Parte como mira por la ventana desde donde se dirigen las guerras con languidez y constancia, marcha suave dentro de sí del modo que indican sus ojos de sima sin retorno y ceremonias de agua. Como ve y como viaja dentro de ella es como recorre los pisos de la casa cubiertos de papel opalino en que se escriben los nombres de las artes amatorias y de las honorables armas blancas. Ahí, dentro de sí, lámparas de aceite chorrean su piel y la aclaran, y están incólumes su actitud y su cuerpo. Una forma de conciencia aletea y se ensancha. Así, pájaro que es de alimentaciones intermitentes, colibrí de sus tentaciones impúdicas, en su desnudez se abalanza y se fija en los marcos de las puertas y otra vez en el de la ventana. Su brava disposición es de calma. Yace más acá sentada en el suelo con estampa de leona o saeta estilizada encima del edredón que sorbe los escurrimientos del techo y la transpiración de su cuerpo. Ha abierto la semilla y dentro no hay nada, excepto ella. Salvo ella, nada mora en el corazón expuesto de quien la ha tocado en sus identidades pasadas. Exige así con el rostro largamente perfecto. Con la mirada extasiada suplica comparecer ante los dibujantes, los escultores, los retratistas del sexo y los seduce y se aleja y vuela y gime y araña y danza y anda con las fieras afiebradas de la excitación que arroja contra estas palabras que no piden piedad al escribirse incendiadas con el tocamiento de sus pezones, de sus nalgas, de sus hendiduras ocultas en la vastedad y en las esquinas de la habitación donde ella miró cómo partía, cómo se marchaba a través de esa luz rectangular que es una vez más la ventana.
La guerra dentro de ella la devuelve a la casa. Y se atavía de sí. Es natural en ella actuar con la boca húmeda y entreabierta, boca que pide ser besada, que mitiga la sangre e inflige ansia.