De amplitudes medianas se habían apoderado las caobas y los cedros componiendo apelotonamientos difusos que no comprendí al recorrer el rancho los primeros días. El orden al que obedecían los sitios asignados a los árboles, la distribución de éstos, su finalidad y la estrategia empleada para dar nueva vida con ellos a una selva más o menos intervenida fueron rápidamente entendibles cuando don Jesús me explicó su utilidad, manejo y ubicación, en el suelo, con trazos rápidos marcados sobre la arena y en un papel arrugado del cuaderno de uno de sus sobrinos; pero al estar entre aquellas maderas preciosas vivas y después divisarlas a la distancia, mirando más tarde un abigarramiento extendido de plantas y animales de crianza, toda explicación dada por don Jesús resultaba o bien insuficiente, o bien una especie de trapacería efectiva, que desde luego no era tal; el campesino no era hombre de faramallas. ¿Cómo partir de lo adverso que fue esa mancha selvática averiada para realentar en ella un nuevo verdor? ¿Cómo hacer convivir especies que por naturaleza compiten, a despecho del orden establecido y también del que estaba estableciéndose? ¿Cómo encauzar tanta vida donde lo vivo naciente, por su demasía explosiva, se consume o atrofia antes de prosperar hasta la plenitud? Más que la bonanza, la consunción procurada es un arte, supone un conocimiento añejado en observaciones detenidas de los mundos de las plantas, de los animales y de la gente, conocimiento que había sido cultivado por don Jesús.
San Dimas era un rancho basado en el principio de mimesis de la milpa maya. Había palmas de guano y pitahaya, plantaciones de maíz, calabaza, yuca, mandioca, naranja agria, mandarina, limón, lima, plátano, hortalizas y plantas medicinales endémicas. Además, don Jesús tenía apiarios, gansos, guajolotes, gallinas, toros y vacas, borregos pelibuey y cerdos. Don Jesús vivía para ese lugar; era inquisitivo, perspicaz y diligente; lo mismo cargaba cestos rebosantes de naranjas que llevaba cochinos a la venta, o podaba los árboles de cítricos; lo mismo discutía con rabia sobre la desidia de la burocracia agropecuaria, que bailaba alegre en las fiestas; era de mirada impenetrable y de ojos limpios; era a la vez dominante y permisivo, rudo y juguetón: un mandamás, un niño; un peón, un patrón; un trovador, un administrador. Los cerdos eran uno de los más grandes orgullos de don Jesús.
Los cerdos habían sido criados en estado casi salvaje; gozaban de una libertad inusual; primero habían estado sueltos en el monte, con una vigilancia apenas suficiente para suplementar su alimentación, si hacía falta, y dar cuidados mínimos a las crías, si era necesario. En ese encuentro de los cerdos con su hálito primitivo, una puerca gigante desarrolló impulsos caníbales que tenían origen en una compulsión por comer la carne de sus prójimos, no en la necesidad de alimento; la segunda o tercera vez que parió, devoró a sus crías, y luego, al poco tiempo, furtiva, espiaba a otras madres y a sus lechones, habiendo elegido lugares óptimos para esconderse; en el momento oportuno emergía con su barbarie desbocada y arremetía a dentelladas contra los puerquitos; era bizarra de por sí, y se envalentonaba todavía más con los gruñidos que profería al atacar. Como diezmaba los criaderos, don Jesús debió cazarla, como a un jabalí.
Don Jesús quería entrar al chiquero porque su cumpleaños reclamaba una cochinita para ser preparada en horno de tierra. Antes de entrar a las zahúrdas donde estaban las camadas de lechones y crías medianas, don Jesús sacó de ahí al semental, un verraco gigantesco, muy parecido a un zepelín exagerado en su diámetro ecuatorial. El campesino entró a la zahúrda con un ayudante. Junto al verraco, los campesinos eran un par de niños tilicos. El lomo de tan magnífico cerdo llegaba un poco por arriba de la cintura de aquellos hombres. Un grito de don Jesús asonó con el de los cerdos. Un gruñido inmediato de la bestia superó el lance gutural del campesino. Otro grito y un golpe de garrote en los cuartos traseros. Un resoplido estentóreo del marrano. Una orden del amo. Una réplica del cerdo. Una contraorden del puerco. Una concesión obediente del amo seguida de una embestida fallida del verraco, y, de improviso, una sumisión inesperada del cochino. Cuando el semental parecía haber cedido a la voluntad del amo y estaban muy cerca sus cuerpos, el verraco dejaba llevar su corpulencia hacia don Jesús en un tambaleo, y éste flaqueaba como muñeco relleno de borra, pero ganaba compostura de nuevo y arremetía contra esa campana catedralicia de carne y huesos, que tañía con el badajo descomunal de sus bofes bárbaros. Atenazando la cola, don Jesús buscaba estar siempre detrás del semental, fuera del ámbito de su vista y de su hocico. Al fin don Jesús y su ayudante condujeron al verraco a unas trancas de manejo; ahí lo encerraron con una viga colocada en diagonal entre las cercas. Desde lejos llegaba el olor elegante de los azahares, de los naranjos y limoneros, y se mezclaba con los de la zahúrda y el del sudor de los hombres. Las copas juveniles de las caobas y de los cedros sobresalían apenas de los cítricos, a lo lejos.
