Don Güenchito pudo no hospedarme, podría haberme ignorado, como también yo pude no haber bebido aguardientes y tequilas tantas veces, tantos años, en tantos lugares y regularmente a solas. Pero los sucesos son así, afirmativos; nosotros somos quienes desde la razón nos negamos o vacilamos; se van armando a nuestras espaldas y es bien poco lo que podemos notar de su genuina gestación e integridad cuando nos rebasan para manifestarse ante nosotros; crean entonces la ilusión de mostrarse por primera vez enteros a la vista y de no tener precedentes, de ser ajenos a los pasos que damos, de no provenir de nosotros, de haber sido fragmentarios, inesperables, y de acabarse cuando quedan atrás otra vez, pretéritos, en el calendario de nuestra nuca, o cuando se desperdigan en el futuro sin poder seguirles el rastro. En verdad las cosas son de modo distinto: nuestros actos vienen empujándonos con las manos invisibles del cuerpo que fuimos, de los cuerpos que amamos y también de los que rechazamos, incluso de los cuerpos que presentimos, sin hallarlos, y de los cuerpos que nos presienten, sin llegar a corroborarnos. Algo de esas presencias y de su atmósfera influyente deja en nosotros su olor, una voluta de su aliento o un esbozo de su esencia; se trata sobre todo de una marca que por fin se integra a la fisonomía de lo que estamos siendo al consustanciarnos con los hallazgos del pasado, del presente y del futuro. Ocurren dos cosas todo el tiempo: lo que vivimos es inevitable e incluso eso nos resulta sorprendente, y nuestros cuerpos devienen sucesos trémulos, multifacéticos y sin ceses.
Cuando me presenté en la asamblea ejidal, don Güenchito me miró con detenimiento; primero pensé que me observaba como a cualquier extraño, después supe que advirtió en mí al citadino bebedor de aguardientes, quien hacía preguntas y deseaba comprender las respuestas: aquel que entra en otros para retraerse sobre sí y consonar. Él miraba en mí al hombre solitario que era, igual que él, aunque ambos éramos padres de familia; poseía la agudeza apropiada para percibir el boceto de lo que yo había sido, de lo que estaba siendo y acaso de lo que podría ser. De manera que don Güenchito no podía no ofrecerme su casa para habitar un tiempo en ella, mientras trabajara yo en ese pueblo. Y así fue. Me instalé en la habitación de su hija adolescente, quien desde luego a partir de entonces se mudó a otro sitio por órdenes de su padre. La recámara era de una mixtura aromática singular, donde se conjugaban el olor de la madera del ropero y el de la ropa de la muchacha, el de los afeites de ésta y el de su gato, el del cuero de sus zapatillas y el de la maleta donde yo guardaba la cámara de video. El gato olisqueaba mi maleta cuando volvía por las noches a descansar; entraba al cuarto para cerciorarse de que yo había tocado sólo con el olfato la presencia de su dueña. Siempre imaginé que los ojos aceitunados de la muchacha me miraban a través de los de su gato, idénticos en todo, menos en la forma de las pupilas. Cuando me acostaba en la cama, un suave fluido eléctrico me recorría la piel de la espalda y las ingles, hasta quedar poco a poco dormido entre las sábanas limpias de la muchacha y bajo el tul de los olores que ungían el cuarto. Ningún bálsamo pudo procurarme tanto descanso. El ajetreo de mis recorridos de entrevistas y grabación me dejaba completamente fatigado. Una noche antes de salir del pueblo, don Güenchito fumó conmigo cigarros sin filtro en la puerta de la casa y tocó huapangos y sones en su violín; al acabar me dijo que me cuidara, que ya no bebiera tanto como yo le había dicho que lo hacía, y me bendijo. Don Güenchito y yo nos despedimos la mañana siguiente con un fuerte abrazo. La muchacha no apareció más. Echado en la ventana de la joven, el gato me miró mientras me alejaba a pie en la calle polvorienta, con mi maleta de ropa, la cámara y el tripié en su estuche colgando de los hombros. Estuve en un pueblo más y al final en San Juan de los Lagos. Allí concluí las entrevistas.
