abrasar lo que está cerca de sus alas. Si el viento corre, el fuego dispara estolones rápidos, enraiza, enloquece, busca con ansia, persigue una vida infinita a través de raíces espontáneas y fugazmente bermellones o carmines. Si el rumbo del viento cambia, el fuego se pliega, avanza, se despliega, prospera y se repliega con malicia en trincheras que inventa, donde el humo señala cenizas que aún no lo son; desde ahí, grana, espiga, trepa en el aire, se enreda en el oxígeno que consume, y florece; escuece y carboniza; desintegra lo que toca durante el robustecimiento volátil y continuo de su energía. La eternidad es el sueño en el que el fuego se sueña.
Don Fernando, su hijo y yo estábamos distribuidos en sectores distintos de una parcela cuya extensión era de más o menos cinco hectáreas; a cada quien correspondía la atención de un mogote incendiado de hierbas, mezcladas con pencas viejas de nopal. Haber reducido al mínimo las hogueras fue una experiencia muy satisfactoria de dominio, grandiosa, pero de varias maneras fatua. Como sea, hacerse cargo de sofocar un incendio provocado es razón suficiente para experimentar seguridad; cuando lo hacemos, se engríe la vanidad y nos entregamos a emociones fastas. Así me ocurrió. Pero el viento tomó el control de las incineraciones cuando el fuego estaba casi sometido. Para maniobrar, don Fernando se colocó de espaldas a la dirección del aire. Su hijo y yo hicimos lo propio. Aun estando distantes del fuego, el mero calor del ambiente nos quemaba las células descamadas de la piel, fragmentos de cabello, de los vellos de los brazos y de las pestañas. El olor de la quemazón incluía los pelos chamuscados. Al intensificarse el viento se avivó mi afán de dominio, mi pretensión de arrogancia. Sin embargo decliné hacia la inseguridad y el rechazo cuando el calor entró en la laringe, en la tráquea y en los bronquios, lacerándolos. Los pulmones rezumaban plasma en el interior de sus cámaras, eran calderas que troquelaban tos y dolor. La temperatura elevada impedía respirar, ver y pensar claramente. Un doble impulso de huir y permanecer galopaba entre mis instintos más primitivos, la razón y las decisiones que tomaba. Don Fernando tenía el rostro desencajado. Su hijo se movía con audacia; salía de las mareas de aire caliente para resollar fuera de ellas y regresaba enseguida a las inmediaciones del fuego con el aliento contenido. Los tres nos reuníamos para prestarnos ayuda alrededor de un mismo punto o nos separábamos para evitar la expansión de las llamas, de acuerdo con el comportamiento de la quemazón.
El fuego se esparcía doblándose y alargándose a ras del suelo; era impelido por el viento y alimentado por residuos de raíces someras. Los combustibles cremados tronaban en el aire. El vapor intoxicaba los nervios. El humo avanzaba en filas vertiginosas bajo una capa superficial de tierra, sobre el lomo de los surcos, a expensas de las raíces resecas. Las filas de humo se alejaban de los focos ígneos como si siguiesen hileras de pólvora cernida en toda la parcela. Entonces, bajo las estelas del humo en expansión lineal reaparecían las llamas, se trazaban nauyacas de fuego, áspides ágiles que inyectaban en su camino un veneno térmico para mantenernos alejados de su ataque al terreno. La parcela estaba rodeada de pirules resecos. Hacia allá avanzaban los regueros de fuego, encaminándose a las ramas para arborecer bajo el amparo de su delirio incendiario. Nuestra inquietud fue tremenda. El miedo campeaba en nosotros. Era alta la probabilidad de que las flamas generalizaran su renaciente imperio y calcinaran una superficie considerable, mucho pero mucho más allá de la parcela. Dejamos a un lado las primeras pautas de la prudencia, nos embozamos con paliacates y arremetimos contra el suelo caliente en un intento por segar el renacimiento de las llamas; mientras, las suelas de los zapatos se reblandecían y las plantas de los pies titubeaban. En una coordinación silenciosa atajamos más o menos el paso del fuego, aterramos o excavamos con los aperos los tramos de surcos donde aún no había humo ni llamas. Pese a ello, las serpientes de fuego seguían moviéndose igual que basiliscos frenéticos que multiplicaban su energía con bríos estimulados por la furia o la rabia. La regeneración y el avance de las llamas eran incontenibles. Tres personas éramos insuficientes. Cuando el cansancio mermó nuestras fuerzas, el viento empezó a cesar. Animados por ello, perseveramos en nuestros esfuerzos. Con los brazos dolientes, entre asfixias, golpeábamos una y otra vez las madrigueras del fuego. Al final, el suelo humeaba y la carne seca de los nopales viejos sólo existía como un olor agregado al ambiente, aunque las pencas conservaban su esqueleto de raqueta.
A su manera, el fuego salió victorioso de aquella batalla, porque arrasó la vida latente de semillas silvestres, de larvas, de gusanos, de lombrices e insectos que sosiegan el hambre de los pájaros. Venció el fuego porque llevó al frenesí su clímax pirotécnico, porque nos mostró la fragilidad de los cuerpos y la impotencia que limita nuestros esfuerzos cuando el otoño deja en libertad al viento, cuando el fuego purifica las eras. Pensé que el fuego es una metáfora sobrada de la pasión, del amor y el rencor; que al menos se edifica en un estallido anterior al miedo y a la fascinación, a la escritura, a los sentimientos y a la razón. Nuestra posibilidad primera es convivir con su espíritu, a la distancia que nuestra osadía y nuestra materia lo permitan. Eso sí, como el fuego, las pasiones intensas se construyen con lo que destruyen.