Don Jesús llegó hasta una cerdita blanca, de pelo y color uniformes, perfectamente proporcionada, mansa como un perro casero; antes de tocarla le habló con suavidad y afecto; ella lo miró con actitud de acuerdo. Pero al intentar asirla por las patas traseras y por el cuello, el animal corrió en zigzag en su corral, derrapando en el piso y chillando con la fuerza de un silbato ferroviario. Don Jesús se afligió e intentaba calmarla, hablándole, pero el animal se escabullía y peleaba. Don Jesús la atajó con su propio cuerpo y contra una esquina de la zahúrda. Todas las cerdas de la porqueriza chillaban de manera pavorosa, como si con la continuidad, el tono y el volumen de sus gritos pudiesen paralizar al captor de la cría y ahuyentar a quienes presenciábamos su captura. Los gansos se añadieron con sus escandalosos refuerzos al ataque sonoro de las cerdas, también sonaron las reses, los gansos, las gallinas, los totoles, los perros… Los animales silvestres para mí indistinguibles formaron un coro de pánico. La muerte pasó aullando y pateando entre los corredores vegetales y las antenas instintivas de San Dimas.
Don Jesús salió de prisa del chiquero y entregó la cochinita a su hijo para que la sacrificara. El puñal había sido alistado con anticipación. Don Jesús detuvo a la cerdita mientras su hijo le atravesó el costado izquierdo. El metal entró parcialmente al chocar con las costillas, luego siguió su camino interior, sesgado, sin penetrar hasta adentro. El joven sacó el puñal de la puerca. La sangre manaba pasiva, caliente; hacía grumos granulados y gelatinosos al mezclarse con la tierra. La cochinita no moría; por el hocico jalaba la vida; su chillido tomó una tesitura distinta, demasiado cavernosa para provenir de una bestia niña y bella; un barítono modulaba con tonos bajos en su garganta, y luego recomenzaba el tiple. Ello hizo sentir muy mal a don Jesús; turbado, molesto y compungido, tomó para sí al animal; él solo aprisionó a la cerda contra sus espinillas ayudándose con las rodillas dobladas a medias; metió con determinación el puñal por la misma herida, de un solo golpe, fuerte, directo, entre las costillas, entero, hasta la empuñadura; muñequeó sobre la hendidura como si machacase hojas suaves de chaya en un mortero, con la punta del puñal haciendo óvalos adentro; actuó calmo, clemente, piadoso, con seguridad completa. El gemido del animal cesó, y los ruidos de San Dimas también, sin embargo la mano de don Jesús proseguía con sus movimientos de cigüeñal o de leva reventando y haciendo más grande la abertura invisible del corazón, aunque la visible, la del costado, se mantenía igual, como una boquilla besadora y sangrante por la que había escapado la vida para arraigar en el suelo. Unos cuantos hilos rojos chorrearon el pañuelo blanquísimo y perfecto que era la piel de la cerda. En cualquier momento podía salir volando una paloma blanca de ese pecho, o un puñado de mariposas de alas blancas y salpicadas de arrebol.
Los limoneros, los naranjos y el estiércol esparcían su bálsamo en el ambiente, movido por el capote desplegado del viento caliente y seco. Los cítricos y las maderas preciosas parecían haberse acercado a nosotros con la consunción apurada de la cerda. El agujero para el horno de tierra era todavía un ombligo estrecho. La esposa y las hijas de don Jesús preparaban aguas de naranja y de pitahaya, y salsas de chile habanero. Una de las hijas canturreaba, con azahares en el pelo y en una oreja. Dos mesas estaban vestidas con manteles de hule, de estampados florales, y servilletas deshiladas y bordadas con colores rojo, amarillo y violeta.
Con respeto supremo, don Jesús sacó el puñal, lo entregó a su hijo, levantó a la cerda y la llevó a una tabla usada como mesa junto a un horcón. La existencia de los animales se percibía por su silencio. Mi amigo José Luis y yo seguimos a don Jesús y a su criatura inerte. Al mirar las manos de don Jesús comprendí el origen del orden peculiar que había en San Dimas, escuché las palpitaciones de los cedros y de las caobas, el bullicio reavivado de esa selva en su renacimiento. Con la mirada lánguida y el pecho salido, don Jesús honraba a la pequeña bestia caída; cargó a la puerca como se lleva en brazos a un niño cansado, dormido, que habrá de alimentarse con el sueño para vivir otra vez, otro día, feliz y perpetuo.