Había estado cuatro semanas en Los Altos de Jalisco para hacer un cortometraje sobre el nopal tunero. Bebí solamente en dos ocasiones; la primera, al principio del viaje, en un rancho solitario y sin energía eléctrica, escribiendo el guión del video, como dos semanas antes de estar en la casa de don Güenchito; la segunda, al final de la jornada completa, en San Juan de los Lagos. Terminé molido, extenuado. El trabajo fue muy arduo. Allí, en San Juan, en una reunión, conocí a otra jovencita, que al ser mirada a través del vaso donde yo bebía mi último tequila ponía de manifiesto sus movimientos elásticos, la multiplicidad de su vida, la estilización sustantiva de su figura y una mirada felina. Me sentía observado por sus ojos de aceituna; en el fondo de sus pupilas reconocí a la hija de don Güenchito y su galaxia embriagante de aromas. Se me electrizó plácidamente la espalda. Terminé mis tragos. Tenía sueño. Estaba aletargado. No toqué nada. Me abstraje de la reunión. Me fui quedando en silencio y obnubilado mientras veía en el cuerpo de mi bebida un tul con olores de afeites femeninos. Percibía en la boca del vaso el olor del cuero de unas zapatillas. Dormí. Dormí. Don Güenchito se había anticipado a mi futuro inmediato. Atrás, en mi vida, otros gatos habían estado empujándome todo el tiempo con miradas agudas, con manos de franela y uñas de codicia, trémulos, multifacéticos y sin ceses. Sin habérselo dicho, don Güenchito lo sabía.
Cuando me presenté en la asamblea ejidal, don Güenchito me miró con detenimiento; primero pensé que me observaba como a cualquier extraño, después supe que advirtió en mí al citadino bebedor de aguardientes, quien hacía preguntas y deseaba comprender las respuestas: aquel que entra en otros para retraerse sobre sí y consonar. Él miraba en mí al hombre solitario que era, igual que él, aunque ambos éramos padres de familia; poseía la agudeza apropiada para percibir el boceto de lo que yo había sido, de lo que estaba siendo y acaso de lo que podría ser. De manera que don Güenchito no podía no ofrecerme su casa para habitar un tiempo en ella, mientras trabajara yo en ese pueblo. Y así fue. Me instalé en la habitación de su hija adolescente, quien desde luego a partir de entonces se mudó a otro sitio por órdenes de su padre. La recámara era de una mixtura aromática singular, donde se conjugaban el olor de la madera del ropero y el de la ropa de la muchacha, el de los afeites de ésta y el de su gato, el del cuero de sus zapatillas y el de la maleta donde yo guardaba la cámara de video. El gato olisqueaba mi maleta cuando volvía por las noches a descansar; entraba al cuarto para cerciorarse de que yo había tocado sólo con el olfato la presencia de su dueña. Siempre imaginé que los ojos aceitunados de la muchacha me miraban a través de los de su gato, idénticos en todo, menos en la forma de las pupilas. Cuando me acostaba en la cama, un suave fluido eléctrico me recorría la piel de la espalda y las ingles, hasta quedar poco a poco dormido entre las sábanas limpias de la muchacha y bajo el tul de los olores que ungían el cuarto. Ningún bálsamo pudo procurarme tanto descanso. El ajetreo de mis recorridos de entrevistas y grabación me dejaba completamente fatigado. Una noche antes de salir del pueblo, don Güenchito fumó conmigo cigarros sin filtro en la puerta de la casa y tocó huapangos y sones en su violín; al acabar me dijo que me cuidara, que ya no bebiera tanto como yo le había dicho que lo hacía, y me bendijo. Don Güenchito y yo nos despedimos la mañana siguiente con un fuerte abrazo. La muchacha no apareció más. Echado en la ventana de la joven, el gato me miró mientras me alejaba a pie en la calle polvorienta, con mi maleta de ropa, la cámara y el tripié en su estuche colgando de los hombros. Estuve en un pueblo más y al final en San Juan de los Lagos. Allí concluí las entrevistas.
Había estado cuatro semanas en Los Altos de Jalisco para hacer un cortometraje sobre el nopal tunero. Bebí solamente en dos ocasiones; la primera, al principio del viaje, en un rancho solitario y sin energía eléctrica, escribiendo el guión del video, como dos semanas antes de estar en la casa de don Güenchito; la segunda, al final de la jornada completa, en San Juan de los Lagos. Terminé molido, extenuado. El trabajo fue muy arduo. Allí, en San Juan, en una reunión, conocí a otra jovencita, que al ser mirada a través del vaso donde yo bebía mi último tequila ponía de manifiesto sus movimientos elásticos, la multiplicidad de su vida, la estilización sustantiva de su figura y una mirada felina. Me sentía observado por sus ojos de aceituna; en el fondo de sus pupilas reconocí a la hija de don Güenchito y su galaxia embriagante de aromas. Se me electrizó plácidamente la espalda. Terminé mis tragos. Tenía sueño. Estaba aletargado. No toqué nada. Me abstraje de la reunión. Me fui quedando en silencio y obnubilado mientras veía en el cuerpo de mi bebida un tul con olores de afeites femeninos. Percibía en la boca del vaso el olor del cuero de unas zapatillas. Dormí. Dormí. Don Güenchito se había anticipado a mi futuro inmediato. Atrás, en mi vida, otros gatos habían estado empujándome todo el tiempo con miradas agudas, con manos de franela y uñas de codicia, trémulos, multifacéticos y sin ceses. Sin habérselo dicho, don Güenchito lo sabía.